A principios de diciembre del año pasado, activistas sirios hacían circular por las redes sociales la noticia de la muerte de Amer Zaza como consecuencia de la tortura. Zaza había sido detenido un año antes por el régimen de Bashar al-Assad en su casa del barrio de Rukkeddine, en Damasco.
Layla Martínez, en Diagonal. Foto: Grafiti de Juventud Revolucionaria Siria en Damasco
Desde su detención, había permanecido encarcelado en paradero desconocido, sin ningún tipo de garantía legal y sin contacto con su familia, que había podido encontrarle gracias a la información de algunos de sus compañeros de prisión. Estos mismos internos informaron de las torturas constantes a las que era sometido, que finalmente acabaron con su vida. La causa de la detención de Zaza era su pertenencia a la Juventud Revolucionaria Siria, un colectivo de izquierda radical fundado en los comienzos de la insurrección, en el año 2011. Sin embargo, su nombre no era el único que los internos habían dado. Junto a él, habían sido detenidos otros seis activistas del mismo colectivo. Actualmente se sabe que al menos cinco de ellos han sido asesinados en sesiones de tortura.
Con la detención de los siete activistas, el régimen de Al-Assad buscaba acabar definitivamente con un colectivo que había perseguido desde su creación. Fundado por un grupo de activistas de Rukkeddine, La Juventud Revolucionaria Siria expresaba una visión política clara que iba mucho más allá de las demandas de democratización del Estado. Mientras los grupos liberales y los islamistas moderados hacían llamamientos ambiguos y peticiones vagas, la Juventud Revolucionaria Siria mostraba una visión clara de la justicia social que tenía como demandas centrales la sanidad y educación gratuitas, la igualdad de género, la liberación de los Altos del Golán y el fin de la ocupación de Palestina. Su posicionamiento estuvo claro desde las primeras protestas que organizaron en la capital siria, donde las demandas de pan, gasolina y una vida digna eran inseparables de las que pedían la caída del régimen y la libertad política, y donde los nombres de los mártires palestinos y los lemas a favor del fin de la ocupación se coreaban junto con los que se solidarizaban con las ciudades sirias rebeldes que permanecían cercadas.
A medida que el levantamiento avanzaba hacia su militarización, la Juventud Revolucionaria Siria peleaba por mantener la base popular de la rebelión, sin negar la necesidad de la lucha armada. Aunque apoyaban al Ejército Libre Sirio, frecuentemente desplegaban pancartas criticando las violaciones de derechos que cometían algunos de los grupos armados de la oposición, enfrentándose a muchos de ellos. Además, se posicionaban en contra de la intervención extranjera en el conflicto y de la división del país, una de las posibles consecuencias de la guerra civil.
El intento por mantener la base popular de la rebelión se encauzaba a través de la organización de protestas y manifestaciones en Damasco, la distribución de panfletos, la realización de pintadas, la publicación de textos y comunicados que analizaban la realidad política y social y la difusión a través de internet de su discurso y acciones. El colectivo fue ganando presencia hasta alcanzar su punto máximo a mediados de 2012, cuando activistas de Homs, que ese momento permanecía sitiada, crearon un grupo de la Juventud Revolucionara Siria en su ciudad.
Sin embargo, el crecimiento del colectivo y su posicionamiento radical alertaron al régimen de Al-Assad, que lo convirtió en objeto de una persecución política extrema. Si se observan los vídeos de sus protestas en 2012 es difícil reconocer a un manifestante que no haya sido encarcelado, asesinado o desplazado desde entonces. El secuestro y asesinato de los siete de Rukkeddine era solo el punto culminante de una escalada represiva que ha durado más de tres años y ha supuesto el encarcelamiento, la ejecución y el exilio de casi todos los miembros del colectivo, que prácticamente ha desaparecido.
Esta represión se ha visto favorecida por el aislamiento del grupo debido a su posicionamiento crítico y radical. Su negativa a recibir financiación externa y sus críticas a algunos grupos de la oposición les convirtieron en uno de los pocos colectivos civiles que resistían sin ser domesticados por la mentalidad de las ONGs o secuestrados por intereses externos. Mientras los medios del Golfo retransmitían sin descanso los vídeos de las manifestaciones con eslóganes sectarios o las peticiones de intervención extranjera, las protestas y las acciones de la Juventud Revolucionaria Siria solo se publicaban en el canal de YouTube del grupo, a pesar de que sus acciones tenían lugar en el corazón de la capital siria y conseguían reunir a un mayor número de gente.
Por otro lado, la persecución constante impidió que el colectivo creciese y se extendiese a otras ciudades más allá de Damasco y Homs. Esto hizo que las acciones dependiesen demasiado de sus miembros fundadores, lo que implicó que cuando estos fueron arrestados, asesinados o forzados a abandonar el país, el activismo del grupo quedó seriamente dañado. Además, la sobreexposición de estos activistas los hizo muy vulnerables a la represión de las fuerzas de seguridad, que los persiguieron sin descanso y los asesinaron uno a uno.
La Juventud Revolucionaria Siria ha pagado un precio muy alto por su posicionamiento profundamente crítico y radical. Sin embargo, desde Occidente, el recuerdo del grupo no debe ser un mero acto de nostalgia por la Primavera Árabe o un lamento por lo que nos hubiese gustado que fuese la revolución, sino una muestra de que la situación en Siria es mucho más compleja de lo que los medios nos enseñan. El discurso oficial nos presenta la guerra civil como un conflicto que enfrenta a dos bandos, el régimen de Al-Assad y la oposición islamista, que tendría en el Estado Islámico el máximo exponente de la barbarie musulmana. Como sucede cada vez que se trata un conflicto en lo que conocemos como mundo árabe, la explicación queda reducida a la dimensión religiosa, ignorando conscientemente todas las demás. Uno de los ejemplos más claros es el conflicto palestino-israelí, donde muy pocas veces entran en el análisis variables como la explotación laboral a la que son sometidos los palestinos por parte de los israelís o el interés de estos últimos en ocupar determinadas zonas por sus recursos hídricos –por ejemplo, los Altos del Golám- y no por su interés religioso.
La presentación del mundo islámico como una unidad monolítica responde al interés de crear un enemigo que permita justificar la invasión y el saqueo en los países árabes y la represión y el recorte de libertades en los países occidentales. Al explicar cualquier conflicto únicamente mediante la variable religiosa, esa unidad se convierte además en algo inasimilable, en un otro distante y lejano que nunca podemos llegar a comprender. Eliminar del análisis factores como la clase social, el género, la economía, la ideología, la cultura o los intereses internacionales contribuye a eliminar la multiplicidad, destruyendo la capacidad de identificarnos con el otro, de ver en él dinámicas sociales, políticas y económicas similares a las nuestras. Esto no quiere decir que el factor religioso no deba ser tenido en cuenta, pero sí que presentarlo como la única variable importante responde a intereses que tienen que ver con la dominación, el control y la represión de la población tanto dentro como fuera de los países árabes.
El ejemplo de la Juventud Revolucionaria Siria no solo es una muestra de la complejidad de una guerra que va mucho más allá del binomio régimen/islamistas, sino también de la multiplicidad del mundo árabe, que no puede ser explicada únicamente por su dimensión religiosa. Cualquier intento de reducir la realidad árabe a una unidad monolítica es un intento por extender la dominación.
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