Sebastián Ruiz-Cabrera *, en Revista Pueblos
Sobre un pilón de tierra de cuatro metros cuadrados. Ni cabían los seis miembros de la familia en la choza improvisada con plásticos cosidos, ni tampoco más vulnerabilidad. El agua había devastado el pueblo de Chikwawa, en el sur de Malaui, frontera ya con Mozambique. Febrero de 2015. Los viejos no recordaban algo igual. Tampoco los informes que se afanaban para cuantificar situaciones de emergencia como esta. Algunos habían huido con el miedo tatutado en los ojos, justo cuando sabes que naufragar en una ola de lodo y desperdicios de dos metros puede acabar con todo. Hasta con tu vida. Y allí estaban. Desbordados por el líquido elemento. Esperando la agonía. Mirando desde su atalaya lo paradójico que era no tener agua dulce el resto del año y ahora pugnar por el equilibrio de su isla perdida en algún lugar de este país de África del Sur.
A miles de kilómetros, en la capital todavía afrancesada de Dakar (Senegal), la batalla contra la naturaleza también ha comenzado. 2017. La erosión costera causa estragos en esta urbe. El Atlántico se echa encima. Obliga a la gente a salir de sus casas… Los informes son implacables: para 2080, más de 300 edificios de Dakar (con una población de unos 2,5 millones de personas) y en torno a un 60 por ciento (%) de sus largas playas de arena podrían haber desaparecido.
La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) recientemente declaró que millones de ciudadanos y ciudadanas en el Cuerno de África se enfrentarían a la escasez de alimentos cara a cara. Debido a la falta persistente de precipitaciones entre octubre y diciembre pasados, un total de 20 millones de personas en Sudán del Sur, Somalia, Yemen y noreste de Nigeria se encuentran en extrema necesidad de asistencia alimentaria. “Nos enfrentamos a una tragedia, debemos evitar que se convierta en una catástrofe”, sentenciaba a mediados de febrero António Guterres, el secretario general de la ONU, quien anunciaba que se necesitaban 4.400 millones de dólares urgentes para combatir hambrunas. Pero esto no es nuevo. Un ejemplo de ello es Egipto, que declaró el estado de emergencia extrema por falta de agua en mayo de 2016; la región del lago Turkana, en el norte de Kenia, también se ha visto afectada; y Ruanda se enfrentó el año pasado a su peor sequía en seis décadas.
Casi todos los años, en la misma época, titulares similares aparecen en las noticias. Ocurrió en 2014, 2015 y en 2016: la sequía y la hambruna en el Cuerno de África estaban en las páginas centrales de muchos periódicos que habían cubierto los viajes de periodistas a las zonas afectadas para documentar los hechos. Es un ciclo cruel que es probable que se repita una y otra vez a pesar de que muchos de estos países están haciendo todo lo posible para prevenir estos y otros desastres relacionados con el clima. No obstante, la inoperancia del ser humano, a veces, cuando está sentado en un sillón presidencial, puede llegar a ser aterradora. Igual que cierta parte de la arquitectura de la ayuda internacional.
COP 22: sequía, deforestación e inundaciones como principales retos africanos
Pero en noviembre de 2016 algo cambió, al menos sobre el papel. En Marrakech (Marruecos) tenía lugar la COP22, la Cumbre contra el Cambio Climático; sin duda, una clara estra tegia diplomática por parte del reino alauita, que, en febrero de 2017, volvía a la Unión Africana (UA) 32 años después del abandono de la institución (entonces Organización de la Unidad Africana) debido a que el resto de países había reconocido a la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) como Estado miembro.
En este contexto del pasado noviembre, más de 20 jefes de Estado africanos firmaron una declaración conjunta en la que se definía una hoja de ruta para combatir el cambio climático. En primer lugar, los líderes identificaron tres problemas que afectan seriamente a sus poblaciones: la sequía, la deforestación y las inundaciones. Y, en segundo lugar, se establecieron comisiones para tres regiones prioritarias: el Sahel, la cuenca del Congo y los estados insulares. La advertencia de la ONU tiene poca réplica: 36 de los 50 países más afectados por el calentamiento global son africanos.
Las mujeres, clave en la seguridad alimentaria
A pesar del papel fundamental que las mujeres agricultoras desempeñan en la seguridad alimentaria, aún tienen grandes limitaciones cuando se trata de acceder a los recursos productivos como la tierra, el crédito, tecnologías e información. En el caso sudafricano, GenderCC (colectivo que pertenece a una red global de mujeres activistas que trabajan por una justicia climática) movilizó a más de 3.000 mujeres del país para registrar sus preocupaciones y demandas en la COP21 de París, en 2015. En el marco de la COP22, en Marrakech, volvió a centrar el debate en las cuestiones de igualdad de género y en la necesidad de empoderar a las mujeres en los programas de adaptación agrícola y en el acceso a la financiación. Los estudios indican que el éxito del aumento de la producción agrícola y la seguridad alimentaria en el continente está en gran medida en manos de las mujeres agricultoras.
Mecanismos de adaptación básicos al entorno: la migración
Las decisiones migratorias son complejas, por supuesto, y nadie podría argumentar que el cambio climático es el único factor que las impulsa; no obstante, no puede ser ignorado. Imagine que es un agricultor. Sus cultivos se están marchitando a medida que los patrones climáticos se vuelven más volátiles. El agua del pozo es demasiado salada para beber. El arroz es demasiado caro para comprar en el mercado. ¿Una vía? La de salir de casa en busca de una vida mejor. La mayoría de las y los migrantes climáticos se reubicarán dentro de sus propias fronteras, pero otros no tendrán más remedio que buscar refugio en el extranjero.
Varios ejemplos: el lago Chad, que soporta a unos 25 millones de personas, se está secando y ahora tiene una vigésima parte del tamaño que registraba en 1960; en el norte de Argelia, donde se concentra la mayor parte de la población y de los campos agrícolas del país, las precipitaciones pueden reducirse de un 10 % a un 20 % en 2025; Nigeria está perdiendo más de 2.100 kilómetros cuadrados de tierra por la desertificación cada año. ¡Cada año! Con el 70 % de la población de Nigeria dependiendo de la agricultura de subsistencia, el problema tiene dimensiones alarmantes. Estas no son las quejas abstractas de científicos que trabajan investigando los patrones del clima. Y es evidente que, con el deterioro de las condiciones ambientales, los seres humanos empleen mecanismos de adaptación básicos como la migración.
Estas tendencias, en combinación con el rápido crecimiento de la población proyectada en toda la región del Sahel y de África Occidental, están aumentando la presión sobre los países a lo largo de la ruta migratoria que pasa por Níger, hasta llegar a la cornisa mediterránea, y sobre los ya escasos recursos naturales como el agua, la tierra y los alimentos. En concreto, Níger tiene la segunda tasa de fertilidad más alta del mundo, con una media de edad de tan solo 15 años, y se espera que su población se cuadruplique en el próximo siglo. La población de Nigeria, por su parte, el país más poblado del continente, con casi 180 millones de personas, se espera que se duplique para 2040.
Cualquier esfuerzo para hacer frente a la tragedia migratoria forzada, que se topa de bruces en el sur de Europa con dispositivos de seguridad de los países que más contaminan, debe abordar e incorporar estas causas más profundas de base. A pesar de las señales de advertencia, los políticos, todavía, tienden a centrarse en los síntomas en lugar de las causas. El cambio climático será uno de los muchos factores que alimentan las olas migratorias futuras. A pesar de que será cada vez más difícil distinguir entre las personas que huyen de los factores ambientales y las que lo hacen por otras razones, sabemos que el clima jugará un papel más importante en la migración.
Un ejemplo de frontera soluble en agua
Las fronteras en África fueron determinadas según un mapa de coordinadas cincelado por los colonos en la conferencia de Berlín a finales del siglo XIX. Ahora, la situación puede variar. El cambio climático ha causado la primera modificación importante fronteriza, pero no la última, concretamente en la colina Sabanegwa, situada entre las lindes comunes de Ruanda y Burundi. La disputa, según los informes de ambos gobiernos, se originó a partir de que el río Akanyaru, que hasta el momento ejercía de frontera natural entre los dos países, cambió de rumbo. Ahora, la colina, del tamaño de un estadio de fútbol, ha pasado al lado ruandés. Observando alrededor del continente serán muchas las porciones de tierra que se muevan y varios los ríos y lagos que desaparezcan o emerjan; historias que evidenciarán nuevas disputas por la propiedad de la tierra.
A la espera de Trump y su ¿redención? con la Pachamama
El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha cuestionado públicamente la existencia del cambio climático. Ya durante su campaña lo describió como un “engaño” ideado por China para asegurar ventajas comerciales y amenazó con retirarse del Acuerdo de París sobre el cambio climático, al que se había comprometido Barack Obama. Cundió el pánico. Pero esto fue antes del 20 de enero, día en el que Trump asumió su nuevo cargo; entonces, el miedo se institucionalizó. La página sobre cambio climático del portal web de la Casa Blanca desapareció y fue reemplazada por el America First Energy Plan, que afirma que la eliminación de políticas dañinas e innecesarias como el Climate Action Plan de Obama es una prioridad.
Estados Unidos es actualmente el segundo mayor emisor del mundo, es el responsable del 16 % del CO2 mundial y representa el 27 % del total de emisiones de los últimos 150 años. Si Donald Trump continúa con sus planes para eliminar los ambiciosos objetivos de reducción de la contaminación de carbono establecidos en la última etapa de la política de Obama, es probable que tenga un efecto perjudicial sobre los objetivos del cambio climático mundial, especialmente en África. También es muy posible que los recortes de la ayuda estadounidense puedan tener impactos negativos, aunque moderados, en los desafíos relacionados con el cambio climático.
Como continente, África sólo representa el 3,8 % de las emisiones mundiales de CO2. Sin embargo, los países africanos (especialmente los que se encuentran en la región de África al sur del Sahara) soportan la principal carga del calentamiento global, ya que son los principalmente afectados por sus consecuencias. Al comparar África con emisores como China, Estados Unidos o la Unión Europea (23, 19 y 13 % de las emisiones mundiales, respectivamente) es evidente que la responsabilidad del calentamiento global está en juego. Entre el 7 y el 8 de julio tendrá lugar en Hamburgo (Alemania) la próxima reunión del G20. En esta fecha se despejarán algunas de las incógnitas con respecto al nuevo liderazgo sobre el cambio climático.
Por cierto, el secretario de Estado norteamericano nombrado por Trump, Rex Tillerson, viene de estar 41 años en Exxon Mobil, una de las multinacionales del petróleo y gas más importantes del mundo. Tillerson será el responsable de las renegociaciones de los Acuerdos de París. Alguien que llegó a afirmar que no estaba claro hasta qué punto el ser humano estaba relacionado con el cambio climático, y que tampoco estaba claro qué se podía hacer al respecto. Pueden hacer apuestas sobre quién ganará en un primer proyecto de ley: si la Pachamama o los bolsillos de los magnates de Exxon.
* Sebastián Ruiz-Cabrera es periodista e investigador especializado en medios de comunicación y cine en el África subsahariana. Doctorando por la Universidad de Sevilla, coordina la sección Cine y Audiovisuales en el portal sobre artes y culturas africanas Wiriko.org. Analista político en la revista Mundo Negro y forma parte del consejo de redacción de Pueblos.
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