Cuando hacia el final de la 2ª guerra mundial murieron asesinados 28 civiles en Atenas, no fue obra de los nazis, sino de los británicos. Ed Vulliamy y Helena Smith revelan cómo la vergonzosa decisión de Churchill de volverse contra los partisanos que habían luchado con los aliados contra los nazis puso la simiente del ascenso de la extrema derecha en la Grecia de hoy.
Ed Vulliamy y Helena Smith, en The Guardian. Traducción: VIENTO SUR
Foto: "Un día que cambió la historia: los cuerpos de manifestantes desarmados asesinados por la policía y el ejército británico el 3 de diciembre de 1944" ( Dmitri Kessel/Time & Life Pictures/Getty Images)
“Todavía puedo verlo con toda claridad, no he olvidado”, dice Títos Patríkios. “La policía de Atenas disparando sobre la multitud desde la azotea del parlamento en la plaza Syntagma. Hombres y mujeres jóvenes tendidos en charcos de sangre, todo el mundo corriendo escaleras abajo totalmente noqueados, presas de pánico.” Y luego llegó el momento decisivo: la temeridad de la juventud, la pasión de la fe en una justicia resplandeciente: “Me subí a la fuente en el centro de la plaza, esa que todavía está ahí, y comencé a gritar: ‘¡Camaradas, no os disperséis! ¡La victoria será nuestra! No huyáis. ¡Venceremos!’ […] “Yo estaba”, dice ahora, “profundamente convencido de que ganaríamos.” Pero ese día no hubo ninguna victoria; como tampoco hubo ninguna esperanza de que lo que había sucedido no cambiaría la historia de un país que una vez liberado del Reich de Adolfo Hitler apenas seis meses antes estaba abocado sin remedio a una cruenta guerra civil. Hasta ahora, a sus 86 años de edad, cuando Patríkios se ríe de sí mismo y consigo mismo de haber alcanzado esa edad, el poeta recuerda, escena tras escena, disparo tras disparo, lo que ocurrió en la plaza central de la vida política de Grecia en la mañana del 3 de diciembre de 1944.
La masacre
Ese fue el día, hace exactamente 70 años, en que el ejército británico, que seguía estando en guerra con Alemania, abrió fuego –y entregó armas a lugareños que habían colaborado con los nazis para que abrieran fuego– contra una multitud de civiles que se manifestaban en apoyo a los partisanos que habían sido los aliados de Gran Bretaña durante tres años. La muchedumbre llevaba banderas griegas, estadounidenses, británicas y soviéticas, y coreaba: “Viva Churchill, viva Roosevelt, viva Stalin” en apoyo a los que fueron aliados en tiempos de guerra. Veintiocho civiles, en su mayoría jóvenes muchachos y muchachas, cayeron muertos y hubo cientos de heridos. “Todos pensábamos que sería una manifestación como las otras”, recuerda Patríkios. “Lo de siempre. Nadie esperaba un baño de sangre.” La lógica británica era brutal y pérfida: el primer ministro, Winston Churchill, consideró que la influencia del Partido Comunista en el seno del movimiento de resistencia al que había apoyado durante la guerra –el Frente Nacional de Liberación, EAM– era mayor de lo que él había previsto, lo suficiente para hipotecar su plan de colocar de nuevo al rey de Grecia en el poder y mantener en jaque al comunismo. Así que invirtió las alianzas para apoyar a los seguidores de Hitler contra sus aliados de antes.