María Landi, periodista y activista de la solidaridad con Palestina. En Desinformémonos
La imagen desgraciadamente no es novedosa, especialmente en un año en que Israel ha batido el récord de demoliciones de propiedades palestinas: entre enero y junio de este año, destruyó 168 estructuras habitacionales en Cisjordania, dejando a 740 personas sin hogar. 384 de ellas son niñas y niños (más que en un año entero en toda la última década). Y si las demoliciones de poblados palestinos que Israel lleva a cabo regularmente casi nunca son noticia, menos lo son cuando se trata de una demolición ocurrida −literalmente− por centésima vez.
Sin embargo, esta demolición es especial por el lugar donde ocurrió. En la mañana del miércoles 27 de julio, las fuerzas israelíes destruyeron por 101ª vez la aldea beduina de Al Araqib, en el desierto del Naqab (o Negev en hebreo). He aquí el pequeño detalle que hace a Al Araqib –y a otras aldeas similares− diferente: el desierto del Naqab/Negev está dentro de lo que la comunidad internacional reconoce como el territorio oficial del Estado de Israel −no en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza.
Los gobiernos, los medios de comunicación y la opinión pública de Occidente desconocen que la quinta parte de la población de Israel es palestina, y que vive en comunidades segregadas que enfrentan los mismos problemas de exclusión y estrangulamiento que en los territorios ocupados. Y que también allí hay demoliciones por “construcción sin permiso” −porque el estado tampoco les otorga los permisos solicitados, ya que la política oficial es impedir la expansión de sus comunidades.
Dentro de esa quinta parte de población palestina, hay comunidades beduinas que viven en medio centenar de aldeas ‘no reconocidas’ por el Estado de Israel; esto quiere decir que no figuran en los mapas oficiales ni reciben los servicios básicos de agua, saneamiento, electricidad e infraestructura, por la única razón de que sus habitantes no son judíos, sino árabes. Más de la mitad de los aproximadamente 160.000 habitantes beduinos del desierto del Naqab/Negev viven en aldeas no reconocidas.
Las tribus beduinas están en el territorio palestino desde mucho antes de la creación del Estado de Israel en 1948. Las aldeas no reconocidas se establecieron en el Naqab/Negev en los años posteriores: muchas comunidades fueron trasladadas por la fuerza a los lugares que hoy ocupan durante el período de 17 años en que la población palestina dentro de Israel estuvo sometida a un régimen militar −hasta 1967, cuando Israel ocupó el resto de la Palestina histórica. Sesenta años después, sus aldeas siguen sin ser reconocidas por el estado y viven bajo constante amenaza de demolición y desplazamiento forzado.
La población beduina de Al Araqib viene resistiendo desde 2010 las reiteradas demoliciones que buscan expulsarle de sus tierras y destruir su forma de vida tradicional. La intención del gobierno es concentrarles en especies de reservaciones o enclaves artificiales, para asentar en sus tierras a población de origen judío proveniente de todo el mundo.
En 2011, el entonces Relator Especial de la ONU sobre Derechos de los Pueblos Indígenas James Anaya dio a conocer un informe sobre el tratamiento de las tribus beduinas en el Negev, poco antes de que el gabinete israelí aprobara un plan para reubicar a los 30.000 habitantes de 13 aldeas no reconocidas en asentamientos creados por el gobierno. En ellos, según el Relator, se registraban los índices más altos de hacinamiento y desempleo, así como los indicadores socioeconómicos más bajos de Israel.
La narrativa sionista hegemónica en Occidente, que presenta a Israel como “la única democracia de Medio Oriente” elude deliberadamente mencionar que Israel es una democracia sólo para su población judía −en otras palabras, una etnocracia[1]. Porque la única nacionalidad oficial en Israel es la judía; las personas de origen árabe, africano o cualquier otro, no tienen los mismos derechos ante la ley, por el hecho de no ser judías. La nacionalidad y la religión se explicitan en el documento de identidad, y ellas definen el lugar de una persona –y los derechos asociados− en la sociedad israelí.
En el Estado de Israel, más de 50 leyes –además de un sinfín de políticas y prácticas oficiales− discriminan a la población no judía y le asignan incluso espacios geográficos diferentes. Una persona palestina no puede vivir donde quiera, sino donde el estado le permite; es decir, en las comunidades árabes segregadas y asfixiadas por la imposibilidad de expandirse en proporción a su crecimiento demográfico. Se trata de una batalla geográfica y demográfica que tiene lugar en todo el territorio de la Palestina histórica −no sólo en los territorios ocupados en 1967, como se cree generalmente. Y esa batalla empezó hace un siglo con la invasión sionista, pero se hizo oficial en 1948 con la implantación del Estado de Israel en el corazón del mundo árabe. La limpieza étnica de la población árabe no fue consecuencia de la guerra, sino resultado de una planificación sistemática del movimiento de colonos sionistas que quería deshacerse de la población nativa.
Es por eso que sobre todo en la última década, académicas y analistas políticos vienen afirmando con insistencia que el mal llamado “conflicto palestino-israelí” necesita ser reformulado desde categorías de análisis distintas. El historiador israelí Ilan Pappé acaba de compilar un libro donde reúne trabajos multidisciplinarios palestinos e israelíes cuya finalidad es precisamente aportar al cambio de paradigma para comprender la cuestión palestina: es necesario dejar de considerarla un “conflicto entre dos movimientos nacionales, con el mismo derecho y arraigo a la tierra, disputándose el territorio” y analizarla como lo que es: un proyecto europeo colonialista que busca sustituir a la población árabe nativa por inmigrantes de origen judío. Y el resultado natural del colonialismo de asentamiento es un sistema de apartheid que garantiza la segregación entre la población nativa y el grupo colonizador.
En la presentación del libro, el periodista Jonathan Cook (residente en Nazaret) explicó que al igual que en Sudáfrica, el apartheid en Israel tiene un doble propósito: el más visible es la segregación física y espacial; ella define pueblos, ciudades y hasta sistemas educativos separados. Esto cumple además una finalidad sicológica, especialmente en la etapa de la infancia: mantener un sentido de antagonismo y de identidad tribal en ambas comunidades. Pero el propósito fundamental y estratégico es la exclusión de la población nativa del acceso a la tierra, al agua y a los recursos del territorio, apropiados para su beneficio por el grupo colonizador. Así, recordó que el 93% de la tierra está a disposición de “la nación judía mundial” y no de sus habitantes no judíos. Del mismo modo, el agua como recurso barato también está reservada a la población judía. Cook afirma que, al ignorar el carácter generalizado del apartheid que sufre la población palestina, se le permite a Israel “justificar que sus políticas en los territorios ocupados son impulsadas por consideraciones de seguridad, en lugar del despojo sistemático y el robo de los recursos”.
Esta representación del sionismo como un proyecto colonialista y del Estado de Israel como un estado de apartheid también nos señala el camino de solución, concluye Pappé: la descolonización de Israel/Palestina y la sustitución del régimen de apartheid por una democracia con igualdad de derechos para todos sus habitantes, independientemente de su origen étnico o religioso. “Cualquier paradigma que mantenga a Israel como un estado sionista no tiene chance alguna de éxito. Del mismo modo que nos sacamos de encima el apartheid en Sudáfrica, tenemos que sacarnos de encima al sionismo antes de hablar de reconciliación. Ninguna otra solución va a funcionar”.
El pueblo palestino que lleva siete décadas resistiendo el despojo, la discriminación, la cárcel, la represión y el exilio, ya sea en las aldeas asfixiadas de Galilea, en el árido desierto del Naqab o del sur de Hebrón, en los barrios empobrecidos del este de Jerusalén o en los hacinados campos de refugiados de Cisjordania, Líbano, Jordania o Siria, sabe muy bien que el origen de sus males es el sionismo, y que sólo su derrota podrá devolverle su tierra, sus derechos y su dignidad.
[1] Ver sobre todo la obra del geógrafo político israelí Oren Yiftachel: “Etnocracia. Políticas de tierra e identidad en Israel/Palestina” (Bósforo, Madrid, 2011).
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