Ángeles Ramírez, profesora de Antropología de la UAM. En ElDiario.es
En estos días, la vestimenta de las musulmanas ha vuelto a estar de actualidad porque al menos diez ciudades costeras francesas han prohibido el burkini, un bañador de cuerpo entero con un gorrito, que utilizan las mujeres que no quieren mostrar el cuerpo. Como obedeciendo a una consigna, algunos alcaldes –la mayoría del partido Republicano de Sarkozy, más un socialista- decidieron a la vez que ese traje de baño debía ser erradicado de las playas francesas.
Los argumentos para la prohibición, como siempre, han sido de lo más diverso, pero al saltar a los medios españoles, hay básicamente uno: que el burkini representa la opresión sexista y las mujeres que lo portan, la vanguardia del islam y el oscurantismo fundamentalista.
De este modo, el prohibicionismo sostiene que esas vestimentas son símbolos que atentan contra la autonomía de las mujeres, contra la igualdad de géneros y que por tanto, necesariamente las mujeres lo llevan contra su voluntad, mostrando justamente su sumisión y necesidad de ser liberadas y empoderadas. O aún peor, lo llevan voluntariamente, lo cual muestra su intención de extender esos valores patriarcales en la “Europa de las libertades”. La discusión sobre el burkini ha hecho reaparecer también al pañuelo y al niqab, como parte del escenario discursivo.
Sin embargo, la afirmación de que estas prendas son siempre un signo de dominación patriarcal, no refleja la realidad: la relación entre el pañuelo y el patriarcado es diversa porque lo son los contextos en los que viven 1.500 millones de personas musulmanas. No es lo mismo un pañuelo en un país como Arabia Saudí, con norma vestimentaria para las mujeres, que en Francia, donde está prohibido llevar un niqab por la calle; ni el de una mujer trabajadora del puerto de Tánger que el de una de la alta burguesía yemení; ni el de una activista universitaria belga que el de una campesina senegalesa.
Para muchas mujeres, poder llevarlo como parte de sus creencias religiosas es un triunfo, como sería el caso de una francesa con niqab; para otras, es la herramienta para poder salir a la calle y trabajar o estudiar o bañarse en el mar, como la joven obrera cairota; y para otras, finalmente, puede ser una imposición legal o social contra la que se revuelven, como las mujeres saudíes. Por otra parte, la correspondencia entre “más ropa= mujeres sometidas// menos ropa= mujeres emancipadas” es muy cuestionable también en el mundo no musulmán, en que los cuerpos semi-desnudos de las mujeres se han convertido en una mercancía al servicio del patriarcado.
Lo que siempre es inequívocamente un signo del patriarcado es que a las mujeres, por ley, se las obligue a vestirse (o a no hacerlo) de determinada manera y sean multadas o encarceladas si no lo hacen. Es bien interesante que a nadie se le haya ocurrido perseguir legalmente –ni en la playa ni fuera de ella- a los hombres con barba larga, con qandoras y pantalones hasta los tobillos, signo inequívoco de la militancia salafista. O a las monjas de la mayoría de las órdenes católicas, que defienden valores contrarios a la igualdad entre hombres y mujeres, como bien nos enseña el obispo Cañizares, entre muchos otros.
Por tanto, el tema de los significados no se resuelve y estas generalizaciones señalan un gran desconocimiento –y atrevimiento- de las realidades sociales y políticas contemporáneas por parte de las personas responsables de los discursos y de las políticas. Algo semejante se podría decir del otro tema de los debates, la asociación del burkini con los grupos fundamentalistas y de las mujeres que los llevan con las vanguardias de estos grupos. Según el primer ministro francés, es la traducción de un proyecto político de contra-sociedad.
Sin embargo, es absurdo suponer que todas las mujeres musulmanas que van con hiyab o burkini y sí, también con niqab, son militantes islamistas, o que están comandadas y manipuladas por quienes sí lo son. Por supuesto que hay mujeres activistas de diferente índole entre las musulmanas, algo que por otra parte no es ilegal. Lo que sí es ilegal –por no poner otros adjetivos, como totalitario o fascista- es prohibir ciertas vestimentas porque representan determinadas posturas políticas que no compartimos. En todo caso, debemos combatir esas ideologías con herramientas políticas: la restricción de derechos no lo es.
Sorprendentemente, ha sido poco tratado el tema más importante, que es el déficit democrático que supone la prohibición de una prenda vestimentaria en un lugar público. Obviamente, el objetivo de los Estados prohibicionistas no es la lucha contra el patriarcado y la salvaguarda de la igualdad entre hombres y mujeres, puesto que no parece haber una relación entre la prohibición y la disminución de la desigualdad.
Es fundamental recordar que el veto al burkini –como antes pasó con el hiyab y el niqab- se inscribe una larga lista de restricciones de derechos a las personas musulmanas en Europa, a través de la regulación del cuerpo de las mujeres, con el fin de disciplinar a poblaciones que son identificadas por el discurso dominante como diferenciadas de la “nacional” e “intrusas”, independientemente de su nacionalidad. Pero además son socialmente menos favorecidas y por tanto, más sensibles a la discriminación y al racismo. Son las “clases peligrosas”.
Por ello puede afirmarse que se trata de leyes, de dictámenes o normas que van directamente contra las mujeres musulmanas, contra las comunidades musulmanas y contra la población en general.
Pero la cuestión va mucho más allá, porque no se trata de Europa contra el islam, sino del control del espacio público por parte del Estado, comenzando por las poblaciones más vulnerables. Es un modo de aprovechar el estado de emergencia o el miedo al terrorismo para imponer restricciones a la ciudadanía: en la misma línea que se prohíben concentraciones o se elabora una ley mordaza que recorta la libertad de manifestación, se veta el niqab, el burkini o el hiyab, en nombre de la supuesta protección de la población. Políticamente se institucionalizan las políticas racistas, empujando a la gente y a parte de la izquierda hacia los discursos identitarios de la derecha y la extrema derecha, que definitivamente, son los únicos actores, junto con el patriarcado, que se refuerzan en este contexto. Luchemos contra eso.
En estos días, la vestimenta de las musulmanas ha vuelto a estar de actualidad porque al menos diez ciudades costeras francesas han prohibido el burkini, un bañador de cuerpo entero con un gorrito, que utilizan las mujeres que no quieren mostrar el cuerpo. Como obedeciendo a una consigna, algunos alcaldes –la mayoría del partido Republicano de Sarkozy, más un socialista- decidieron a la vez que ese traje de baño debía ser erradicado de las playas francesas.
Los argumentos para la prohibición, como siempre, han sido de lo más diverso, pero al saltar a los medios españoles, hay básicamente uno: que el burkini representa la opresión sexista y las mujeres que lo portan, la vanguardia del islam y el oscurantismo fundamentalista.
De este modo, el prohibicionismo sostiene que esas vestimentas son símbolos que atentan contra la autonomía de las mujeres, contra la igualdad de géneros y que por tanto, necesariamente las mujeres lo llevan contra su voluntad, mostrando justamente su sumisión y necesidad de ser liberadas y empoderadas. O aún peor, lo llevan voluntariamente, lo cual muestra su intención de extender esos valores patriarcales en la “Europa de las libertades”. La discusión sobre el burkini ha hecho reaparecer también al pañuelo y al niqab, como parte del escenario discursivo.
Sin embargo, la afirmación de que estas prendas son siempre un signo de dominación patriarcal, no refleja la realidad: la relación entre el pañuelo y el patriarcado es diversa porque lo son los contextos en los que viven 1.500 millones de personas musulmanas. No es lo mismo un pañuelo en un país como Arabia Saudí, con norma vestimentaria para las mujeres, que en Francia, donde está prohibido llevar un niqab por la calle; ni el de una mujer trabajadora del puerto de Tánger que el de una de la alta burguesía yemení; ni el de una activista universitaria belga que el de una campesina senegalesa.
Para muchas mujeres, poder llevarlo como parte de sus creencias religiosas es un triunfo, como sería el caso de una francesa con niqab; para otras, es la herramienta para poder salir a la calle y trabajar o estudiar o bañarse en el mar, como la joven obrera cairota; y para otras, finalmente, puede ser una imposición legal o social contra la que se revuelven, como las mujeres saudíes. Por otra parte, la correspondencia entre “más ropa= mujeres sometidas// menos ropa= mujeres emancipadas” es muy cuestionable también en el mundo no musulmán, en que los cuerpos semi-desnudos de las mujeres se han convertido en una mercancía al servicio del patriarcado.
Lo que siempre es inequívocamente un signo del patriarcado es que a las mujeres, por ley, se las obligue a vestirse (o a no hacerlo) de determinada manera y sean multadas o encarceladas si no lo hacen. Es bien interesante que a nadie se le haya ocurrido perseguir legalmente –ni en la playa ni fuera de ella- a los hombres con barba larga, con qandoras y pantalones hasta los tobillos, signo inequívoco de la militancia salafista. O a las monjas de la mayoría de las órdenes católicas, que defienden valores contrarios a la igualdad entre hombres y mujeres, como bien nos enseña el obispo Cañizares, entre muchos otros.
Por tanto, el tema de los significados no se resuelve y estas generalizaciones señalan un gran desconocimiento –y atrevimiento- de las realidades sociales y políticas contemporáneas por parte de las personas responsables de los discursos y de las políticas. Algo semejante se podría decir del otro tema de los debates, la asociación del burkini con los grupos fundamentalistas y de las mujeres que los llevan con las vanguardias de estos grupos. Según el primer ministro francés, es la traducción de un proyecto político de contra-sociedad.
Sin embargo, es absurdo suponer que todas las mujeres musulmanas que van con hiyab o burkini y sí, también con niqab, son militantes islamistas, o que están comandadas y manipuladas por quienes sí lo son. Por supuesto que hay mujeres activistas de diferente índole entre las musulmanas, algo que por otra parte no es ilegal. Lo que sí es ilegal –por no poner otros adjetivos, como totalitario o fascista- es prohibir ciertas vestimentas porque representan determinadas posturas políticas que no compartimos. En todo caso, debemos combatir esas ideologías con herramientas políticas: la restricción de derechos no lo es.
Sorprendentemente, ha sido poco tratado el tema más importante, que es el déficit democrático que supone la prohibición de una prenda vestimentaria en un lugar público. Obviamente, el objetivo de los Estados prohibicionistas no es la lucha contra el patriarcado y la salvaguarda de la igualdad entre hombres y mujeres, puesto que no parece haber una relación entre la prohibición y la disminución de la desigualdad.
Es fundamental recordar que el veto al burkini –como antes pasó con el hiyab y el niqab- se inscribe una larga lista de restricciones de derechos a las personas musulmanas en Europa, a través de la regulación del cuerpo de las mujeres, con el fin de disciplinar a poblaciones que son identificadas por el discurso dominante como diferenciadas de la “nacional” e “intrusas”, independientemente de su nacionalidad. Pero además son socialmente menos favorecidas y por tanto, más sensibles a la discriminación y al racismo. Son las “clases peligrosas”.
Por ello puede afirmarse que se trata de leyes, de dictámenes o normas que van directamente contra las mujeres musulmanas, contra las comunidades musulmanas y contra la población en general.
Pero la cuestión va mucho más allá, porque no se trata de Europa contra el islam, sino del control del espacio público por parte del Estado, comenzando por las poblaciones más vulnerables. Es un modo de aprovechar el estado de emergencia o el miedo al terrorismo para imponer restricciones a la ciudadanía: en la misma línea que se prohíben concentraciones o se elabora una ley mordaza que recorta la libertad de manifestación, se veta el niqab, el burkini o el hiyab, en nombre de la supuesta protección de la población. Políticamente se institucionalizan las políticas racistas, empujando a la gente y a parte de la izquierda hacia los discursos identitarios de la derecha y la extrema derecha, que definitivamente, son los únicos actores, junto con el patriarcado, que se refuerzan en este contexto. Luchemos contra eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario