Raúl Zibechi, periodista y autor con Decio Machado del libro "Cambiar el mundo desde arriba. Los límites del progresismo". En Naiz/Gara
Las derechas están dispuestas a saltarse el espíritu de las leyes para conseguir sus objetivos. Aunque formalmente no las vulneran porque actúan dentro de la legalidad, el modo como operan es ilegítimo porque sus objetivos son inconfesables. Estamos ante una derecha militante, activa, formada en centros empresariales neoliberales con financiación de grandes multinacionales, capaz de desplazar a la izquierda y a los movimientos sociales de las calles. No apelan a los tanques y al bombardeo de los palacios presidenciales, sino a la desestabilización permanente.
Es necesario comprender que esta derecha aprendió de las izquierdas, tanto como las izquierdas desaprendieron su propia historia y su cultura política. Hacen marchas kilométricas y concentraciones, golpean cacerolas, salen incluso en pequeños grupos y hasta acampan en las plazas, siempre con el apoyo de grupos profesionales y empresariales. Han destacado líderes juveniles con una oratoria sencilla y convincente.
Esta nueva derecha supo leer la coyuntura brasileña de junio de 2013, cuando millones se lanzaron a las calles contra la represión de la Policía Militar al Movimiento Passe Livre que rechazaba el aumento del precio del transporte. Fue un operativo magistral que les permitió, en cuestión de horas, desplazar a los movimientos y ocupar el centro del escenario. Donde había banderas rojas aparecieron banderas nacionales. Donde se reclamaba contra la desigualdad apareció el discurso de la corrupción.
Es evidente que las izquierdas y los movimientos no estamos preparados para enfrentar a estas nuevas derechas. Por un lado, porque no comprendemos a fondo el viraje político que se está produciendo. Por otro, porque la cultura política ha cambiado y está terciando una generación de cuadros y de militantes que aprecian las comodidades por encima del conflicto.
En el primer aspecto, debemos preguntarnos las razones por las cuales los grandes grupos empresariales (como la federación de industrias de Sao Paulo) que apoyaron la elección de Lula en 2003 y luego el primer Gobierno de Dilma Rousseff en 2010, se convirtieron en fervientes partidarios de su destitución.
La respuesta la da el sociólogo Ruy Braga en un excelente artículo titulado «El pacificador», donde destaca que el papel de Lula desde 1980 ha sido «el control de la insatisfacción popular por medio de negociaciones que lentamente garantizan pequeñas concesiones a los trabajadores» (blogdaboitempo.com.br). Los datos señalan que en 2013 se produjo una «oleada de huelgas inédita en la historia del país» sumando 2.050 huelgas, más del doble que el año anterior y superando la marca histórica de 1990, en plena efervescencia social. Bancarios, profesores, funcionarios públicos, metalúrgicos y obreros de la construcción protagonizaron los conflictos entre 2013 y 2015, cuando las patronales comenzaron a incumplir los acuerdos.
Braga destaca un hecho clave: «la actividad sindical se amplió hacia categorías diferentes a las tradicionalmente movilizadas»; en particular hacia los sectores más precarizados que protagonizaron algunos de los conflictos más importantes como la exitosa huelga de los recogedores de basura de Río de Janeiro durante los carnavales de 2014. Tanto el aumento de las huelgas como la presencia de los trabajadores precarizados van de la mano del crecimiento del activismo en las favelas, donde nacieron decenas de colectivos juveniles del más diverso tipo. Estos hechos están directamente ligados a junio de 2013.
«Las clases dominantes –escribe el sociólogo– ya no necesitan una burocracia sindical incapaz de controlar a sus propias bases». Por eso, cree que la actual crisis política tiene una doble lectura. Por un lado, los de arriba pretenden «restaurar la acumulación capitalista profundizando la explotación por medio del ataque a los derechos de los trabajadores». En tanto, Lula «se convirtió en un líder problemático, encarcelable por cualquier razón, justificada o no».
De paso, anticipa que si las luchas sociales siguen un período de ascenso y las clases dominantes no logran derrotarlas, la negociación volverá a erigir a Lula en interlocutor para «pacificar» a los trabajadores.
El segundo aspecto a tener en cuenta es la pérdida del espíritu militante que atraviesa a los movimientos y a las izquierdas, aunque este extremo suele negarse rotundamente. El cientista político Rudá Ricci, militante del Partido de los Trabajadores desde su fundación en 1980, escribió un breve artículo en su blog titulado «La generación de los petistas mimados» en el que analiza la cultura política que ha ganado espacios en la izquierda brasileña. Su análisis también puede extenderse a buena parte de la región.
Cuando fue creado el PT, en 1980, «usar la camiseta roja con la estrella era motivo de escarnio y persecución». Pero los militantes «sentían orgullo, encaraban, y estudiaban. Ser petista era sinónimo de lucha, de garra, de convicción». Agrega que las organizaciones del campo sumaban la «mística» que guiaba la lucha por la tierra. Recuerda que los terratenientes le tenían miedo al Movimiento Sin Tierra porque «no sabían cómo lidiar con la mística que creían irracional, al punto que una madre con un recién nacido en el regazo enfrentaba a un pelotón de la Policía Militar».
Ricci contrasta aquel espíritu con el lema preferido del lulismo: «paz y amor». «La historia de los vencidos fue intercambiada por la narrativa de los vencedores», asegura, siguiendo a Walter Benjamin. Y así, se formó «un montón de mimados» que se comportan como los fanáticos que festejan los goles de su equipo.
Un detalle adicional. En las reuniones los dirigentes tenían que pedir la palabra para hablar, llegaban y se sentaban como cualquier otro mortal. Nadie se tomaba fotos con ellos y como mucho se les pedía un autógrafo en un libro o algo de dinero para la organización. Sigue: «Hoy los mimados neopetistas idolatran a sus ídolos y se proyectan en ellos porque no confían en sus fuerzas. No les gustan las adversidades, se deprimen con luchas duras y se comportan como espectadores, no como protagonistas. Adoran comprar palomitas de maíz y ver a sus ídolos masacrando a los adversarios».
Es evidente que si no vamos más allá de esta cultura política no podremos enfrentar a las derechas, que se han desembarazado del Estado del Bienestar y van a por todas, en todo el mundo. No se trata de desempolvar la vieja cultura obrera y popular de los años sesenta, con su rastro patriarcal y centralizador, sino de abrevar en las culturas juveniles rebeldes de estos años. Allí podremos encontrar, si somos lo suficientemente humildes y pacientes, las claves de las nuevas rebeldías que –sin echar por la borda las viejas– pueden alumbrar formas y modos para derrotar a las derechas.
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