martes, 18 de diciembre de 2012

Túnez. Lo que cambió Mohamed Bouazizi: Dos años de su inmolación

Aunque murió el 4 de enero, 18 días después de su gesto mortal y 10 antes del derrocamiento de Ben Ali, la memoria tunecina, árabe y mundial retiene firme ese 17 de diciembre de 2010 en el que Mohamed Bouazizi, vendedor ambulante de verduras sin licencia, puso fin a su vida prendiéndose fuego ante el palacio del gobernador de Sidi Bou Zid, en el centro de Túnez. Ese gesto adquirió dimensiones míticas a medida que su onda expansiva fue extendiéndose por todo el país y luego por todo el mundo árabe.

Santiago Alba Rico, analista y escritor residente en Túnez.
En Rebelión

Aunque murió el 4 de enero, 18 días después de su gesto mortal y diez días antes del derrocamiento de Ben Ali, la memoria tunecina, árabe y mundial retiene firme ese 17 de diciembre del año 2010 en el que Mohamed Bouazizi, hijo de Tayyeb y de Manoubia, vendedor ambulante de verduras sin licencia, puso fin a su vida prendiéndose fuego delante del palacio del gobernador de Sidi Bou Zid, una ciudad de 40.000 habitantes en el centro de Túnez. Ese gesto adquirió dimensiones míticas a medida que su onda expansiva fue extendiéndose por todo el país y luego por todo el mundo árabe, brasa viva de rabia y de dolor que alimentó y alimenta un malestar común y una rebeldía que no cesa. En su nombre, con su imagen, contra su muerte, fueron cayendo, uno a uno, los dictadores de Túnez, de Egipto, de Libia, de Yemen, y otros muchos -en Bahrein, en Siria, en Sudán, en Marruecos, en el Golfo- se tentaron la ropa, maldiciendo al héroe inesperado que venía a sacudir el mantel -manjares de un lado, sangre del otro- con el que cubrían y cubren la miseria de sus pueblos. 

Mohamed Bouazizi, sí, se convirtió en un mito. Hoy sabemos que la mayor parte de las noticias con las que se construyó esa leyenda eran falsas: Bouazizi nunca terminó los estudios, nunca escribió a su madre una carta de despedida, nunca recibió una bofetada y probablemente ni siquiera pretendió matarse. Sabemos además, tal y como cuenta la investigadora Annamaria Rivera en un interesante estudio (1), que el vendedor ambulante de Sidi Bou Zid no fue ni el primer ni el último tunecino en clamar contra la indignidad destruyendo su cuerpo: en marzo de ese mismo año Abdesslam Trimech, también vendedor, se había prendido fuego en Monastir para protestar por la no concesión de un permiso; apenas 28 días antes que Bouazizi, el 19 de noviembre, un parado de nombre Chamssedine Al-Hani hizo lo propio en Metlaoui tras ver rechazada su enésima solicitud de empleo. Es difícil saber por qué sus inmolaciones no produjeron ninguna revolución; es difícil saber por qué la del mítico verdulero de Sidi Bou Zid desencadenó la tormenta. Otros 107 lo intentaron en los primeros seis meses de 2011, tras la caída del dictador, como pensando quizás -ingenua desesperación, mágico mecanicismo- que Bouazizi había descubierto el “botón” o la “tecla” trágica cuya pulsación derriba los gobiernos y rehabilita los destinos. 

Lo cierto es que el efecto inesperado que causó su gesto, convirtió a Bouazizi en un mito para millones de árabes, desde Mauritania hasta Bahrein. No sabemos aún a dónde conducirá esta sacudida ni si las revoluciones árabes llegarán a cambiar de manera estructural, profunda y duradera, esta zona del mundo. Pero los mitos no son importantes por las verdades que relatan; ni siquiera por las verdades que movilizan. Los mitos son importantes por lo que nos cuentan acerca de sus autores. ¿Qué nos cuenta el mito de Bouazizi? Bien, hasta ahora los árabes habían mitificado la astucia de Harun Ar-Raschid, la valentía de Saladino, el carisma viril de Nasser y, por supuesto, la muruwa del profeta Mohamed, molde de todos los mitos, fundador de una religión y una “nación”, estadista, guerrero y mujeriego. La memoria colectiva de los árabes está poblada de personalidades fuertes, catalizadores carismáticos en torno a las cuales se ha ido construyendo toda una mitología de frustraciones y nostalgias bien resumida en el programa que Mohamed Abdou, figura central del “regeneracionismo” musulmán moderno, proponía en 1901 para el siglo XX: “sólo un déspota justo asegurará el renacimiento de Oriente”. En esa tradición y esa mitología -la esperanza del “déspota justo”- se ha sustentado la legitimidad torcida, y enseguida perdida, tan funcional para intereses espurios, de todos los dictadores que han dominado la escena árabe en los últimos cincuenta años y cuyos rostros, multiplicados hasta el infinito en el espacio público, definían la soberanía siempre al margen de las poblaciones, en un marco de adhesiones irracionales y parapolíticas de naturaleza al mismo tiempo edípica y religiosa.

La profanación de esos retratos -Ben Ali, Moubarak, Gadafi, Assad, despegados de las paredes o derribados de sus pedestales- puso en su lugar la imagen de Mohamed Bouazizi, el verdulero de Sidi Bou Zid. Hay en esta sustitución algo ya en sí mismo secular, secularizador; un culto, si se quiere, a la profanación; un culto a la ausencia de culto. Es pronto para saber si el mito de Bouazizi cambiará o no el mundo árabe; pero lo que nos cuenta su construcción y su recepción es que ese mundo había cambiado ya cuando Bouazizi acometió su gesto mortal. Su gesta al revés. Pues he aquí al héroe fundador de este culto paradójico y a contrapelo: un hombre feo, pobre, sin estudios, desprovisto de poder y que se mató a sí mismo sin matar a nadie. Un vencido y no un vencedor. Un suicida y no un guerrero. Con independencia de lo que pase a partir de ahora, podemos ya definir el 17 de diciembre de 2010 como un “giro” sin retorno en la historia del mundo árabe; el “tournant” de una cultura cuyos miembros, hasta ahora fascinados o aterrorizados por el poder, han pasado de pronto a identificarse con sus iguales, a admirar a los desposeídos, a apreciar a los despreciados.

Ayer, durante las celebraciones del 17 de diciembre en Sidi Bou Zid, Moncef Marzouki, presidente de la república, y Mustapha Ben Jaafer, presidente de la Asamblea Constituyente, fueron recibidos con piedras, insultos y eslóganes hostiles (“degage”). Una alergia antidespótica, a veces extrema y hasta destructiva, se ha instalado en el mundo árabe. Mohamed Bouazizi sigue vivo no porque tuviera una muerte heroica -que no la tuvo- sino porque millones y millones de Bouazizis realmente vivos, desde Mauritania a Bahrein, siguen esperando y reclamando una respuesta.


NOTA:

1. Annamaria Rivera, Torce umane, crisi, rivolta (dal Maghreb all'Europa), Edizioni Dedalo, 2012.

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