El derrocado presidente de Egipto, Mohamed Morsi, fue condenado el pasado martes [21 de abril] a 20 años de prisión sin derecho a libertad condicional por cargos relativos a la muerte de diez manifestantes. El veredicto se produjo cinco meses después de que un tribunal desestimara las acusaciones contra el predecesor de Morsi, Hosni Mubarak, por la muerte de cientos de manifestantes sublevados contra su reinado de 30 años durante la Revolución egipcia de 2011.
El contraste resulta instructivo. El poder judicial egipcio, presentado como independiente por los funcionarios del gobierno y sus aduladores, se ha desprendido de cualquier asomo de neutralidad.
Durante la época de Mubarak, los jueces demostraban al menos cierto grado de independencia, lo que obligaba al régimen a recurrir periódicamente a tribunales excepcionales como los tribunales militares o tribunales de seguridad del Estado para conseguir las resoluciones que quería.
Los jueces dictan duras condenas de manera rutinaria, no sólo contra quienes critican al gobierno sin pelos en la lengua sino contra cualquiera que sea considerado como una amenaza al régimen imperante. Islamistas, activistas, abogados de derechos humanos, trabajadores de la sociedad civil, periodistas, sindicalistas, estudiantes, niños de la calle y gente de la comunidad LGBT se han convertido todos ellos en objetivo.
Entretanto, la policía y los funcionarios públicos han ido recibiendo una absolución tras otra. Pese a la muerte de cientos de manifestantes a manos de las fuerzas de seguridad, costaría encontrar un solo agente de policía entre rejas. Pese a la corrupción y la violencia rampantes del régimen de Mubarak, los antiguos administradores del gobierno han sido todos excarcelados.
En los embriagadores días posteriores a la revuelta de 2011, la historia de Egipto estuvo en las calles y las movilizaciones masivas supusieron una poderosa fuerza política. Cuatro años más tarde, como periodista que se dedica a la información sobre Egipto, me siento como un reportero que cubre tribunales. Las cárceles están que revientan, los juicios son constantes.
Muchos juicios tienen lugar en una sala de conferencias adaptada en el Instituto de la Policía dentro del complejo de la cárcel de Tora, en proceso de ampliación. No se trata en modo alguno de una sala de vistas pública. Hay tres controles de seguridad para acceder al interior y a menudo sólo se deja pasar a abogados y periodistas. Los familiares deben esperar fuera entre perros policía y tanques del ejército.
El banquillo enjaulado de los acusados que es habitual en las salas de juicio egipcias ha sido equipado con gruesos vidrios insonorizados, lo que hace imposible oír o ver propiamente a los acusados. Durante los recesos, la comunicación con los acusados se lleva a cabo a través de una improvisada lengua de signos.
Durante las vistas, los abogados defensores hacen lo que pueden. Frente a pruebas que se basan de modo casi uniforme únicamente en testimonios de la policía, presentan grabaciones de video y testigos, hacen referencia al Derecho Procesal y citan la Constitución, y pronuncian detallados alegatos finales. Pero sus esfuerzos con frecuencia suponen poca diferencia.
El abogado Mahmud Bilal, que ha pasado meses defendiendo a acusados de tres casos simultáneos, relacionados con las protestas, contempló impotente como todos sus clientes eran condenados a penas que iban de los dos años a la cadena perpetua.
“Mis colegas y yo hemos perdido completamente la fe en el poder judicial, pero lo que hacemos contribuye al menos a desvelar las violaciones que se producen en estos casos y a hacer más difícil que los jueces dictaminen veredictos políticos”, declaró a la agencia local de noticias Mada Masr este mes.
Los fallos recorren la escala que va de lo chocante a lo absurdo.
En las últimas dos semanas, un tribunal concedió a la policía el derecho a prohibir la estancia y deportar a los gays extranjeros, una popular bailarina del vientre fue condenada a seis meses de prisión por "insultar a la bandera egipcia" después de que actuara llevando un vestido con los tres colores de la bandera, 22 personas acusadas de asaltar una comisaría de policía y matar a un agente de policía fueron condenados a muerte, 14 personas fueron condenadas a muerte y 37 a cadena perpetua —entre ellos, varios periodistas y un ciudadano norteamericano— por organizar la oposición al derrocador militar de Morsi.
En estos dos últimos casos presidia el tribunal Nagy Shehata, que se ha convertido en el juez más tristemente célebre de Egipto. Fornido y bigotudo, es famoso por llevar gafas de sol dentro de la sala de juicios. De acuerdo con el periódico Al Tahrir, de propiedad privada, ha condenado a 204 personas a muerte y ha dispensado 7.395 años de cárcel a 534 sólo en cinco fallos. Así justificó Shehata las condenas a prisión de tres periodistas de Al Yasira en 2013: "El diablo les animó a utilizar el periodismo y dirigirlo para actuar contra la nación”.
Pero el problema no se limita a jueces concretos. Es sistémico. Los jueces disidentes han sido purgados; los fiscales están perfectamente de acuerdo.
"Los peores culpables de la erosión de la justicia, de la sociedad civil, de todo lo que hace vivible la vida en Egipto son los de la judicatura", me comentó el renombrado activista y escritor Ahdah Soueif, momentos después de que su sobrino, el destacado activista Alaa Abdel Fattah, fuera condenado a cinco años de prisión por una protesta pacífica. "Ha sido una amarga decepción y noticia que hayan podido destruir la creencia básica que tiene la gente en la justicia porque han decidido que sus intereses se cifran en permanecer junto al régimen. Es increíble".
La judicatura, que actuaba antaño como freno de los impulsos más autoritarios del régimen, se ha convertido en partícipe voluntaria de la represión. Ya no se la considera por encima de la refriega. Cuando Egipto se vea sacudido, si tal cosa se produce, por otra revuelta, bien puede resultar que el sistema judicial sea blanco principal de la ira popular.
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