Santiago Alba Rico, filósofo y columnista. En Cuarto Poder y Viento Sur
Durante unos meses, los clichés islamofóbicos de los medios de comunicación europeos dejaron lugar a clichés de signo contrario: un burbujeo hasta ahora oculto de jóvenes blogueros y voluntad democrática. Pero ese nuevo cliché tenía también un asidero en la realidad. En abril de 2011, el izquierdista Khaled Saghiya, entonces redactor jefe del periódico libanés Al-Akhbar, certificaba la defunción de Al-Qaeda en un hermoso y brillante texto de título La muerte de Osama y las intifadas árabes: no hay sitio para Ben Laden. En él Saghiya vinculaba el “éxito” relativo de Al-Qaeda en la última década al vacío político, las dictaduras y el imperialismo y su muerte, por tanto, al despertar de los pueblos: “¿quién entre los árabes necesita la coraza de un Bloque cuando en todas las plazas se reclama a gritos la caída del régimen? ¿Y qué administración estadounidense necesita la guerra contra el islam o la islamofobia cuando el islam político se ha convertido en un socio fundamental en la reestructuración de la zona?”.
Fue así. Era una realidad. Pero a medida que las contrarrevoluciones han impuesto su ley o las revoluciones se han enquistado en la sangre y el fango, la normalización democrática y mediática anhelada han dado paso de nuevo a los clichés islamofóbicos de antaño, que vuelven a dominar los titulares y los análisis. Contienen también, claro, un atisbo de realidad. Porque lo cierto es que la vieja confluencia de caos, pobreza, dictadura e imperialismo están resucitando el cadáver de Ben Laden. La ferocidad de la represión en Siria ha producido el mismo efecto que la invasión estadounidense en Iraq: la penetración y creciente influencia de los grupos yihadistas sunníes y la deriva militar “sectaria”. El golpe de Estado de Al-Sisi en Egipto, por su parte, ha reactivado la guerra en el Sinaí. Y el caos libio, con la aspersión de armas en toda la región, ha tenido un efecto ventilador en Mali, Argelia y Túnez.