Aunque murió el 4 de enero, 18 días después de su gesto mortal y diez
días antes del derrocamiento de Ben Ali, la memoria tunecina, árabe y
mundial retiene firme ese 17 de diciembre del año 2010 en el que Mohamed
Bouazizi, hijo de Tayyeb y de Manoubia, vendedor ambulante de verduras
sin licencia, puso fin a su vida prendiéndose fuego delante del palacio
del gobernador de Sidi Bou Zid, una ciudad de 40.000 habitantes en el
centro de Túnez. Ese gesto adquirió dimensiones míticas a medida que su
onda expansiva fue extendiéndose por todo el país y luego por todo el
mundo árabe, brasa viva de rabia y de dolor que alimentó y alimenta un
malestar común y una rebeldía que no cesa. En su nombre, con su imagen,
contra su muerte, fueron cayendo, uno a uno, los dictadores de Túnez, de
Egipto, de Libia, de Yemen, y otros muchos -en Bahrein, en Siria, en
Sudán, en Marruecos, en el Golfo- se tentaron la ropa, maldiciendo al
héroe inesperado que venía a sacudir el mantel -manjares de un lado,
sangre del otro- con el que cubrían y cubren la miseria de sus pueblos.
Mohamed Bouazizi, sí, se convirtió en un mito. Hoy sabemos que la mayor
parte de las noticias con las que se construyó esa leyenda eran falsas:
Bouazizi nunca terminó los estudios, nunca escribió a su madre una
carta de despedida, nunca recibió una bofetada y probablemente ni
siquiera pretendió matarse. Sabemos además, tal y como cuenta la
investigadora Annamaria Rivera en un interesante estudio (1), que el
vendedor ambulante de Sidi Bou Zid no fue ni el primer ni el último
tunecino en clamar contra la indignidad destruyendo su cuerpo: en marzo
de ese mismo año Abdesslam Trimech, también vendedor, se había prendido
fuego en Monastir para protestar por la no concesión de un permiso;
apenas 28 días antes que Bouazizi, el 19 de noviembre, un parado de
nombre Chamssedine Al-Hani hizo lo propio en Metlaoui tras ver rechazada
su enésima solicitud de empleo. Es difícil saber por qué sus
inmolaciones no produjeron ninguna revolución; es difícil saber por qué
la del mítico verdulero de Sidi Bou Zid desencadenó la tormenta. Otros
107 lo intentaron en los primeros seis meses de 2011, tras la caída del
dictador, como pensando quizás -ingenua desesperación, mágico
mecanicismo- que Bouazizi había descubierto el “botón” o la “tecla”
trágica cuya pulsación derriba los gobiernos y rehabilita los destinos.
Lo cierto es que el efecto inesperado que causó su gesto, convirtió a
Bouazizi en un mito para millones de árabes, desde Mauritania hasta
Bahrein. No sabemos aún a dónde conducirá esta sacudida ni si las
revoluciones árabes llegarán a cambiar de manera estructural, profunda y
duradera, esta zona del mundo. Pero los mitos no son importantes por
las verdades que relatan; ni siquiera por las verdades que movilizan.
Los mitos son importantes por lo que nos cuentan acerca de sus autores.
¿Qué nos cuenta el mito de Bouazizi? Bien, hasta ahora los árabes habían
mitificado la astucia de Harun Ar-Raschid, la valentía de Saladino, el
carisma viril de Nasser y, por supuesto, la muruwa del profeta
Mohamed, molde de todos los mitos, fundador de una religión y una
“nación”, estadista, guerrero y mujeriego. La memoria colectiva de los
árabes está poblada de personalidades fuertes, catalizadores
carismáticos en torno a las cuales se ha ido construyendo toda una
mitología de frustraciones y nostalgias bien resumida en el programa que
Mohamed Abdou, figura central del “regeneracionismo” musulmán moderno,
proponía en 1901 para el siglo XX: “sólo un déspota justo asegurará el
renacimiento de Oriente”. En esa tradición y esa mitología -la esperanza
del “déspota justo”- se ha sustentado la legitimidad torcida, y
enseguida perdida, tan funcional para intereses espurios, de todos los
dictadores que han dominado la escena árabe en los últimos cincuenta
años y cuyos rostros, multiplicados hasta el infinito en el espacio
público, definían la soberanía siempre al margen de las poblaciones, en
un marco de adhesiones irracionales y parapolíticas de naturaleza al
mismo tiempo edípica y religiosa.
La profanación de esos
retratos -Ben Ali, Moubarak, Gadafi, Assad, despegados de las paredes o
derribados de sus pedestales- puso en su lugar la imagen de Mohamed
Bouazizi, el verdulero de Sidi Bou Zid. Hay en esta sustitución algo ya
en sí mismo secular, secularizador; un culto, si se quiere, a la
profanación; un culto a la ausencia de culto. Es pronto para saber si el
mito de Bouazizi cambiará o no el mundo árabe; pero lo que nos cuenta
su construcción y su recepción es que ese mundo había cambiado ya cuando
Bouazizi acometió su gesto mortal. Su gesta al revés. Pues he aquí al
héroe fundador de este culto paradójico y a contrapelo: un hombre feo,
pobre, sin estudios, desprovisto de poder y que se mató a sí mismo sin
matar a nadie. Un vencido y no un vencedor. Un suicida y no un guerrero.
Con independencia de lo que pase a partir de ahora, podemos ya definir
el 17 de diciembre de 2010 como un “giro” sin retorno en la historia del
mundo árabe; el “tournant” de una cultura cuyos miembros, hasta ahora
fascinados o aterrorizados por el poder, han pasado de pronto a
identificarse con sus iguales, a admirar a los desposeídos, a apreciar a
los despreciados.
Ayer, durante las celebraciones del 17 de
diciembre en Sidi Bou Zid, Moncef Marzouki, presidente de la república, y
Mustapha Ben Jaafer, presidente de la Asamblea Constituyente, fueron
recibidos con piedras, insultos y eslóganes hostiles (“degage”). Una
alergia antidespótica, a veces extrema y hasta destructiva, se ha
instalado en el mundo árabe. Mohamed Bouazizi sigue vivo no porque
tuviera una muerte heroica -que no la tuvo- sino porque millones y
millones de Bouazizis realmente vivos, desde Mauritania a Bahrein,
siguen esperando y reclamando una respuesta.
NOTA:
1. Annamaria Rivera, Torce umane, crisi, rivolta (dal Maghreb all'Europa), Edizioni Dedalo, 2012.
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