Llegamos al campamento una mañana de febrero. Se acerca el verano y con él acaban las lluvias y el fango, pero comienzan el sofocante calor, que la sombra de las hojas de palma no consigue aplacar, y el insistente polvo.
Tras horas de carretera desde Tegucigalpa y varios retener militares, llegamos a Tocoa, ciudad principal del departamento de Colón, donde un desvío nos conduce por una vía sin asfaltar. A los lados, hileras de palma africana, cultivo que destroza los suelos fértiles y por cuyo fruto se están tiñendo de sangre las aguas del río Aguán. Pese a la criminalización, a ambas orillas del Aguán han surgido en las últimas décadas movimientos campesinos en resistencia que reclaman su derecho a la tierra y a la reforma agraria.
Al fin llegamos al centro del campamento, donde nos esperan un grupo de tres compañeras del MUCA (Movimiento Unificado Campesino del Aguán). En los últimos años las organizaciones de la Plataforma Agraria del Aguán se han hecho tristemente famosas: denuncian que 115 personas integrantes del movimiento han sido desaparecidas y asesinadas por los militares y los guardias del terrateniente Miguel Facussé, en total impunidad y connivencia con las instituciones públicas.
En Honduras, la reforma agraria tiene reconocimiento legal según el Capítulo III de la Constitución. Las tierras en desuso, sin función social, pueden ser legítimamente recuperadas por los grupos campesinos. En 1992 la Ley de Modernización Agrícola introdujo las reformas que abrían paso a la privatización del campo hondureño, permitiendo la propiedad individual para las tierras agrícolas, antes colectivas. Facussé, como varios terratenientes en otros departamentos del país, comenzó a comprar las tierras a las cooperativas campesinas a través de sobornos a los secretariados de las mismas. Este acaparamiento de tierras, de dudosa legalidad, le ha dado actualmente el control sobre el territorio del Bajo Aguán.
En 2009, en un contexto político marcado por el golpe de estado en Honduras, el MUCA decidió entrar a las tierras que llevaban años reclamando como suyas. Desde entonces, este proceso de recuperación de tierras enfrenta una dura represión por parte del estado y de la seguridad privada de la empresa Dinant. La Operación Xatruch ha militarizado el territorio, y campesinos y campesinas sufren intimidaciones y persecución por parte de la policía, los militares, y los guardias privados que ejercen de sicarios de Facussé.
Nohemy, Lidia y Erlinda juntan unas sillas de plástico y las colocan bajo una sombra entre las champitas[1] de madera. Se preparan para la entrevista y comienzan a hablar mirando a la cámara. Sus miradas reflejan dolor y lucha, cansancio pero esperanza.
La vida en los campamentos es dura. Más allá de las condiciones sanitarias y de la falta de infraestructuras, se saben permanentemente vigiladas, hostigadas, insultadas y amenazadas. Nos cuentan cómo las mujeres participan en las recuperaciones de las tierras junto con los compañeros hombres. Tienen miedo, pero no dejan que el miedo las venza; "seguiremos en la lucha" afirman. Una de sus principales motivaciones es la voluntad de mejorar la vida para sus hijos e hijas, que alcancen a tener una tierra donde cultivar, que puedan estudiar, que sus vidas sean menos difíciles que las de ellas. Muchas se definen como madres que luchan por el bien de sus familias. Preocupadas por la salud mental de sus criaturas, nos cuentan que los niños y niñas se despiertan por la noche creyendo oír disparos y, con temor, se ocultan bajo el colchón.
Las mujeres del MUCA dirigen un mensaje claro a las autoridades: no quieren más inversión de dinero público para incrementar la presencia de militares, sino que ese dinero se invierta en mejorar las condiciones de vida en los asentamientos campesinos.
Frente a esta reivindicación legítima, los medios de comunicación tradicionales del país sólo defienden la postura gubernamental, criminalizando la lucha campesina. Esta campaña de desprestigio utiliza contra las mujeres del MUCA el estigma de “la mala madre”. Ellas ríen con tristeza, “nos llaman guerrilleras, pero lo que somos es campesinas honradas, que defendemos nuestra tierra y luchamos por recuperarla” responden.
Las lágrimas invaden sus ojos cuando recuerdan la violencia militar y cómo han caído compañeros y compañeras: "parece como que lo vuelva a vivir ahora mismo, los niños gritando, las balas vivas a nuestro alrededor". El discurso oficialista niega esta masacre, y minimiza la represión hablando de balas de goma. Nohemy, Lidia y Erlinda sienten como si las vidas de las campesinas del Aguán no tuviesen valor.
Tienen claro que su vida es la lucha, que deben seguir adelante a pesar del miedo y la muerte, para conseguir un futuro mejor. Una vida en paz y libertad, con tierra, con derechos a la salud y a la educación.
Antes de irnos, quieren reafirmar que no pararán hasta recuperar la tierra: "como hondureñas tenemos derecho a un pedazo de tierra, era nuestra hasta que este empresario nos la vino a quitar. Sólo somos mujeres que queremos la tierra para trabajarla, para sembrar y vivir de ello, para labrar un futuro mejor para nuestras familias".
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