“El peligro amarillo que amenaza a Europa puede definirse de la forma siguiente: ruptura violenta del equilibrio internacional sobre el que está actualmente establecido el régimen social de las grandes naciones industriales de Europa; ruptura provocada por la brusca, anormal e ilimitada competencia de un inmenso país nuevo”. El economista Edmon Théry expresaba así horror en su libro El peligro amarillo… en 1901.
El mundo ha cambiado mucho desde entonces, pero el fantasma permanece. Salvo que entonces China era entonces víctima de imperialismos rivales. Hoy es el “taller del mundo”. La “primera mundialización” capitalista vio el triunfo de Occidente. ¿Verá la de hoy su declive? ¿Se puede seguir hablando de imperialismo? Una confusión extrema, políticamente deletérea, reina hoy en las conciencias.
El peor de los métodos es la miopía, aislar tal o cual hecho de una visión clara del conjunto. Es una comodidad que permite a unos extasiarse sobre el fin del imperialismo (y por qué no, un “imperialismo al revés”: ¿no inunda China Occidente de productos industriales?); a otros afirmar la persistencia, tal cual, del imperialismo descrito por Lenin en 1916 (¿no sigue Occidente interviniendo militarmente en los cuatro rincones del planeta?). Entonces más vale ir directos a lo esencial: puesto que el imperialismo de la “Belle époque” era la forma que tomaba entonces la mundialización capitalista, ¿cuál es el imperialismo de “nuestra mundialización”?
La economía capitalista conoció una primera ola de internacionalización a finales del siglo XIX. Tras la Primera Guerra Mundial, las relaciones económicas internacionales se dislocaron de forma duradera, y la recuperación de la internacionalización fue bastante lenta tras 1945. La importancia del comercio exterior en el PIB mundial solo volvió al nivel de 1913 ¡en 1973! Luego las cosas se ampliaron rápidamente.
Pero lo que vivimos desde hace treinta años no es un simple retorno a la mundialización de 1900, justo a un nivel más elevado. El proceso es diferente. Hace poco más de un siglo, la Europa industrializada se puso a exportar masivamente capitales, por un lado hacia los “nuevos países europeos” (Estados Unidos, Canadá,…), por otro, hacia colonias o semicolonias. A los primeros Europa exportaba también sus hombres y mujeres (60 millones de europeos abandonaron el “viejo continente” durante el siglo XIX) y, con ellos, las relaciones capitalistas más avanzadas. Pero en los otros, agrarios y pobres, se trataba sobre todo de construir infraestructuras para robarles sus recursos naturales, inundar sus mercados con productos industriales occidentales (o japoneses), o atrapar a sus estados con deudas infinitas.
Los países bajo tutela, estrangulados financieramente, eran invitados a entrar en el juego “beneficioso para todos” del libre cambio con la metrópoli colonial. India lo pagó caro. Su artesanado textil fue arrasado por la competencia de las manufacturas inglesas, y el país, lejos de industrializarse fue “incitado” a especializarse en sus “ventajas comparativas”, por ejemplo la producción de opio que se podía cambiar por el té chino, para gran desgracia de los dos pueblos y beneficio de la City. La distancia de la renta media entre India e Inglaterra, era de 1 a 2 en 1820 y pasó de 1 a 4 a finales del siglo XIX.
¡Se comprende porque los países que conquistaron (realmente) su independencia tras 1945 se apresuraron a menudo a cerrar sus fronteras para lanzar su propio proceso de industrialización! Pero fue en gran medida un fracaso. Sufrieron un estancamiento en el momento en que los grandes polos de la economía capitalista mundial (Europa, Estados Unidos, Japón) así como los “tigres asiáticos” conocieron un fuerte crecimiento durante más de dos decenios; los gobiernos de los países pobres, entre la muerte de Mao hasta la caída del Muro de Berlín, volvieron casi todos a la gran mesa del mercado mundial. El capitalismo mundial pudo apoderarse rápidamente de inmensas regiones del globo, precisamente cuando sus capitalistas estaban cada vez más ansiosos por encontrar puntos de inversión fuera de sus economías que perdían el aliento de los Treinta Gloriosos, e intentaban internacionalizar cada vez más sus negocios. Estos gobiernos estaban sin duda acorralados. O muy deseosos de entablar fructíferos negocios con las multinacionales sobre las espaldas de sus pueblos. Pero el capitalismo y los gobiernos de los países ricos tenían algo que ofrecer a algunos, más allá de la especialización en la producción de bananas y muebles de bambú o la depredación financiera pura y dura.
Una mundialización “productiva”
Una verdadera ofensiva política (“neoliberal”) de determinados gobiernos (Reagan, Thatcher…) en los años 1980 se combinó con un ramillete de estrategias de diferentes actores del capitalismo para cambiar radicalmente el mundo en dos decenios. La globalización financiera ha permitido circular a los capitales (casi) por todas partes y ha puesto en competencia, de hecho, a los trabajadores, los Estados y los sistemas sociales de todo el planeta.
Las multinacionales, apoyadas en esta libertad reencontrada del capital financiero, han invertido masivamente en algunos países suficientemente grandes como para aparecer como futuros mercados apetecibles y suficientemente pobres para ofrecer una mano de obra barata (México, China). Han “segmentado” a nivel mundial sus cadenas de producción, para aprovecharse mejor de las ventajas de cada tipo de país (bajos salarios en China, componentes intermedios en Taiwan, investigación en los Estados Unidos, por ejemplo). Esta nueva división mundial del trabajo solo fue posible porque los países ricos abrieron sus fronteras, incitando a sus multinacionales a desplazar sus capacidades de producción y al capital nacional de ciertos países pobres a orientarse hacia industrias de exportación /1.
La industria mundial se ha dirigido masivamente de los países de la OCDE hacia los grandes países emergentes, China a la cabeza. Durante decenios, los “emergentes” conocieron tasas de crecimiento más elevadas que los países desarrollados. Según el FMI, la parte en el PIB mundial de los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) ha pasado del 5 al 21% entre 1992 y 2013 (Estados Unidos, del 27% al 23%, la Unión Europea del 33% al 23%).
¿En beneficio de quién? La burguesía-burocracia china ha sacado muy bien las castañas del fuego, otros también. De Río a Shanghai, estamos lejos de las burguesías “compradoras” del tiempo de las colonias, pálidas intermediarias de la explotación de sus compatriotas por los capitalistas occidentales o japoneses, que les soltaban de paso una comisión.
Pero más en general, centenares de millones de seres humanos han visto que se les ofrecían nuevas perspectivas gracias a esta industrialización, la más impetuosa de la historia. La pobreza ha retrocedido, y mucho, en un cierto número de esos países emergentes. Pero ha sido con todos los horrores del capitalismo, con la explotación brutal de los trabajadores, con desigualdades enormes y con un saqueo del medio ambiente, puesto que Occidente y Japón al mismo tiempo que sus fábricas han deslocalizado sus tubos de escape.
Chinamérica
Ya no estamos por tanto en la época del imperialismo tal como lo describían Lenin o Rosa Luxemburgo. Los países más desarrollados no son ya forzosamente exportadores de mercancías ni siquiera de capitales, sino a menudo importadores netos. El ejemplo más llamativo, que además es el corazón de la economía mundial es Chinamérica: los bienes de consumo manufacturados en China que se esparcen por el mercado de los Estados Unidos hacen aumentar su déficit, que el banco central chino contribuye a financiar en gran medida … comprando bonos del tesoro del Estado americano.
Si se contemplara el imperialismo como un mecanismo forzosamente depredador de los países agrarios por parte de las potencias capitalistas industrializadas, a través de la exportación de mercancías y luego de capitales del “norte” hacia el “sur” (criterio central del imperialismo moderno para Lenin!), no se entendería nada…
El reino de las multinacionales…
Sin embargo han sido las multinacionales de los países desarrollados las grandes organizadoras de esta nueva mundialización. Han organizado la producción internacional para maximizar sus ganancias, encontrar una mano de obra más barata en un país, pagar menos impuestos en otro, gozar de personal más calificado y de tecnologías más avanzadas en otros… Desde este punto de vista es interesante calcular los beneficios del comercio internacional en términos de valor añadido. Los Estados Unidos, que importan todos sus iPhones de China, declaraban en 2009 un déficit comercial de 1,9 millardos de dólares con China, pero solo de 73 millones de valor añadido (¡contra 680 millones respecto a Japón y 300 respecto a Alemania!). Las ganancias van primero y sobre todo a accionistas americanos. El par de zapatillas Nike vendido a 75 dólares en los Estados Unidos, significa 3 dólares como media para los obreros indonesios que lo producen. Esta mundialización es una palanca formidable para presionar, poniéndoles en competencia, a los Estados y los sistemas sociales tanto en los países ricos como en los países pobres.
Vivimos más que nunca en la era de los grandes oligopolios, aunque por otra parte se entreguen a una competencia renovada sin cesar. Todas las multinacionales intentan tomar posiciones dominantes para impedir la irrupción de nuevos competidores: mediante las economías de escala, la especialización de las diferentes etapas de la producción, la conquista de rentas de situación – rentas tecnológicas, títulos de propiedad intelectual, monopolios simbólicos. El principio monopolístico “the winner takes it all” (el ganador se lleva todo, como se dice en el póker) tiene sus símbolos, Google, Nike o Barbie: cabellos sintéticos japoneses, plástico filipino, ensamblaje indonesio… y como resultado un triste símbolo americano, la rubia de plástico.
… y la política de los Estados
Ahora bien, los Estados desarrollados, también “presionados”, han apoyado con entusiasmo este proceso de apertura de las fronteras para las mercancías y los capitales. Nunca se habría hecho sin ellos. Normal, ¿no es, para los marxistas, uno de los rasgos más importantes del imperialismo desde el comienzo del siglo XX, la unión de las “élites” políticas con los trusts industriales y financieros?
Pero hay que mirar más allá: los gobiernos occidentales y japonés están al servicio no solo de las multinacionales, sino también de la dinámica general de “su” capitalismo en su conjunto, al servicio de todos los poseedores de fortunas y de todos los patronos. Incluso los que poseen salones de peluquería o garajes. Sin embargo las importaciones masivas de bienes a bajo precio, que están en las estanterías de WalMart, permiten contener el salario de los trabajadores americanos, y hacer bajar el “coste del trabajo”, subir la tasa de explotación “en su propio suelo”. Los déficits del Estado americano se añaden para dinamizar el consumo doméstico y la actividad económica. Los Estados Unidos son el ejemplo más logrado de lo que ha ocurrido en todo el mundo desarrollado.
Nos hemos alejado del imperialismo de la época de Lenin, porque el imperialismo ha cambiado de formas (y a veces los flujos de sentido), pero nos hemos alejado todav-ía más de un mundo “plano”, sin naciones dominantes y dominadas, sin explotación de las poblaciones de los países pobres por el capital de los países ricos, sin grandes oligopolios dominando la economía mundial.
También debemos decir adiós a un cierto “tercermundismo”, que tuvo su momento de gloria cuando había aún un “tercer mundo”, un conjunto de países (la mayoría de la humanidad) que no era ni el bloque soviético industrializado ni el bloque capitalista desarrollado. Esta corriente de ideas tuvo el mérito, sumándose así a las diversas corrientes del marxismo después de 1945, de denunciar el saqueo y la opresión de los pueblos de los países pobres por el capital de los países ricos.
Pero en los años 1960 y 1970 “tercermundista” servía también para designar no solo una solidaridad, sino también la opinión de que países actualmente pobres no podrían jamás “desarrollarse” en un marco capitalista, que solo la revolución socialista podría sacarles de su extrema pobreza, y cambiar profundamente la jerarquía de las potencias. La emergencia (sin duda caótica) de países gigantescos, que va acompaña da una vez más de todos los horrores del capitalismo “en desarrollo”, y el advenimiento de China (capitalista) como “gran potencia (política y económica) pobre”, conduce a relativizar estos pronósticos… En cuanto a la idea de que los obreros del norte habrían sido hasta tal punto beneficiarios de la explotación de los proletarios del sur, que no podrían decididamente ser ya la “clase revolucionaria” esperada, hoy está claro que aunque proletarios occidentales puedan gozar de cacao y textiles más baratos “gracias” a la opresión del tercer mundo, los mecanismos de la mundialización actual sirven también para hacer bajar sus salarios y explotarles aún más.
A la inversa, saludamos la solidaridad de las burguesías de (casi) todos los países. Esta entente es ciertamente relativa, pero más pacífica que en tiempos de las colonias. Se hacen la competencia y se enfrentan, pero no se hacen ya la guerra por los recursos y los mercados. Y todas las grandes fortunas, incluso (a veces especialmente) de países económicamente marginados, comparten más o menos la gran olla común de las finanzas globalizadas.
Un mundo inestable y violento
La coexistencia (relativamente) pacífica de las potencias capitalistas no impide sin embargo que el mundo capitalista sea inestable. Pues en su libre juego el capitalismo reduce a la miseria regiones enteras, engendra una crisis ecológica enormemente importante, y no armoniza las economías y las condiciones de existencia. Las polariza. La renta media de numerosos asiáticos ha alcanzado muy parcialmente a la del Occidente, pero miles de millones de personas viven en barriadas de chabolas, los países más pobres son aún más pobres y en todas partes estallan las desigualdades. El capitalismo sigue siendo una gran centrifugadora.
Tanto más en la medida que la mundialización actual es profundamente ambivalente. Ha mezclado cosas muy nuevas (el cambio de la industria mundial) con cosas muy antiguas, pues la depredación imperialista “estilo antiguo” no ha desaparecido en absoluto. La trampa de la deuda continúa estrangulando a pueblos enteros. Numerosos Estados (y sus criminales castas dirigentes) han aceptado planes de ajuste estructural del FMI, vendido sus empresas nacionales en rebajas y entregado sus recursos naturales a multinacionales extranjeras. Estas diferentes formas de expoliación han devastado decenas de países (los años 1980 fueron el “decenio perdido” en América Latina, una epidemia de “Estados fallidos” y guerras civiles continúa barriendo África)… antes de volver a golpear la “periferia” de la propia Europa.
El libre cambio ha reducido a la miseria a centenares de millones de campesinos de los países más pobres del planeta. La “oportunidad” del mercado mundial se ha transformado en tragedia en numerosas ocasiones. En 2008, hubo tal subida de los precios agrícolas en un mercado que se había hecho mundial que las poblaciones de las grandes ciudades africanas no podían comprar ya su arroz tailandés o americano, mientras que los productores de cereales locales habían sido desde hacía tiempo excluidos del mercado de las ciudades por la competencia de los granos de los países más competitivos (o más subvencionados).
Competencia exacerbada, desigualdades monstruosas, “agujeros de aire” geopolíticos, crisis por venir… ¿Cómo gobernar este gran desorden mundial?
Necesidad de Estado, deseo de derecho
En primer lugar, los Estados cuentan más que nunca. Son el brazo armado de los intereses de sus capitalistas y, para los más ricos y más fuertes, los garantes del orden financiero indispensable para el capitalismo. La crisis de 2008 lo ha recordado una vez más. Es cierto también para los Estados de los países emergentes. No son los Estados débiles y entregados a todos los vientos del liberalismo los que han podido insertarse mejor en la nueva estructura del capitalismo mundial. Ha sido el Estado chino heredero de la revolución maoísta, unificado, nacionalista y armado, el que, a cambio de su mercado potencial y de su mano de obra, se ha mostrado capaz de negociar (poniendo en competencia socios e inversores) aperturas de mercado, instalaciones de capacidades productivas, transferencias de tecnología.
Estamos muy lejos del Imperio de Hardt y Negri, que profetizaba una “tierra plana” entregada a la libertad total de un capital transnacional independiente de los Estados, levantándose solo, sin mediaciones políticas, frente a la “multitud”. El imperialismo de hoy, es más bien un mundo dominado por la actividad de las multinacionales y del capital financiero, pero estructurado por un sistema de Estados que se hacen la competencia y cooperan. Hay una especie de “imperialismo colectivo” que se apaña, bien o mal, para garantizar la seguridad de los intercambios, de las inversiones, de los flujos de materias primas y de energía, a veces mediante la fuerza más brutal.
Este sistema está jerarquizado. En su cima: los Estados capitalistas más ricos y más fiables (no solo para su propia burguesía, sino para las fortunas del mundo entero). En lo más alto, el Estado americano. Su hegemonía no se mide por sus partes de mercado en el mundo. Es la clave de bóveda de todo el sistema: su poderío garantiza la libertad de los “flujos” financieros y materiales, su mercado financiero “líquido y profundo” es un refugio para todos los capitales inquietos, su moneda equilibra todos los pagos. Por supuesto, el imperialismo americano se hace pagar sus esfuerzos sobre la bestia, ejerciendo su derecho deseñoreaje (derecho económico que se reservaba al príncipe o soberano por la fabricación de moneda; ndt) por su política monetaria y financiera, abusando de su fuerza militar para intereses “egoístas”. Pero ni Japón ni Europa (que no existe) quieren discutir con él. Pekín y Moscú no pueden hacerlo más que de forma marginal. Todos, por supuesto, no dudan si es preciso en usar los armamentos más terribles para su política.
Y en lo que se refiere al Estado, el capitalista cuenta con él pero desconfía de él. La democracia puede ser peligrosa para el capital financiero y las multinacionales. La dictadura también: camarillas incontroladas pueden querer hacer que todo cambie en su propio beneficio, o hacer “demagogia”. Las buenas constituciones están hechas para desvitalizar la democracia, contener al pueblo. Estado fuerte sí, pero que no pongatrabas a los negocios.
Lo anterior también es cierto para las relaciones económicas internacionales. Los capitalistas, hostiles a las reglamentaciones (sociales, medioambientales, sanitarias, etc.) que ponen trabas a su libertad de producir, invertir y explotar, las reclaman para asegurar sus inversiones en los países extranjeros, garantizar la apertura de las fronteras y el derecho a repatriar sus ganancias, limitar los impuestos, proteger la propiedad intelectual. De ahí la especie de internacionalismo jurídico descarnado de las multinacionales, que se traduce en la puesta en pie de organizaciones internacionales como la OMC, y la negociación de los tratados de librecambio. Como el tratado Tafta (TTIP) en curso de discusión entre la comisión europea y las autoridades americanas que intenta nivelar por abajo las normas comunes a las dos riberas del Atlántico, y someter a los estados a tribunales arbitrales internacionales, a los que pueden dirigirse las multinacionales. Los grupos farmacéuticos habían alcanzado ya grandes niveles de cinismo batallando a finales de los años 1990, en el seno de la OMC, para impedir la producción de los medicamentos genéricos por los países pobres, lo que significaba prohibir las <href=”#la-triterapia”>triterapias de decenas de millones de enfermos de SIDA.
Así, incluso bajo la apariencia de “derecho”, la barbarie imperialista causa estragos en nuestro mundo.
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