Carlos Alberto Ruiz Socha *, en Rebelión
1. Exordio
Ante el anuncio hecho en La Habana el 12 de mayo de 2016 (Comunicado Conjunto #69, ver en www.mesadeconversaciones.com.co), este artículo pretende, tras una veda no del todo voluntaria de siete meses, retomar una reflexión y propuesta que se vio truncada sobre diversos temas, como la relación entre el proceso de paz y la justicia más coherente posible, que distinga la rebelión, sus obligaciones (veridicción y jurisdicción autónomas) y derechos (amnistías e indultos), diferenciándola radicalmente del fenómeno de la criminalidad sistemática perpetrada por el Estado y sus élites.
Se inscribe de nuevo con enfoque crítico frente al seguidismo reinante en varios campos, entre ellos el posicionamiento del acuerdo sobre justicia firmado hace cinco meses (15 de diciembre de 2015), que, no obstante su propaganda o fuerza mediática vendido como un pacto idóneo, ha sido objeto de autorizadas y fundamentadas observaciones por la impunidad que genera para crímenes del terrorismo de Estado.
Este escrito se refiere de entrada a un asunto aparentemente coyuntural sobre el cual se registra mucha agitación, pero que es de largo y profundo aliento: la estabilidad y seguridad jurídica de los acuerdos suscritos en La Habana.
Por lo tanto, este breve discernimiento se hila desde una fundamentación actual y futura de cierta especificidad, concerniente a un concepto del que mucho se habla y se hablará: el “blindaje” de los acuerdos, cuestión de apariencia jurídica, relativa a las formas y niveles de juridicidad que dotarán de vigencia y por lo tanto de exigibilidad los diferentes deberes emanados de un tratado de paz. Ciertamente importante e ineludible dicho ejercicio, se plantea adicionalmente trascender las celdas de la lineal racionalidad jurídico-positiva, fijando igualmente la atención en dos flancos: en el curso contradictorio de lo que acontece y debe ser intervenido ya mismo, pues unos son los compromisos estatales firmados y otras las decisiones opuestas que se aplican, lo cual es ya un indicador fiable de las tendencias que deberían neutralizase a renglón seguido, so pena de un devenir escabroso en el conflicto; y en un segundo plano apoyando la matriz de resolución procesual que se proyecta en la hipotética participación, traducción y asunción social de los acuerdos, que propone el ELN.
Para intentar explicarme lo aludido en cuanto al blindaje, acudo a un símil familiar en un país como Colombia, donde no decae el negocio de las armas, de las amenazas y de las caravanas de escoltas. Allí, conforme a la importancia asignada al figurante protegido, es menor o mayor el blindaje de los costosísimos autos en que se movilizan políticos, empresarios y otros en su correspondiente turno. Capas de última generación tecnológica, de plástica y metálica seguridad en ostentosas camionetas-caparazones, deberían resistir proyectiles o explosivos de diferente calibre y fuerza. Se habla del nivel 3 para los menos importantes. Y del nivel 7 para los de más arriba.
Exactamente así parece el proceso de paz cuando se define la fórmula más adecuada, el mayor blindaje posible, para el estatuto jurídico-político de los acuerdos de La Habana entre Gobierno y FARC-EP, de tal manera que ese blanco en movimiento resista con diferentes capas, que constituirían un escudo del máximo nivel; un blindaje que haga frente a los embates actuales y futuros de quienes hoy desde la extrema derecha buscan acabar jurídica y extrajurídicamente con esta histórica tentativa o persiguen hacer de las conversaciones y sus resultados una frágil presa, conducida a trampas y mallas del statu quo, donde es probable caiga entera, habiendo acabado así con la rebelión, sin que nada sustancial cambie.
2. Continuum y fracturas
Fue en el giro que hizo en 2010-2011 el ex ministro de Defensa de Uribe, Juan Manuel Santos, tomando el relevo para relegitimar al Régimen tras la puesta en escena de la trama mafiosa y paramilitar de su ex jefe, cuando se determinó, ya en la Presidencia, que era insostenible e inconveniente mantener el exabrupto del total negacionismo. Si no se reconocía la guerra, no había normas que ampararan nacional e internacionalmente acciones y campañas estatales de orden bélico, que tanto ya habían realizado en conjunto, como las que estarían por venir. La lectura era básica: debía reconocerse el conflicto para ese fin de blindaje jurídico propio, de sí, y para encausar o envolver acercamientos inteligentes y estratégicos hacia su resolución política y no sólo militar, como ya se había ensayado en otras épocas. Por ello Santos fue perfilando un discurso y un obrar conforme a los cuales el conflicto armado sí existía; y sí existían sus víctimas, dijo, expidiendo una ley (1448 de 2011), mientras, entre varios pasos, fue retomando contactos y señales hacia la guerrilla de las FARC-EP.
Hoy se busca igualmente blindar al objeto, que es el continuum del proceso de pacificación y sus compromisos formales, mientras el contexto y la ruta, a mi modo de ver, en la que se desliza esta iniciativa loable de que se cumpla la palabra, es todavía peligrosa y está aún demarcada en parte por las limitantes de unos actores y de unos contenidos. En esa trayectoria prefigurada no era ni es quimérico esperar etapas fangosas o cenagosas, en las que previsiblemente pugnan las partes desconfiando una de la otra al tener que optar por un modelo de compromisos y por lo tanto renunciar a previas definiciones estratégicas, intentando rescatar el Estado ahora mismo sus reglas originales y fundantes de “legitimidad” sin cambios palpables, alegando un señorío constitucional y normativo para el posterior refinamiento de la letra en la “legalidad santanderista” (en referencia a Santander contra Bolívar). O sea, como ya lo explicamos, la propensión a privilegiar el dictado de la ley, la supremacía de la ficción jurídica y de una soberanía teórica, con la posibilidad de negar simultáneamente las perentorias necesidades de transformación de la realidad política.
Algo distinto es un proceso de paz en el que el revestimiento no sólo debe ser jurídico en la cúspide estatal y en la Carta Política ya dada, por arreglo de las partes, sino paralelamente social, político y cultural para fracturas que conlleven empujes de emancipación: donde “el blindaje” no es intermedio ni final, ni sólo en los preceptos del bando estatal, sino que debe darse desde el comienzo y en el avance mismo con la convergencia de actores y escenarios plurales que aseguren un equilibrio en el diagnóstico de la problemática y en la progresión tangible de medidas para superarla; en que la perfidia históricamente empleada por los de arriba resulte no improbable pero sí altamente costosa; donde lo pactado se comienza a hacer realidad; que no se burle sin consecuencias lo que se ha suscrito.
Algo así como la analogía adaptada de la dinámica que nos representa el efecto de la bola de nieve: el cuerpo no es ajeno a su recorrido, está en movimiento, gana fuerza y se nutre de su camino. Una paz no diferida sino eficaz y transformadora, por lo tanto con una coraza no figurativa ni vertical, sino procesual y colectiva, consensuada, progresiva, horizontal y de verdadera ruptura del continuum histórico de exclusión.
Por supuesto siempre habrá riesgos y poderosos intereses que traten de acabar ese colosal ensayo democratizador de finalizar la guerra y sus causas, o al menos humanizarla mientras concluye.
3. Urgencia de humanizar
Lo paradójico del momento es que se habla con propiedad y pose de autoridad sobre el derecho internacional humanitario (DIH) para brindar y blindar acuerdos, mientras el Estado de nuevo desecha propuestas para regular la guerra.
Ese objetivo legítimo de limitar el conflicto armado, aparece otra vez, más que como una posibilidad, como una exigencia de encadenamiento de la guerra a la paz, para lo cual debería esgrimirse precisamente ese instrumento natural, el DIH, en medio de un conflicto armado que podría ya mismo frenarse en seco, si el Estado se comprometiera al cese al fuego y de hostilidades, como sí se apresta a ello la insurgencia, las FARC-EP y el ELN.
Sin embargo, eso no sucede porque en la coyuntura el Estado busca enrostrar pírricas victorias militares e imponer como constante su presunción de superioridad, legitimidad y legalidad, incurriendo en una injustificable evasiva al trampear temporalmente la nueva Mesa ya pactada con el ELN, plantando el Gobierno tributos unilaterales, cargando condicionantes no dialogadas, no plasmadas en el Acuerdo del 30 de marzo de 2016 (http://www.rebelion.org/docs/210632.pdf). Pide que el ELN deje de efectuar retenciones o privaciones de la libertad que realiza eventualmente, sin que el Estado se comprometa a lo similar, a algo semejante, o a dejar de ejecutar a su vez graves prácticas, desde bombardeos indiscriminados hasta tratos crueles y degradantes, como la dejación de su obligación de salvaguardar la vida y salud de los presos políticos que mantiene por centenares en condiciones execrables.
Clamar por aliviar el sufrimiento humano es también lo que de alguna manera se produce, por ejemplo, al condicionar acertadamente las FARC-EP sus siguientes pasos en la fase que viene en La Habana, a que se paralice ya mismo al paramilitarismo y se verifiquen procedimientos para su desmonte. Es lo que esperan del Estado los insurgentes que harían tránsito a la legalidad y los movimientos sociales u organizaciones populares azotadas por la guerra sucia, que deben no sólo acudir a un proceso de paz sino configurarlo de modo más auténtico. No es una visión maximalista. Es lo que está pactado. Y es de vida o muerte.
De no hacerlo, de no demandarse radicalmente un combate frontal a esas estructuras paramilitares e investigarse y detener a empresarios y políticos que son sus promotores, al menos eso, el nivel de blindaje formal del proceso puede ser 7, puede aumentar a innovadores grosores, se puede estampar mil veces la firma en el documento del 12 de mayo de 2016 sobre compromisos para elevar a supremo rango constitucional los acuerdos, mientras en realidad quien expone su vida en el proceso organizativo popular carece de mínimas garantías y su blindaje es de menos 3.
Aunque existan declaraciones de pulida sintaxis, existe engaño probado o mera pacificación cuando quienes deben preservarse y constituirse en sujetos participativos y seguros en el despliegue de las reformas mínimas, siguen siendo baleados o desaparecidos. No son dos discusiones distintas. Es la misma materialidad vista desde diferentes ángulos. No tiene sentido, salvo en la exaltación kelseniana, hablar sólo de blindajes jurídicos, sin que se verifiquen pasos transformadores para las mayorías populares.
4. ¡Confianza no!; ¡certezas!
“Es ésta una época bastante extraña, por cierto; pero los hombres pueden interpretar las cosas a su manera, en sentido contrario al de las cosas mismas…”. Son palabras de Cicerón en Julio Cesar (Acto I), de Shakespeare. Obra que trata de la traición y la justicia en la dictadura en la Roma de los augurios. Calfurnia (o Calpurnia) ha interpretado señales, presagios, le dice a su esposo Cesar que no vaya al Capitolio, que evite ser asesinado: “Vuestra prudencia es anulada por vuestra confianza”. Y así mismo el sofista Artemidoro intenta advertir a Cesar: “La confianza abre el camino a la conspiración” (Acto II).
En Colombia, donde presiden los ejemplos, quizá no hace falta citar a Shakespeare para comprender la trama de la traición. No es la Roma de las profecías sino el Macondo de los hechos no atendidos a tiempo. Es mortal el exceso de confianza en instituciones de una democracia sostenida mediante el genocidio y los crímenes de lesa humanidad. No es el reino de la casualidad sino más bien el universo de la causalidad lo que debe ser estudiado a partir de métodos de deconstrucción, para remover obstáculos objetivos que hacen imposible la paz transformadora. Es por eso apenas razonable, enteramente responsable, no confiar en el sofisma o la ficción de instituciones o burocracias que además de relegar el análisis científico de la realidad social, atentan contra quienes emprenden procesos participativos para el cambio. Por consiguiente, es legítimo que se demanden certezas y cumplimiento verdadero de un proceso de paz con justicia.
Más que una simplificada lucha psicológica y moral, estamos ente la política dramática de un orden que firma pero no cumple lo pactado. Comenzando por su propia Constitución Política.
Muchos olvidan que el drama de Colombia no es la falta de más leyes y de una mejor Constitución, existiendo una que si se cumpliera sería la de un país en paz con justicia, aunque la aspiración de ampliarla sea válida en todo caso; sino que la tragedia consiste, precisamente, en que esas fabulosas normas de derechos humanos se violan por hechos realizados en primer lugar por quien legisla y gobierna, y sigue, pese a todo, dando lecciones de derecho internacional.
En ese sentido, la confianza en las promesas del sistema puede de nuevo ser letal. De ahí que resulte enteramente justificado asegurar de todas las maneras posibles que lo acordado se obedezca. No se trata ni siquiera de afectar lo que el poder-deudor previamente al diálogo ha asegurado como inviolable: sus arcas y sus doctrinas. No es nada intrigante o alevoso, sino apenas sensato por mera pulsión, por razón epistemológica de causas y soluciones, con fundamento en certidumbres de una paz dinámica. Es reflexivo y propositivo que se piense e invite a lo siguiente (cito extractos):
“La verdadera paz tiene que irse manifestando en la transformación de la realidad del conflicto; la paz no puede ser un ejercicio académico, que simplemente pensamos que mañana puede ser, pero ¿si no es?... tenemos que demostrar un camino cierto, y ese camino cierto tenemos que transitarlo de la mano con la gente, o sea es un proceso político (…) abrir un proceso político que nos conduzca a la democratización de Colombia… (…) una sociedad de derechos… no se puede engañar a la sociedad ofreciendo garantías cuando los derechos no se cumplen (…) nosotros no vamos a avanzar en las conversaciones con base en la confianza, eso es un absurdo… la paz no se puede construir sobre confianzas sino sobre un camino de certezas; la confianza nacerá sobre hechos acumulativos, de certezas que se van dando en la realidad; ahí va a nacer la confianza… primero yo veo en la realidad el cumplimiento como una certeza, es lo que va a permitir generar confianzas” (palabras del Comandante militar del ELN, Antonio García, en entrevista concedida al diario El Espectador en diciembre de 2015. https://www.youtube.com/watch?v=-m-jCEsw7wY).
Si bien la negociación de muchos aspectos concierne a ambas partes contendientes, hay esferas de realidad que remiten a otros sujetos, a los actores sociales, en tanto las agendas de diálogos se refieren a causas objetivas del conflicto. Significa que deben generarse sin dilación los accesos propicios de participación, para realizar lo que es en sí un gran diagnóstico participativo, tomando prestado el concepto de la metodología en ciencias humanas y sociales o atrayendo hacia la producción cultural el método científico o viceversa. La gente no está sólo para refrendar un soleado o lluvioso domingo de elecciones o de plebiscito, sino que debe poder estar en las definiciones de su futuro. Las formaciones políticas de resistencia y transformación de una realidad impuesta por una verticalidad dominante y por el inmovilismo, junto a los movimientos y organizaciones sociales, que en Colombia subsisten pese al terrorismo de Estado, son no sólo testigos sino hacedoras-es de caminos. Para ello, en lugar de un proceso de ofrecimientos a futuro por el Estado, por una parte, mientras invita a la insurgencia a ceder en cuestiones claves que están en su condición rebelde, es posible pensar en un modelo para la solución troncal que se ha delineado, la cual es política, para que esa guerra terrible sea superada mediante el consenso, no desligando paz y justicia.
Se trata de potenciar un paradigma “cremallera”, de cierre del conflicto halando de ambos lados, tirando de esa pieza central que los une, que es el proceso de paz con cambios, vigoroso, para que encajen las piezas de un lado y del otro. Ese es el largo y seguro proceso histórico de cierre, que va más allá de la reciprocidad de efecto, pues implica las voces de los contendientes, su corresponsabilidad en pasos ciertos, por supuesto, pero correspondencia histórica con la sociedad y sus expresiones de avance, que en sus contradicciones aspira tramitarlas sin violencia: sin violencia de ningún lado.
5. Lecciones de artificios
En la política y su violencia se expresan en diferentes dimensiones los espejos de seguridades e inseguridades propias del “caos psíquico” al que Cornelius Castoriadis se refería estudiando a profundidad la constitución de lo humano y su propuesta de autonomía y emancipación relativa frente a las instituciones y sus procesos históricos. Y no es diferente cuando el Derecho entra en escena con sus recetas y sus formatos de protocolización de una solución pacífica como parte de lo instituido y no todavía de lo instituyente.
En nuestro caso se trata en realidad de algo quizá más simple de lo que podamos pensar con los titulares de prensa en la mano: la rebelión nació y se ha mantenido en Colombia por razones vitales, entre las que está la desconfianza de la que pende la vida. En un ciclo determinado, no se creyó más en quienes gobernaban, ni en sus aparatos ni en sus leyes. Y lo que luego se plasmó fue más represión, castigo y negación. Ahora, cuando con esos mismos gobernantes se busca pactar una salida política al conflicto armado, quienes dejarán la rebelión fijan sus ojos en factores reales de amenaza, en lecciones de artificios y experiencias de incumplimiento, y piensan que es ineludible - por ello lo exigen con razón - que se blinde el Acuerdo con cuantas capas de compromisos y mecanismos jurídicos y políticos sea necesario, para que haya “efectos vinculantes”, para que existan grillos de garantías y acatamiento de lo firmado; de que “la paz negociada” se mantendrá atada a unas reformas básicas el mayor tiempo posible; que sea “sostenible y duradera”.
Estamos ante ese cuadro hoy mismo y era previsible contemplarlo mientras se elaboraba en un largo transcurso de desequilibrios y tensiones por inseguridades y desconfianzas lógicas, que se fueron aparentemente resolviendo pero que volvieron una y otra vez a brotar segmentadas o acumuladas, como lo demuestra la secuencia general que se ha reflejado: lo que no se obtuvo como mandato en el desgaste de la guerra, en una suerte de “empate negativo”, se intentó plantar con imperativos por el Estado y con prevenciones racionales por la insurgencia, con el acotamiento y control compartido de una agenda en unas conversaciones que tenían sentido en la hipótesis de un final exitoso asumiendo que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”(punto VI.10 del Acuerdo General de 2012); lo que no se ha construido y articulado directamente en los diálogos de La Habana y su pública dialéctica, o se ha dejado pendiente, es ahora maniobrado con reservas y vacilaciones, combinando diferentes recursos políticos tapizados luego con enunciados jurídicos, intentando dar coherencia a las piezas maestras del puzle de un acuerdo final bajo principios de necesidad con tiempo reducido y por lo tanto de negociación y reciprocidad cerradas.
Lo que nos deja otra ecuación compartida: lo no logrado sin ambages por las partes conforme a sus (in)capacidades o límites, estará siendo objeto de indefectible apertura, transferido o endosado a sus sectores sociales y políticos de referencia, donde cada parte incide para que refuercen o tomen el relevo de propuestas, ya sea para que exijan cambios significativos (bloque popular) o para que sofoquen el clamor por dichos cambios (bloque dominante en sus poderosas y siamesas expresiones: las más retrógrada y la menos).
De ahí que esté ligada por ahora la discusión sobre dicho carácter vinculante de los acuerdos de paz a las formas de seguridad jurídica hechas de arriba hacia abajo, no de abajo hacia arriba, en conexión con las fórmulas negociadas en la Mesa para la aprobación ciudadana o refrendación, y con los instrumentos derivados que se tendrán para la implementación de lo firmado (punto 6º del Acuerdo del 26 de agosto de 2012). Es decir, ya es una premisa que deba persistir la desconfianza para mantener la puja, que haya nuevas batallas nacidas de esa incertidumbre fraguadas por interpretaciones y juicios de subjetividad en los cálculos de apuestas sin cambios.
Prevención que sólo se irá disolviendo para el poder instituido cuando se desarme del todo la guerrilla de las FARC-EP y re-afirme el Establecimiento una histórica y concluyente correlación de fuerzas con sus múltiples recursos de cooptación que diluya a los sujetos alternativos. Y para el poder constituyente que no acaba de nacer, en el otro lado, será en otra dirección: cuando las certezas (hoy casi nulas) emanen nítida y sólidamente, no de un modelo de negociación con la contraparte, sino de procesos de transformación objetiva, en los que los poderes populares no sólo participen sino que sean en sí mismos evidencias de autonomía y concurrencia en un paulatino advenimiento, pruebas vivientes de los acontecimientos de democratización.
6. Un personaje cafre
Todo ello es preciso soñarlo, y para esa lucidez de la utopía es necesario también cuidarse de la ya avanzada “prostitución del espíritu” a la que se refería igualmente Castoriadis, más en un país como Colombia donde es gloriosa la impunidad de crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado. Ante esa plaga, el papel de Fiscal General no es marginal. Ni lo es el de altas Cortes de encumbrados magistrados. Se supone administran justicia: investigan, acusan, sentencian. Gran tarea cuando se vive la expectativa de un proceso de paz que aún no ha producido cambios sostenidos para las víctimas de esa violencia estatal o paraestatal tan abundantemente documentada, y aun así tan necesaria de continuar escudriñando para destapar la verdad de la guerra sucia, la cual se pretende ocultar por diferentes sectores.
Por eso debo recoger por honestidad un dato no marginal, referido a quien tenía esa responsabilidad como Fiscal, hasta finales de marzo de 2016: Eduardo Montealegre. No sólo terminó muy mal evaluado por parte de la opinión pública, por su mediocridad e ineficaz gestión de cuatro años, por su derroche de recursos públicos en espurios contratos millonarios con asesores turbios (véase casos de Natalia Springer o Baltasar Garzón), sino por ser más un figurón preocupado por el protagonismo político en salones de élites, en titulares de prensa e imágenes de televisión. En lugar de ser un juicioso, competente y ecuánime funcionario en pie de lucha contra la barbarie pasada y presente proveniente del poder instituido, operó como continuador de esa estrategia organizada en el Estado como magno aparato criminal del que derivaba su sueldo: mirar para otro lado mientras se readecuaban estructuras paramilitares, respecto de las cuales las instituciones no reconocen ni su paternidad ni tener hoy algo que ver. En días pasados el Gobierno vuelve y juega al Scrabble para memos, llamándolas Bacrim (bandas criminales) o GAO (Grupos Armados Organizados), como si fueran del todo creaciones ajenas, cuando deben su actual poderío a las articulaciones en el terreno con mandos militares y policiales que prestan acciones y omisiones eficientes.
Dichos aparatos no se explican únicamente por las maquinaciones y alianzas de políticos y empresarios que las auspician para el control territorial en función de negocios y proyectos de poder local, regional y nacional, sino que han retoñado con ímpetu sangriento porque hubo estructuras judiciales complacientes en la práctica, en estos últimos cuatro años precisamente, que no efectuaron inteligentes investigaciones penales de contexto y sobre crímenes de sistema, que no averiguaron decidida y radicalmente por los máximos responsables del paramilitarismo ni los llevaron a estrados.
Es costumbre en Colombia, país de “mutilados mentales” o de “cafres” (como decía el político liberal Darío Echandía hacia la mitad de siglo XX), que en su afán trepador, quien huye de las pruebas de sus responsabilidades oficiales, se reposicione con nuevos pantallazos y aplausos posando de justiciero y consejero. Dos son las noticias por las que en estos días de la segunda semana de mayo de 2016 se le recuerda a Montealegre en tales roles. Primero la más reciente: haber dejado sustanciado un espurio expediente de “macroimputación” a la comandancia del ELN por supuestos cientos y miles de crímenes (hay que ser un poco estúpido para no darse cuenta de cómo se busca presionar puerilmente al ELN para que acepte dócil someterse mediante esta minuta y suscribir por desesperación la cuestionada justicia especial para la paz); y segunda faena -positiva- de Montealegre: en su último día como Fiscal haber pedido a la Corte Constitucional que dé status de tratado internacional a lo pactado en La Habana.
Corresponde esta inclinación progresista de una parte del Establecimiento en la que están desde Santos hasta Montealegre, pasando por miles de pacifistas de última hora, a la necesidad ciertamente reformista y de relegitimación de largo plazo, para que la extrema derecha con la que anida y que invaluables servicios totalitarios prestó a la actual cúpula reformadora en el poder – extrema derecha que se perfila de nuevo con gran fuerza en la disputa interna para un reparto de conquistas–, el llamado Uribismo, no destroce los resultados estratégicos de una solución negociada que habría de manera eficaz extirpado políticamente el alzamiento rebelde y que habría sido lógicamente funcional a la modernización del modelo dominante. Para ello se requieren unos cambios en la estructura jurídico-política.
7. El desenlace
Esta plausible idea de blindaje, que a juicio de muchos condensó de manera rápida y oportunista Montealegre protagonizando fugazmente el debate tras la noticia de la presentación de dicha demanda ante la Corte, pretendió o de hecho abrió camino mediático para el ya citado Acuerdo del 12 de mayo de 2016 firmado entre FARC-EP y Gobierno, que versa sobre la necesidad de que se superpongan sofisticados blindajes, como los de las camionetas en el símil mencionado.
Que al introducir los actos políticos como actos jurídicos, existan menos riesgos, dotándoles de un rango superior en la jerarquía de la juridicidad estatal y de un encaje internacional igualmente significativo. O sea que todo aquello que se estime debe estar protegido, cuente con garantías efectivas de carácter sistemático y preceptivo, siendo conveniente asegurar que la palabra empeñada por el Estado sea cumplida. Noble pensamiento que ha conducido al asesinato de miles de activistas sociales y políticos populares y de izquierda que, contrario a funcionarios de doble cara, sí han tenido coherentemente esa convicción de que un Estado de Derecho debe cumplir y han exigido que las instituciones acaten lo mandado.
En efecto, se trataría de que la Corte homologue o certifique judicialmente lo firmado en La Habana como un tratado de paz, acudiendo a la figura alegada del “Acuerdo Especial” previsto como mecanismo en el derecho humanitario (artículo 3º común a los Convenios de Ginebra de 1949 y 6º del Convenio III de 1949), es decir, usando una herramienta que tiene la finalidad de que se respeten las normas de la guerra en la guerra.
Esta utilización fue lo que se anunció en La Habana como manifiesto institucional para incorporar lo pactado a la normativa, quedando sólo en parte desplazado el eje de lo que será objeto de conocimiento por dicha Corte, no por lo pedido por el ex Fiscal sino por el control o pronunciamiento de constitucionalidad de reformas constitucionales y legales que le corresponde, de lo producido en el torrente de las negociaciones, medidas que la extrema derecha probablemente impugnará, o también algunos sectores que querrán que los acuerdos en su acoplamiento cumplan con obligaciones internacionales y nacionales de derechos humanos.
Acudir el DIH en este caso es una paradoja evidente que representa una prueba más de cómo el Derecho es moldeable y cómo cuando hay voluntad política puede desmontarse gran parte de su armazón y abstracciones. Pues acudir a reglas y dispositivos de humanización de la guerra cuando ésta por definición ya se ha zanjado mediante un acuerdo final de paz, es cuando menos estrambótico. Siendo el objetivo, como es plenamente legítimo, que lo firmado tenga los mayores mantos posibles de blindaje. Eso no debe estar en discusión.
Exactamente es lo que está concebido y nos enuncian Gobierno y FARC-EP: que necesariamente habrán blindajes nacionales de alto nivel, de estrato constitucional, en cuyo trámite participan coordinada y prontamente todos los órganos del poder público instituido (Congreso, Ejecutivo y aparato judicial a través de la Corte Constitucional), asumiendo lo convenido como Acuerdo Especial de DIH; y unos blindajes internacionales muy importantes ya aplicados en otros países como Mali (2015). Así, la previsión es que se “efectuará una declaración presidencial con forma de declaración unilateral del Estado colombiano ante el Secretario General de las Naciones Unidas, citando la resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas del 25 de enero de 2016, pidiendo al Secretario General que se dé la bienvenida al Acuerdo Final y lo relacione con la Resolución 2261 del Consejo de Seguridad del 25 de enero, generando un documento oficial del Consejo de Seguridad, y anexando a dicha Resolución 2261 el texto completo del Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. Recordemos que tal Resolución fue concebida para vigilar y verificar la dejación de las armas y formará parte del mecanismo tripartito que vigilará y verificará el cese del fuego y de las hostilidades bilateral y definitivo.
También se refuerza con una vía de especie notarial: “el Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera firmado como Acuerdo Especial en los términos del artículo 3 común a los Convenios de Ginebra de 1949, se depositará, inmediatamente tras su firma, ante el Consejo Federal Suizo en Berna o ante el organismo que lo sustituya en el futuro como depositario de las Convenciones de Ginebra”.
8. Lo que nos espera
Si tiene o no naturaleza de Tratado con vocación de permanencia o estabilidad en virtud de la finalidad, por los derechos colectivos transados y por los contenidos históricos nominados entre partes iguales que ostentan representación, que se postulan con calidad contratante en el propio proceso del acuerdo; si debería blindarse todavía más dicho Acuerdo Final asignándole a tal rango supra-nacional consecuencias específicas dentro y fuera del país; si es sancionable el incumplimiento y neutralizables internacional y nacionalmente las amenazas a dicha seguridad jurídica; si se desnaturaliza o no la razón de ser del DIH, incorporándole materias económicas, sociales o políticas que no le son propias… todo ello será materia de debate en los próximos meses... y años.
Discusión que tendrá que articularse a las propuestas que los movimientos sociales y populares esperan desarrollar sobre las potencias y engranajes de base transformadora para asegurar así mismo condiciones en una correlación de fuerzas positiva hacia procesos constituyentes de nuevo tipo, que, tras siglos, podrían corresponder en el caso colombiano a esa clasificación que nos enseña Gerardo Pisarello (2014) sobre viejas experiencias anteriores al siglo XX: creación desde abajo; ruptura constituyente como impugnación del poder despótico; como aspiración a la independencia política y como demanda existencial de los excluidos.
Por ahora, lo que tenemos como tentativa y lo que hoy es visible en el papel, es una negociación en la que se reconoce una tramoya institucional, lo instituido, lo constituido, y se aplaza o se reserva lo instituyente o constituyente, a su vez en trance de fragmentación o acaso de reorganización.
Así mismo se tendrá que decantar lo que el Presidente Santos concluye y estipula:
“A las Farc, por supuesto, les interesa que los acuerdos se mantengan, se garanticen, que no va a haber cambios, y al Gobierno también, porque al fin y al cabo los acuerdos se hacen entre dos partes, y las dos partes estamos interesadas en que se cumplan: que haya estabilidad y que se garantice su permanencia en el tiempo. Al haber aceptado estos procedimientos también las Farc reconocen por primera vez nuestra Constitución, nuestras leyes y los poderes que emanan de nuestra Constitución… porque las Farc venían desconociendo la Constitución, es más, combatiéndola, desconociendo los poderes del Estado. Y lo que hacen en este momento es todo lo contrario: es reconocer la Constitución, el Congreso de la República, porque es a través del proyecto de acto legislativo que se va a permitir la inclusión de todo el punto de las víctimas, de la jurisdicción especial para la paz en nuestra Constitución; es un paso muy muy importante… también hay que resaltar que a través de estas decisiones queda prácticamente asegurado lo que le habíamos prometido a los colombianos: una línea roja… que no va a haber como sistema de refrendación una Asamblea Nacional Constituyente… hacemos votos para que muy pronto también se resuelva el punto que tiene que ver con el cese al fuego definitivo entre las Farc y el Gobierno… por supuesto, es seguido por el procedimiento de la dejación de las armas, y eso querrá decir el fin de la guerra, el fin del conflicto armado, el fin de las Farc como grupo armado… Las Farc están reconociendo nuestra democracia, nuestra institucionalidad, nuestra Constitución, nuestras leyes y los poderes que emanan de esa Constitución” (Declaración del Presidente Santos desde Londres, el 13 de mayo de 2016. Cfr. http://es.presidencia.gov.co/Audios).
9. ¿Y con ELN?
Quien esto escribe, como muchos y miles, defiende el blindaje pactado entre Gobierno y FARC acudiendo al DIH, por convicción no tanto jurídica pero sí moral y política en este imperioso malabarismo; y si fuera necesario también que se acudiera a cuanto exorcismo o contorsión ideológica y epistemológica fuera necesaria para que el Establecimiento esta vez sí cumpla, y dé la cara por sus responsabilidades, no sembrando de más desgracias el país. Por supuesto se suscribe ese fin plausible.
Pero una vez puestos y expuestos en el común propósito de acabar la guerra, ¿por qué no se esfuerza Santos en cesar las hostilidades y operativos militares pactando ya mismo esta medida con el ELN, como esta insurgencia lo plantea? O al menos dar señales de que entiende de verdad el DIH, y no por especulación o retórica; que acoge en serio el derecho internacional que hoy se invoca para suscribir pactos como el del 12 de mayo en La Habana, más cuando cientos de presos políticos y prisioneros de guerra de ambas organizaciones rebeldes están siendo objetos de tratos degradantes.
La tesis de que vale cualquier medio discursivo o fundamentación jurídica, en este caso el planteamiento o la ideación que usa el DIH y que se basa en sus prerrogativas, no para regular, humanizar o limitar la guerra, sino para darla por finalizada, conlleva la pregunta que también deberá intentar responderse: si valió para ello legítimamente el DIH, si vale para esto, ¿por qué no pueden y deben el Estado y la insurgencia del ELN firmar un Acuerdo Especial que sí responda a su fin primigenio de limitar los efectos de la confrontación? Es decir humanizar el conflicto armado dado que el Gobierno Santos lo incentiva negándose a un cese al fuego y de hostilidades bilateral.
Existiendo reparos de forma y fondo a la forma jurídica adoptada en La Habana, como algunos juristas expertos lo indican distinguiendo tratados políticos de paz de tratados de regulación de la guerra, lo cual es lo de menos; siendo legítimo en todo caso por su finalidad lo que se firmó en La Habana, insisto, menos amonestaciones de consistencia habría no sólo en materia ética -por lo que es urgente regular e intervenir- sino en lógica jurídica, si el Gobierno pactara ya mismo con el ELN lo que esta guerrilla llamó, hace ya casi treinta años, un Convenio por la Vida.
En la carta que los Comandantes Manuel Pérez Martínez y Nicolás Rodríguez Bautista enviaron al ex presidente Alfonso López Michelsen el 5 de febrero de 1989, le dicen: “le hablamos a usted como uno de los voceros de la clase que hoy gobierna este país; le planteamos, desde la otra orilla, desde la orilla de las fuerzas populares, que intervenga para que busquemos un acuerdo para humanizar la guerra, que acudamos a los Tratados de Ginebra y al Protocolo de San José de Costa Rica como fuente del derecho humanitario. La Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar ha venido reiterando su voluntad de hacer un Convenio por la Vida (…) acudimos a un convenio directo con el gobierno, y como se acostumbra en estos casos, con presencia de organismos internacionales… queremos hablar, queremos participar en acuerdos concretos en torno a la humanización de la guerra. Porque no queremos permanecer impasibles frente a la guerra sucia. Porque de las violencias que cruzan el país y lo martirizan, no se escapan a la dialéctica también de la confrontación política, que pasa indudablemente por establecer un convenio y cumplirlo a cabalidad / De veras, nosotros estamos porque la palabra vuelva a tener valor en Colombia, como es el anhelo de muchos compatriotas, y en este convenio que estamos proponiendo lo podemos lograr” (ver del Comandante Milton Hernández su libro Rojo y Negro, Historia del ELN[capítulo 59] en diferentes ediciones, donde aparece la carta y donde se relata cómo asume esta organización esta propuesta, central desde su 2º Congreso en 1989).
Tal propuesta ética y política de humanización, que hubiera hallado las fórmulas jurídicas básicas, tradicionales o inéditas, no tuvo eco por la indolencia e irresponsabilidad en el bloque de poder dominante, el mismo que ha suscrito en Caracas el pasado 30 de marzo de 2016 una agenda y un Acuerdo, que esta vez sí podría honrar y no cercenar, dado que ya ha reconocido política y jurídicamente al ELN como interlocutor válido, vistas las necesidades de avance en el conjunto de los procesos de paz transformadora que requiere el futuro de Colombia. Siendo, como es, un sujeto de derecho, se sabe que el ELN no rehuye sino que reivindica compromisos de humanización de la guerra.
Para lo que será dicho proceso en caso de que el Estado no lo aborte, deberá tenerse en cuenta: “En el fondo lo que se está haciendo no es nuevo en Colombia. En el pasado, para ayudar a superar coyunturas históricas trascendentales se ha recurrido a fórmulas extraconstitucionales. Estas han logrado destrabar nudos gordianos cuando la normatividad vigente no alcanza a producir una solución. Eso sucedió con el Plebiscito de 1957, con la Séptima Papeleta en 1991, y otros casos (…) En ambos momentos, prestigiosos juristas manifestaron serias reservas. La Constitución de 1991 nunca les gustó a los magistrados de la Corte Suprema de ese entonces. Sin embargo, hoy, 25 años después, nadie duda de la importancia estructural que tuvo ni de su peso en la construcción de un nuevo país.” (http://www.semana.com/nacion/galeria/criticas-a-la-formula-para-blindar-acuerdos-de-paz/473574).
El significado que se obtiene de este debate sobre la plasticidad del Derecho y los agentes capaces de generar normatividad, en función de asegurar acuerdos de paz, es que el día de mañana no podrá alegarse por el Estado u otros que hay sacrosantas fórmulas, o que la arquitectura constitucional es tan rígida que no admite novedosas construcciones, más si éstas provinieran de mandatos sociales de movimientos ciudadanos, como el ELN lo propone en perspectiva, pues está visto que si el objetivo es la paz con justicia, las normas deben ser flexibles y, tarde o temprano, se tiene que examinar otra matriz.
10. ¿Y si el Estado falta a la palabra?
Puede ser que sí se encaminen por fin fuerzas hacia esa solución de base histórica transformadora, como también puede pasar que tras la reincorporación de las FARC y su participación, el monstruo de inercias estructurales y estructuradas recobre plenas capacidades y otra vez quede Colombia condenada y atrapada en el más vil engaño ¿Qué mecanismos habría para reclamar si así pasa? Quizá impugnación política mediante procesos sociales, quizá desobediencias o resistencias civiles, quizá re-emprendimiento de luchas de sectores populares con liderazgos políticos más o menos articulados en un movimiento que re-surja en el plano nacional… El sistema de poder, el Régimen, ni ahora ni más adelante, va a despacharse de los compromisos rompiendo el papel, renunciando o denunciando lo firmado, sino que hará lo que sabe muy bien hacer, como ha sido en el continuum histórico de la esquizofrenia de un Estado de Derecho que declara y promete, al tiempo que excluye, mata, abandona, aniquila…
La inserción y tramitación del dilema de cómo obligar al cumplimiento ya, y cómo hoy se firma o se encamina lo que se hará, cobra pleno sentido por los riesgos asumidos: si es dable o no demandar ahora y no más tarde medidas reales o si es suficiente que haya ahora más palabras que luego se las lleva el viento... Esa disyuntiva no debería producirse. Es decir, es preciso que existan ya hechos de paz, actos políticos resolutivos de situaciones inadmisibles como la muerte de decenas de niños, niñas y ancianos por hambre, o sea determinaciones con resultados verificables, que construyan objetivamente cambios. Esto hasta ahora no se está dando, y aun así se esgrime que el proceso es irreversible... para la guerrilla ¿Cuándo es irreversible para el Estado? Tal y como están las cosas, puede haber reformas gatopardistas: que todo cambie para que todo siga igual…
11. (Post)beligerancia y derecho a la rebelión
Existen razones políticas del presente para estar de acuerdo con el objetivo de blindajes desde una perspectiva instrumental, conforme a lo cual debe apoyarse, con o sin observaciones críticas, lo firmado en La Habana el 12 de mayo de 2016. Y también existe una razón del futuro, del legado humanista y revolucionario, que es de carácter no sólo nominal sino de nuevo fundacional en caso de que el Estado no cumpla su palabra de transformaciones para la paz. No es un augurio: simplemente no se ve hoy dónde está la justicia en el pajar de la paz.
Al acudirse de manera directa al DIH como se está haciendo y a las esferas internacionales para su validación, hay un corolario, un implícito o explícito reconocimiento de la beligerancia, no necesaria o solamente de la extraña beligerancia posterior de la rebelión, de un grupo que ya sin armas busca y buscará la paz con justicia, las FARC-EP, sino obligatoriamente de quienes todavía en rebelión armada, el ELN, reivindican en esa realidad de conflicto un proceso de paz transformadora que sólo cuando genere “nuevas circunstancias” permitirá construir “un acuerdo sobre las armas del ELN para poner fin al conflicto armado” (punto 5.h del Acuerdo del 30 de marzo de 2016).
En otras palabras: bajo este ensayo de un Estado que acomete de forma tardía un pacto de derecho internacional con las FARC-EP, una parte contendiente en una guerra interna, pero técnicamente ya en situación de armisticio y probablemente de reincorporación a la vida civil “de acuerdo con sus intereses” (punto 3.2 del Acuerdo General de 2012), no hay error, ni malicia, sino elemental congruencia, en considerar también al ELN como sujeto de ese compromiso objetivo declarado por el Estado; es decir, como contraparte de la regulación a la que conmina el DIH conforme a su finalidad esencial, a su objetivo natural.
Quedando expresamente que aplicar el artículo 3º común de los Convenios de Ginebra o suscribir acuerdos especiales “no surtirá efectos sobre el estatuto jurídico de las Partes en conflicto”, significa este enunciado, ni más ni menos, que los partes beligerantes de hecho y de derecho, por igual, permanecen con su propio estatuto y con la condición de contendientes destinatarios de obligaciones y derechos. Ni el Estado pierde su juridicidad y organización, ni tampoco la guerrilla.
Ya decía el sacerdote revolucionario Camilo Torres Restrepo: “Las guerrillas crearon un poder nuevo, paralelo al poder estatal conservador-liberal, a través del cual, por métodos buenos o malos, pero impuestos por la necesidad y por la incapacidad de las clases dominantes para aceptar cambios ascendieron grandes masas campesinas en su seguridad en sí mismas, en sus propias fuerzas, en su sentimiento de dignidad humana y en su capacidad de decisión y de autogobierno” (Reportaje de Adolfo Gilly, colaborador de Monthly Review, publicado en el semanario Marcha de Montevideo, el 4 de junio de 1965. Ver Camilo Torres Restrepo, Escritos escogidos, Tomo II, Cimarrón editores, s.f. pág. 388. Para profundizar en el tema consultar de Mario Aguilera Peña su obra Contrapoder y justicia guerrillera. Fragmentación política y orden insurgente en Colombia (1952-2003), IEPRI-Universidad Nacional de Colombia y Debate, Bogotá, 2014).
Es decir, sin demagogias, jurídica y sociológicamente existe una base objetiva para reconocer al ELN su condición beligerante, salvo que la única razón del Estado - que acaba de suscribir un pacto de DIH - sea la sinrazón déspota o el capricho de tinte político, para no distinguir en Derecho ese estatuto a quien está en armas, cuando precisamente dicho dispositivo es para reglamentar su uso o limitar el alcance bélico, con lo cual se verá claramente que acudir al DIH ha sido sólo un arqueo o simulación, una anómala, arbitraria y voluntariosa medida, para darle ese ropaje de Acuerdo Especial a algo que en sí mismo podía también surtirse simple y llanamente como un género de armisticio o de Tratado de Paz, sin vergüenza alguna.
Nos podríamos haber ahorrado entonces esta discusión de filigrana o cuño jurídico, ortodoxa o heterodoxa, pues sería enteramente absurdo reconocer y aplicar el DIH frente a una organización política que, con razones poderosas, está en trance de abandonar el levantamiento en armas, y no hacerlo ante una organización político-militar activa que, quizá también con profundas razones, persiste en una resistencia armada al orden establecido.
Las razones políticas de una u otra organización y lucha no las juzga el DIH, no puede hacerlo, no le está permitido dicho alcance a esa normativa; sólo tiene que verificarse las calidades objetivas del contendiente. En cambio, quien sí conceptúa de manera inicua y voluble es el Régimen colombiano, lo hace excéntricamente en la distorsión que aplica retomando algo así como viejos atributos medievales: el “ius imperii”, derecho de imperio o gobierno; el “ius majestatis” y el “ius honoris”, para premiar a unos virtudes y méritos con títulos nobiliarios o caballerescos, y a otros no; y el “ius gladii”, que es el derecho de espada: para saber a quién mata y a quién no. Ni más ni menos acaba de hacer el Estado (L'État, c'est moi), a través de las decisiones del Gobierno Santos. Porque sí…
Evidentemente, aunque aspirar a terminar con el sufrimiento que genera la confrontación armada sea un anhelo en sí mismo comprometedor por la humanidad que emplaza, lo es también, con objetivo muy superior, que haya un tratado de paz no basado simplemente en los híbridos teóricos de una “lex pacificatoria” o de un genérico “derecho síntesis” representado en una paz gratuita o barata para los poderes, sino, como lo piensan las FARC, el ELN y las mayorías de los movimientos populares en lucha: una paz transformadora para asegurar un cierre definitivo del conflicto abordando sus causas históricas.
Si el Estado falla, si la oligarquía no escucha y no cede, si el Establecimiento incumple, si las estructuras de opresión no cambian, aunque deseemos que se silencien los fusiles unos lustros, en la reconstrucción o retorno probable de la revuelta y la resistencia que nos enseñarán desde la memoria histórica cómo y por qué las élites volvieron a incumplir, en su sustento ético, político, ideológico e histórico los rebeldes del mañana podrán señalar que hubo una vez un Tratado de Paz incorporado en las entrañas jurídicas del sistema que fue violado por éste, que lo pactado fue burlado.
Habrá una causa eficiente para preguntarse sobre la supuesta legitimidad de quien manda y el porqué de la servidumbre voluntaria, como lo hizo La Boétie hace cuatro siglos, o por la rebelión surgida desde la indignación y el poder autónomo de resistir a la opresión, de la que habló Spinoza hace tres siglos y medio, antes de los autores liberales y socialistas; o como lo hicieron hace más de medio siglo quienes en Colombia encarnaron este conato de humanidad, siendo pocos y estando ante un aparente cerco histórico. Una fuerza que sólo el futuro dirá si se alzará otra vez de modos diversos; una honda de David que otros y otras deberán replantear con aprendizajes y límites.
12. Traspaso y validación de mecanismos de impunidad
Con lo acordado el 12 de mayo de 2016 en La Habana, más allá de los distractores y formalismos de procedimiento, existe un trasvase al régimen constitucional imperante y una apuesta por su encauzamiento reformista. Esa operación tiene la virtud de arriesgar para que se amplíe y haga efectivo un núcleo duro de derechos y obligaciones, pero al tiempo el grave defecto de que se acotan selectivamente o nacen mutilados por los intereses del Régimen, pues ya, de entrada, la impunidad de sus crímenes ha ganado un terreno gigantesco.
Es decir, en ese traspaso, de lo pactado en la política a los predios y presidios nada inocentes del Derecho, el Estado se robustece decididamente al gestionar un modelo de transición que se proyecta para arrojar sólo un poco de la verdad histórica sobre la guerra sucia, salvaguardando terribles mecanismos de ocultamiento de los crímenes que ha cometido y preparando una aleccionadora re-judicialización de los rebeldes por aquello que se estima no es conexo al delito político. Contará además con magnos fiadores en la validación internacional de ese fardo.
Evaluando lo que está configurado, el Gobierno y la extrema derecha, sopesan el beneficio que supone el refuerzo constitucional y si acaso internacional, de al menos siete u ocho mecanismos de impunidad o cláusulas que fueron convenidas, que se establecieron en el acuerdo en materia de justicia del 15 de diciembre de 2015, las cuales favorecen clara e irrebatiblemente la impunidad de crímenes de Estado, tal cual lo señalan intelectuales como Luis Jorge Garay que se refiere a la ruptura de la cadena de mando, que conlleva a que comandantes de las fuerzas armadas estatales queden eximidos (http://lasillavacia.com, 14 de abril de 2016); u organizaciones internacionales (ver https://www.hrw.org/pl/node/288177: Análisis de Human Rights Watch sobre la investigación de falsos positivos bajo las disposiciones de la Jurisdicción Especial para la Paz); o expertos y defensores de derechos humanos en Colombia, ya incluso censurados por sus enfoques (para una íntegra y autorizada crítica al acuerdo sobre justicia, ver http://rebelion.org/docs/208980.pdf).
Aunque aisladas, dichas opiniones disidentes provienen no de la extrema derecha, sino, como en el último documento citado, de espacios civiles comprometidos con una lucha tenaz contra la abyecta impunidad de los crímenes de la guerra sucia agenciada por el bloque de poder dominante.
Sin distingo de familias o clanes que pugnan entre sí dentro del Establecimiento, acudiría este bloque de poder perversamente a lo que fuera, como recurre hoy con promiscuidad al DIH que por tantas décadas negó, tal y como está servido oportunamente.
En una acomodada interpretación del artículo 6.5 del Protocolo II adicional de 1977 a los Convenios de Ginebra, intentarán algunos revestir como hechos de guerra -que quedarían sujetos a beneficios jurídicos-, actos sistemáticos que en realidad son crímenes de lesa humanidad planeados no por las coordenadas del contexto bélico sino por los ejes del conflicto social y político que las élites querían sofocar, conforme a doctrinas hasta hoy intocables.
Acorde a la actual Constitución que por la vía pactada se está alterando lógicamente, existe en Derecho nacional la posibilidad exclusiva de amnistías e indultos a los que sí tienen derecho a ello, los y las rebeldes, tanto de las FARC-EP como del ELN; sólo o únicamente a las y los alzados en armas por móviles altruistas en la guerra irregular que se ha vivido. Sin embargo, la tramitación del acuerdo de justicia como acuerdo de DIH, blindado de esa forma sin reservas, elevado a categoría constitucional inamovible, daría supuestamente simetría y viso jurídico a esa aberrante y siniestra consideración que se ha patentado con el ofrecimiento de amnistías a diestra y siniestra, como al genocida Rito Alejo del Río y otros militares, oficiales responsables, junto a cúpulas civiles, de cientos de crímenes de lesa humanidad, situación frente a la cual guardan silencio pasmosamente algunos personajes y algunas Ongs, hoy conversas, que manipulan la expectativa de comunidades de víctimas.
En el punto 37 del acuerdo de justicia firmado en La Habana el 15 de diciembre de 2015 y luego en dilucidaciones y transacciones políticas sobre ese pacto, se sostiene que sobrevendrá la aplicación del artículo 6.5 del Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra, para todos, que podrá darse “la amnistía más amplia posible a las personas que hayan tomado parte en el conflicto armado o que se encuentren privadas de libertad, internadas o detenidas por motivos relacionados con el conflicto armado”.
Se estarían encajando así, con esta hipótesis, medidas semejantes o equivalentes a la amnistía para agentes estatales o paraestatales, comprando así la aprobación de sus falanges al proceso de paz, y librándose inteligentemente el Estado y la dirigencia política y empresarial de responsabilidades por la guerra sucia contra la oposición desarmada, como política consciente e históricamente adoptada. Quedarían como infracciones de guerra, de responsabilidad personal y no institucional, eludiendo la imputación de crímenes de lesa humanidad.
No obstante ese croquis, continuarán las luchas como pasó en Argentina con las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, de unos pocos elefantes decididos a no olvidar, como hace unos años se mencionó (http://www.rebelion.org/docs/122606.pdf), recordando al gran poeta Mario Benedetti, quien al inicio de El olvido está lleno de memoria, recordaba lo que bellamente advirtió otro escritor uruguayo, Rafael Courtoisie: “Un día, todos los elefantes se reunirán para olvidar. Todos, menos uno”.
Ya los propios medios o defensores del sistema lo advierten: “La historia colombiana demuestra que ningún blindaje jurídico es absoluto… como dice el exfiscal Alfonso Gómez Mendéz, ese objetivo es “una ilusión” pues cualquier norma jurídica finalmente se puede cambiar con otra como lo demuestran las leyes de punto final firmadas en América Latina / Ni siquiera Pablo Escobar logró ese blindaje cuando asesinó y amedrentó a ministros, congresistas y magistrados para evitar que la extradición quedara incluida en la nueva Carta. En 1997 el gobierno de Ernesto Samper la volvió a instaurar. Los paramilitares, luego de desmovilizarse en los acuerdos de Ralito, terminaron extraditados en Estados Unidos por incumplir los compromisos dentro de ese proceso. En los años siguientes también hubo problemas pues las cortes restringieron los beneficios jurídicos que se habían acordado, por ejemplo, respecto al principio de oportunidad y el delito político... Hay quienes creen que el derecho debe ser dúctil para permitir los grandes cambios sociales, otros consideran que si bien el objetivo es noble, el precio de saltarse la ley es demasiado alto. Esas dos posiciones entre los abogados siempre van a existir...” (http://www.semana.com/nacion/galeria/criticas-a-la-formula-para-blindar-acuerdos-de-paz/473574).
Resumiendo: Frente al histórico, reiterado y sistemático incumplimiento del Estado de sus obligaciones básicas para la paz con justicia, es un avance importante blindar los acuerdos de La Habana con cuantos mecanismos jurídicos y extrajurídicos sea necesario. Esto no debe hacer olvidar que la protección y defensa de los procesos populares de cambio, no consiste sólo en el revestimiento jurídico-formal, sino en certezas vivas, en condiciones materiales de neutralización y derrota de los factores que apuntan de manera pérfida contra el movimiento social, contra las alternativas, que requieren no promesas sino evidencias de una paz transformadora.
* El autor es abogado colombiano, Ph.D. en Derecho y ex-asesor de las FARC-EP en el actual proceso de paz de La Habana.
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