(George Rudé, Europa desde las guerras napoleónicas a las revoluciones de 1848)
Jesús Jaén, del Movimiento Asambleario de Trabajadores de la Sanidad (MATS). Tomado de Viento Sur
Las dos grandes revoluciones de la historia son, a mi entender, la revolución francesa que se inicia en julio de 1789 y la revolución rusa de 1917. Por encima de la revolución inglesa en el siglo XVII o la de la independencia americana en el siglo XVIII. Creo que ambas marcan en occidente, dos grandes épocas históricas dejando un sello indeleble. Los ecos de la Marsellesa se dejan sentir hasta bien entrado el siglo XIX dando origen a ideologías como el liberalismo, el nacionalismo o el socialismo. Los ecos de la Internacional marcan el siglo XX, al menos como diría Perry Anderson, hasta la revolución portuguesa en 1974.
Ambas revoluciones tiene aspectos comunes y diferencias. Se trata de dos procesos revolucionarios de dimensión internacional que conmocionaron el continente europeo y el mundo. Ambas socavan el Antiguo Régimen y transforman las estructuras políticas y económicas. En Francia surgen un Estado moderno y la Ciudadanía, acabando con los privilegios feudales y con una Monarquía que se creía divina. Además, la burguesía revolucionaria logra el reconocimiento de muchos de sus derechos económicos, fiscales, comerciales o políticos.
Por su parte, la Rusia de los Romanov, último Estado con vestigios feudales en el continente a comienzos del siglo XX, se desmorona como un castillo de naipes, en el espacio de febrero y octubre de 1917. Primero por una revolución política-democrática, y después, por una revolución social que, conducida por Leniny Trotsky, lleva al poder a los Soviets de diputados de obreros, soldados y campesinos.
Hasta aquí las analogías, pero las diferencias de una y otra son sustanciales. Intentaremos adentrarnos en ellas. no como un ejercicio intelectual sino, al contrario, para intentar buscar más explicaciones sobre los motivos de que el proyecto revolucionario de Octubre de 1917 no saliera adelante. Mientras los objetivos de la revolución francesa van triunfando y se van imponiendo a lo largo del siglo XIX, ese no fue el caso de la revolución rusa.
En Francia, la burguesía revolucionaria, representada por los jacobinos en la Asamblea Nacional, llega al poder a partir de 1791, apoyándose en las clases populares (sans-culottes) y golpeando a la antigua aristocracia y a las élites del clero. Después, con el Thermidor, no tiene empacho en sacrificar a Robespierre (como éste hiciera con los girondinos) y abrir las puertas a la reacción (ya no feudal sino de su propia clase); cambiando así la correlación de fuerzas con el pueblo.
A pesar de la Restauración en Europa, la onda larga de la Marsellesa se va a extender con las revoluciones de 1830 y 1848; pero también, con el surgimiento de los movimientos nacionalistas y liberales en Alemania, Italia, España…; o con la nueva cultura del romanticismo, y en lo económico con los principios del librecambismo.
La revolución burguesa lo es, como totalidad, en la medida que una nueva clase social se ha ido adueñando de todos los resortes del poder. A veces, las viejas clases dirigentes como la aristocracia terrateniente inglesa, ya habían adoptado formas de explotación capitalistas en el campo. En otras, se terminarán fundiendo en una sola clase social con los intereses de las burguesías dedicadas al comercio o con las nuevas industrias y; por supuesto también, se desencadenarán violentas guerras civiles a lo largo de todo el siglo XIX. En casi todos estos procesos, la burguesía ascendente, utilizará a las clases populares en su propio beneficio, ya sea a través de los movimientos nacionalistas o liberales; ya sean los sans-culottes, los artesanos de la pequeña industria, los obreros gremiales, los movimientos campesinos o los mismos intelectuales.
El proceso histórico en su conjunto rema a favor de esa burguesía emergente en la medida que las formas de propiedad y las relaciones de producción o intercambio ya habían traspasado las barreras de la precaria economía feudal. Pero sobre todo porque la revolución francesa de 1789 coincide en el tiempo con la revolución industrial iniciada en Inglaterra a partir de 1780 aproximadamente, y que se va a extender –como un reguero de pólvora- a lo largo de las siguientes décadas en la mayor parte del continente y en el norte de los Estados Unidos.
Por lo tanto, no se puede entender el triunfo de la burguesía sin la coincidencia de esas dos revoluciones simultáneas: una revolución política y social con otra revolución económica e industrial, que transformarán los Estados y todas sus fronteras, dando origen al llamado mundo moderno de fines del siglo XIX. Sin embargo, ambas revoluciones no tienen el mismo carácter, mientras la primera es un proceso liberalizador, la segunda, es una nueva esclavitud para los plebeyos que quedarán atados a las máquinas. De ahí la naturaleza contradictoria de los nuevos Estados capitalistas que surgirán por Europa.
Contra todo ese mundo que arderá en llamas en 1914, con el estallido de la primera guerra mundial, se alzarán los bolcheviques y la revolución de octubre de 1917. La revolución rusa triunfa gracias a la gran primera crisis sistémica, pero dentro de ella, el factor subjetivo de la clase obrera industrial y el partido revolucionario jugará un papel de primer orden. Tan importantes como luego serán en el proceso de degeneración y burocratización del Estado soviético. Como diría uno de los más importantes revolucionarios rusos, Rakovsky, no es lo mismo cuando una clase social conquista el poder que cuando intenta conservarlo. Con ello se estaba refiriendo a los cambios irreconocibles del proletariado y del partido bolchevique después de diez años de revolución.
En realidad, la revolución rusa va a ser un parto terriblemente complicado. A las dificultades objetivas de un país con una vasta geografía, se van a añadir otras causas más terribles, como la guerra civil, las derrotas de las revoluciones en Alemania, Hungría e Italia y; principalmente, la burocratización del partido ante el agotamiento de la clase obrera. Una burocratización que a partir de 1927 adquiere rasgos torpemente reaccionarios pero que, a partir de los años treinta, se transforma en una auténtica maquinaria contrarrevolucionaria no solamente en Rusia, sino también en China, Alemania o España. Dando origen a una nueva casta de plebeyos enriquecidos como denunció Trotsky a lo largo de casi veinte años.
Quienes desde el liberalismo burgués o incluso desde la honestidad del anarquismo libertario, han querido encontrar en el origen de la burocratización algunos errores de gran calado por parte de Lenin o Trotsky, creo que están equivocados. Efectivamente tanto Rosa Luxemburgo como Kollontai o Victor Serge (y también los anarquistas), tenían razón al criticar la represión en Kronstadt, la disolución de la Asamblea Constituyente, la carencia de libertades, o la prohibición a los partidos obreros o populistas. Todo eso es cierto, pero hay un gran salto de cualidad entre estos gravísimos errores y la lógica empleada por el estalinismo que no estuvo basada en la extensión de la revolución, sino en la consolidación de una casta privilegiada.
Fernando Claudín, en su libro sobre la crisis del movimiento comunista internacional, nos recordaba que, mientras para Lenin, Trotsky, Radek, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Preobrazhensky, etc, la revolución rusa era solo el preludio de una imprescindible revolución europea (tomando los propios escritos de Marx y Engels cincuenta años antes), no lo era para Stalin o Dimitrov quienes consideraban, seriamente, la posibilidad de construir el socialismo en un solo país y la subordinación de toda revolución nacional a las necesidades de estabilización del régimen de la burocracia.
Estas explicaciones, aceptadas por todos nosotros, me resultan al día de hoy un poco insuficientes. Uno de los aspectos en donde menos indagó el marxismo fue en la diferencia histórica entre burguesía y proletariado; es decir, creo que deberíamos haber profundizado más en las raíces y diferencias entre la posición social que ocupaban las burguesías en el siglo XIX y las clases trabajadoras en el siglo XX. Mientras las primeras estaban ubicadas ya en un lugar avanzado o semi-privilegiado en las sociedades (no en los Estados) del siglo XVIII, y además se beneficiaron enormemente del proceso de industrialización; las clases trabajadoras en cambio siempre ocuparon -y ocupan- una posición subsidiaria o subalterna (como diría Gramsci), que las obliga a realizar un esfuerzo político redoblado.
La posición de fuerza de las clases trabajadoras a lo largo del siglo XX (en los países capitalistas más avanzados) era determinante, pero no lo suficiente como para acabar con el sistema. Solamente la coyuntura internacional entre 1917 y 1923 fue altamente favorable. A partir de ese momento, la relación de fuerzas se fue haciendo más débil incluso después de la victoria contra el nazismo en 1945 donde volvió a plantearse el problema del poder en países centrales como Francia e Italia.
Pero si era complicado alcanzar el poder, más lo habría sido conservarlo. La dificultad objetiva e histórica que enfrenta una clase que tiene que transformar a un mismo tiempo la economía, los resortes políticos y la tradición cultural constituye un acto de consciencia y voluntad, que nada tiene que ver con los movimientos mecánicos de la economía con los que se encontró la burguesía revolucionaria una vez que llevó a cabo su revolución anti-feudal.
Dejamos -por lo tanto- planteadas nuestras dudas. ¿Se volverán a plantear en el futuro las mismas disyuntivas que en el siglo XX? Es posible. Básicamente el problema metodológico sigue ahí; es decir, los sujetos sociales interesados en llevar a cabo una revolución anti-capitalista, ecologista e igualitaria no ocupan un lugar privilegiado en las sociedades actuales. A pesar de que el capitalismo concentra la riqueza y el poder en el 1% de la población, ha demostrado también una capacidad única de integración de otros grupos sociales como las clases medias, el mediano propietario, la pequeña burguesía y los propios asalariados. En esta hegemonía, como diría Gramsci, reside su tremenda fortaleza y no solo en el recurso a una fuerza muy favorable a las élites dominantes.
Mientras tanto, en el otro extremo se encuentran multitudes maltratadas, descontentas e insuficientemente organizadas. Una situación producto de la globalización neoliberal. El proceso de formación de nuevos sujetos anticapitalistas no será fácil. En su enloquecido proceso de concentración y acumulación, el sistema se constituye como su peor enemigo e incompatible con la sostenibilidad del ecosistema.
Pero detrás de las injusticias siempre hay rebeliones o revoluciones. Más que esperar “la revolución que nos gustaría” o el “momento decisivo” concentrado en la toma de la Bastilla o el Palacio de Invierno, me inclino a pensar que las próximas décadas van a ser el fermento o el inicio de unos procesos de acumulación de fuerzas hostiles al capitalismo. Habrá victorias y derrotas. Pero estamos convencidos que siempre surgirán unos levellers, sans-culottes, luditas o proletarios que no aceptarán sin lucha el peso de la opresión.
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