- Avanzando hacia el pasado (o retrocediendo hacia delante). Santiago Alba Rico
- Túnez, el escrutinio de la fractura. Seif Soudani
Avanzando hacia el pasado (o retrocediendo hacia delante)
Vista la deriva de las revueltas árabes, destaca la «normalidad» de las elecciones en Túnez. Una normalidad que, como todas, permite todo tipo de lecturas. La buena noticia es que Ennahda (islamistas) ha perdido. La mala, que ha ganado Nidé Tunis (nostálgicos del viejo régimen).
Santiago Alba Rico, en Gara y Rebelión
A juzgar por el destino de los países de la región, debe valorarse como positivo y hasta milagroso el hecho de que Túnez, tres años y medio después de la revolución que derrocó a Ben Ali, tres años después de las elecciones a la Asamblea Constituyente, celebrara el pasado domingo, en relativa calma y con pocas irregularidades, los comicios de los que debe salir el primer Parlamento democrático con la misión de traducir a un nuevo marco legislativo la constitución aprobada en enero por el gobierno de Ali Laraidh. Dentro de un mes, y a doble vuelta, se completará la “transición” con la elección del nuevo presidente de la república.
Los resultados aún no oficiales, pero ya públicos, han confirmado lo que todas las encuestas anunciaban: una reñida lucha en cabeza, muy lejos de las otras 15 fuerzas finalmente representadas en la asamblea, entre el partido “islamista” Ennahda y el partido “laico” Nidé Tunis. Como dicen algunos comentaristas jocosos: la buena noticia es que Ennahda ha perdido; la mala que ha ganado Nidé Tunis.
La fuerza liderada por Rachid Ghanouchi ha perdido 20 escaños respecto de 2013 y más de seis puntos porcentuales (se queda en un 31,79%), pero se confirma como uno de los ejes políticos del país, a pesar del desgaste experimentado en las labores de gobierno, un desgaste que ha hecho casi desaparecer a sus dos aliados de la “troika”, el izquierdista Congreso por la República del todavía presidente Moncef Marzouki (que ha pasado de 29 a 5 diputados) y el socialdemócrata Bloque por el Trabajo y las Libertades, encabezado por el presidente de la Asamblea Constituyente Ben Jaafer (de 20 a un solo diputado).
La victoria ha correspondido a Nidé Tunis (38% y 84 diputados), la fuerza promiscua creada por el provecto Caid Essebsi, exministro del interior de Bourguiba en los años 60 (implacable con la izquierda tunecina) y miembro prominente del partido RCD de Ben Ali. Su partido, en efecto, recoge toda clase de restos del pasado: la herencia bourguibista, pecios de los gobiernos del dictador depuesto e intelectuales islamofóbicos que confunden democracia con occidentalización. Su campaña electoral se ha hecho a la contra, hasta el punto de que el propio Essebsi declaró en vísperas de los comicios que “todo voto que no se emitiera a su favor era un voto en favor de Ennahda”. Pero el voto de Nidé Tunis no ha sido un voto islamofóbico -cuestión que moviliza sólo a élites de derechas y de izquierdas- sino un voto fóbico en general: miedo a la inseguridad, al terrorismo, a la guerra civil, al golpe de Estado, a la precariedad económica, problemas todos que una parte de los tunecinos, sobre todo clases medias urbanas, atribuyen a la troika que gobernó desde octubre de 2011 hasta el pasado mes de enero. La nostalgia casi tangible de Ben Ali y, más atrás, del paternalismo de Bourguiba, se inscribe en este aura de temores alentados desde unos medios de comunicación partidistas y por una oposición política -de derechas y de izquierdas- que ha coqueteado a menudo, durante los últimos tres años, con el golpe de Estado. Muchos de los votos que ha recibido Nidé Tunis, que no existía en 2011, proceden, en efecto, de los aliados de Ennahda o del propio partido islamista, lo que demuestra que la cuestión laicismo/islam ha incidido muy lateralmente en los resultados.
La elegancia democrática con que Rachid Ghanouchi, el líder de Ennahda, ha aceptado el resultado y felicitado a su rival se suma a la mansedumbre con que el partido islamista, tras las presiones más bien irregulares de la oposición, el sindicato UGTT y la UE, dejó el gobierno, el pasado mes de enero, en las manos del gabinete “tecnócrata” de Mehdi Jumaa. Da la impresión de que el fracaso regional del proyecto turco-qatarí de los Hermanos Musulmanes, con el retorno de la dictadura militar en Egipto y el golpe del coronel Haftar en Libia, ha obligado a Ennahda a asumir un perfil bajo, muy pragmático y de orgullosa responsabilidad democrática. Se diría que el resultado electoral contenta un poco a todos: a Ennahda, que en estos momentos prefiere poder a gobierno; a la derecha laica tunecina, que naturaliza el retorno de los viejos peones de las dictaduras; y a la UE y EEUU (con Arabia Saudí al fondo), que pueden negociar con un islamismo domesticado y con una dictadura “democratizada”. El hecho de que ninguno de los dos partidos mayoritarios tenga la mayoría absoluta casi obliga (son muchas las voces que lo reclaman) a la formación de un gobierno de unidad nacional.
Quien no está contento, sin duda, es el pueblo tunecino. Los que han votado lo han hecho sin emoción y un poco a la contra, en el marco de una confrontación menos política que electoralista. El bipartidismo de derechas (una derecha “islamista” un poco más social y una derecha “laica” ultraliberal) ha devorado casi todo el espacio ideológico, si exceptuamos a una izquierda radical, reunida en el Frente Popular, que obtiene 15 diputados con un poco más del 5%: un resultado exiguo, por debajo de las condiciones económicas y sociales del país, castigado por el paro y la inflación, y que permitirá intervenir poco, pero que aúpa al Frente a una visibilidad prometedora. El Frente Popular ha hecho exactamente lo contrario de lo que correspondía a la situación: ha combinado viejos discursos demagógicos con oportunistas concesiones de fondo y ha dejado escapar varias ocasiones, en los últimos tres años, para convertirse (con el apoyo de la UGTT) en una fuerza de cambio. Ahora tendrá que afirmar su equidistancia frente a todas las derechas para aprovechar el previsible desgaste de los futuros gobiernos.
El pueblo tunecino no está contento, como lo demuestra sobre todo la altísima abstención: de los 8,3 millones de personas en edad de votar sólo se han inscrito en el censo 5 millones y de estos 5 millones sólo han votado 3.120.000, lo que indica que más de 5 millones no han participado en los comicios (en torno al 60% de la población). Junto al boycot activo de los salafistas y de los movimientos sociales (algunos de cuyos militantes fueron detenidos mientras repartían folletos a favor de la abstención), puede decirse que el malestar económico y el desencanto político discurren en paralelo a la normalización democrática consensuada en las alturas. Ese malestar y ese desencanto, como bajo la dictadura, alimentan las contracciones individualistas, la emigración clandestina y el aventurerismo yihadista. Hay sin duda motivos para sentirse aliviado en Túnez, y hasta contento, pues el pasado vuelve de manera sólo homeopática y está obligado a pactar con nuevas élites, lo que aleja de momento las amenazas consumadas en otros países de la región; y porque un poco de democracia formal es siempre mejor que una dictadura real, en la medida en que las formas también cuentan a la hora de organizarse y acometer cambios de fondo. Pero estas elecciones, si son un paso adelante por el solo hecho de haberse celebrado, anuncian también algunos pasos atrás -hacia el pasado con el que quiso romper la revolución de Enero de 2014.
Túnez, el escrutinio de la fractura
Habrá un antes y un después del 26 de octubre de 2014. Es posible que esta fecha clausure todo un ciclo histórico marcado por el “despotismo ilustrado”, “la revolución del jazmín” e incluso por lo que podríamos llamar “el golpe de Estado democrático”. Aparentemente pacífica, la historia política tunecina no deja de estar marcada por episodios violentos. Es probable que lo uno y lo otro esté pasando en este mismo momento ante nuestros ojos: es la restauración del antiguo orden, una especie de traición suave y discreta a los mártires del 14 de enero.
La “mayoría silenciosa” de la que se habla desde el escrutinio de 2011 sin duda ha cambiado de campo. En cierto modo, es el partido tunecino de la “Kobba” (la cúpula de el-Menzah) el que ha ido menos a votar esta vez, como entonces lo hizo el partido de la Kasbah. Sea como sea, desde el domingo, todos los miembros de la burguesía jaranera festejan con bocinazos de alegría, a menudo los mismos que tres antes “lloraban por Túnez”.
El fuerte sesgo regional de estas legislativas es innegable: dominación de Nidaa Tounes en el norte y el Sahel, supremacía de Ennahdha en el sur y un codo a codo Nidaa/ Ennahdha en el centro. Si se confía en la realidad de las viejas democracias establecidas, la identidad geográfica del voto en sí misma no tiene por qué sorprender demasiado. Salvo que en las democracias occidentales, la bipolarización, aunque se manifieste con divergencias regionales, tiene por objeto dos proyectos económicos y sociales distintos, es decir, radicalmente opuestos.
En este caso, ¿estamos en presencia de una dicotomía? Nidaa Tounes, el “partido de los mausoleos”, el de los versículos coránicos citados continuamente por su jefe, el de la “providencia divina” de Khaled Chouket y el del “Islam tunecino” estilo preferencia nacional, ¿es un partido anticonservador? La derecha tunecina socialmente confusa encarnada por este partido cofunde incluso a los medios franceses que suelen etiquetarlo con los términos inadecuados de “laicismo” y “secularismo”.
Totalmente ausente del discurso de Nidaa Tounes como no sea en la forma de extraño ornamento retórico, la revolución de la dignidad brinda una guía de lectura muy pertinente cuando uno se asoma para observar las lealtades de unos y otros a este acto fundacional de la balbuciente democracia tunecina.
En efecto, ¡qué ironía de la suerte que el emblema del partido sea una palmera, el árbol símbolo de un Sur tunecino ferozmente hostil respecto de Nidaa Tounes (7,7 % en Tataoine)!, el Sur de la cuenca minera que puso en marcha la dinámica revolucionaria en 2008. La imagen de cierto desencanto; por otra parte, Sidi Bouzid tiene el índice de participación más bajo: el 47,7 %.
Aunque la circunscripción de Kasserine, la del monte Châambi, es la excepción sudista –con tres escaños para Nidaa y otros tres para Ennahdah–, no parece haber escapado a la instrumentalización del irracional miedo al terrorismo.
En cuanto a los neoliberales de Afek, campeones de la privatización, duplican el número de votos obtenidos en 2011.
Si bien el Frente Popular sale del apuro y limita los daños con sus 15 escaños hasta el momento en que escribimos estas líneas, el hecho de que la principal formación de izquierdas se encuentre en la parte baja del clasificador –cuarto– muestra el estado de la clase política. Sobre todo, el Frente ha sido superado por la UPL, una especie de sucursal política caricaturesca de las empresas y fondos financieros del solitario Slim Riahi. Un populismo berlusconiano sintomático del fracaso de unos actores políticos incapaces de proponer una alternativa que saque el país de la lógica de la lucha de los derechos y las identidades.
Porque el escrutinio del 26 de octubre no es tanto una sanción de la troica sino más bien una reconfiguración profunda del tablero de juego sociopolítico asfixiado por el dinero poco limpio y el machacamiento mediático que ha matado cualquier pluralismo antes de que dejara el huevo: Ettakatol, ningún escaño; el CPR, cuatro escaños; y sus escisiones, al-Massar, ningún escaño; al-Joumhouri, un escaño; Tahalof, un escaño; son otros tantos partidos prestigiosos en camino de una desaparición programada.
La nítida victoria de Nidaa Tounes es como mínimo una victoria del pragmatismo en un país que todavía está en la etapa constituyente. En el contexto nacional esta victoria se traduce desde ya en la liberación sin remordimientos del discurso nostálgico. En el internacional, tendrá consecuencias tan inmediatas como reaccionarias que permitirán el aumento de la influencia del eje Emiratos-Egipto en la región y la reanudación de unas relaciones normalizadas con el régimen de Bachar al-Assad, con un Mohsen Marzouk presumiblemente a cargo del Ministerio de Asuntos Extranjeros.
Optimista, Béji Caïd Essebsi, que apunta hacia la concentración de poderes de cara a las presidenciales, pide “dos años de paz social para realizar las reformas económicas”. Si Ennahdha consigue “vender” el gobierno de unión nacional a sus bases, será el fin de la Primavera Árabe en nombre de la estabilidad y el consenso. Si, en cambio, se entra en una tensa cohabitación, una calle agitada, una juventud timada y unas regiones desengañadas, es posible que la situación vaya rápidamente hacia el callejón sin salida de un país ingobernable.
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