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Santiago Alba Rico, en Rebelión y Gara
Ayer la calle Bourguiba volvió a llenarse de detonaciones y gases lacrimógenos. Desde por la mañana, una multitud se había ido volcando sobre el Ministerio del Interior portando banderas tunecinas y del Frente Popular y lanzando al aire su dolor y su rabia: «Túnez Túnez, libre libre, fuera el terrorismo» o «seguridad, libertad, dignidad nacional» o el inevitable «el pueblo quiere la caída del régimen». Hacia las dos de la tarde, cuando el cortejo con el cadáver de Chukri Belaid llegó hasta la plaza de los Mártires, una violenta carga policial dispersó a las 8.000 personas concentradas en la avenida. Entre tanto, en Sidi Bouzid, cuna de la revolución, ardía una sede del partido Ennahda y en Gabes, Sfax, Mahdia y Gafsa -un poco por todas partes- se producían protestas y manifestaciones de duelo.
Desde hace meses venía denunciando la complicidad entre Ennahda y las Ligas de Defensa de la Revolución, una red confusa de comités locales que algunos describen como «el brazo armado» o las «milicias» del partido islamista en el Gobierno. Pocos días antes de su asesinato, Belaid había proporcionado una lista de presuntos miembros de Ennahda implicados en la interrupción violenta de un acto del Frente Popular en Le Kef. La víspera misma de su muerte, en una intervención televisiva, había alertado contra la violencia política y acusado al Gobierno de connivencia e inducción.
Para los miles de tunecinos que se manifestaron ayer para rendir homenaje al nuevo mártir de la revolución, el vínculo entre Ennahda y el atentado del martes por la noche es evidente. También para los dirigentes de la oposición. Hamma Hammami, en una declaración enérgica y serena, atribuyó la responsabilidad «política y moral» del crimen a Ennahda, al Gobierno de la «troika» y a la propia Asamblea Constituyente, que habría pasado por alto o incluso disculpado la creciente confrontación. Otros líderes del Frente, menos prudentes, han acusado a Ennahda de haber dado la orden de matar a su compañero. Las contundentes condenas de todos los políticos sin excepción -el primer ministro Jabali, el jeque Ghanouchi o el presidente Marzouki- suenan como hipócritas ofensas en los oídos de los partisanos de la víctima.
Este vínculo evidente presenta, en cualquier caso, dos puntos débiles. El primero, en efecto, es que es demasiado eviden- te. El segundo es que, en el marco de una lucha partidista mal asentada sobre un abismo de manos negras, es más que dudoso que a Ennahda le beneficie en lo más mínimo un aumento exponencial de la tensión y la inestabilidad.
Con la mitad de la población aterrorizada y la otra mitad furiosa, la mayor parte de las preguntas son respondidas desde las vísceras y, por lo tanto, quedan inquietantemente en el aire, alimentando el pedaleo de angustia. No sabemos quién ha matado a Chukri Belaid ni qué vendrá después; no sabemos ni siquiera quién sacará provecho de esta sacudida política y emocional. Podemos tan solo describir los efectos.
El primero tiene que ver con el Gobierno. La remodelación anunciada desde hace dos meses había quedado en manos de los socios de la «troika» tras retirarse la oposición de las negociaciones. Pero los tres partidos gobernantes no se ponían de acuerdo e incluso el presidente Marzouki había amenazado con dimitir de su cargo si no se aceptaban las condiciones del CPR. Esas condiciones tenían que ver con la salida de Rafik Abdesalam, implicado en un escándalo de corrupción, del Ministerio de Asuntos Exteriores; el primer ministro Jebali estaba dispuesto a sacrificar al yerno de Ghanouchi, pero este se obstinaba en apoyarlo.
Ayer, tras el asesinato de Chukri Belaid, el líder de Ennahda pidió un aplazamiento de la remodelación gubernamental e inmediatamente muchos tunecinos se precipitaron en calenturas complotistas. Horas más tarde el primer ministro Jebali anunció el «adelantamiento» de la remodelación, que se producirá en las próximas 24 horas, y muchos tunecinos -quizás los mismos- se han entregado a calenturas complotistas.
El segundo efecto tiene que ver con la oposición. Durante los dos últimos meses Nidé Tunis, el partido del bourguinista Caid Essebsi y de los «fulul» del régimen, ha atraído a su órbita a la mayor parte de la oposición laica. Solo resistía el Frente Popular. Pocas horas después de la muerte de Chukri Belaid el Frente Popular se reunía con Nidé Tunis y sus partidos satélites y juntos emitían un comunicado en el que anunciaban algunas medidas comunes: la convocatoria de una huelga gene- ral, la retirada de todos los diputados opositores de la Asamblea Constituyente y la exigencia de dimisión de un Gobierno a sus ojos definitivamente privado de toda legitimidad. Mientras que el Gobierno se descascarilla, la oposición es cada vez más un «bloque». La confrontación bipolar se vuelve así más neta y virulenta. Y muchos tunecinos se precipitan, cómo no, en calenturas complotistas.
El asesinato de Chukri Belaid marca un giro dramático y sin retorno, al menos mental, en esta estrategia de la tensión montada entre bastidores por una -o dos o tres- fuerzas interesadas en descabalgar al pueblo tunecino de su revolución. Hará falta un ejercicio casi ascético de inteligencia estratégica para no caer en la trampa. Una gran respuesta colectiva debe detener a los asesinos. Pero de la intensidad, calidad y prudencia de esta respuesta dependerá que el miedo y la furia dejen paso a un fortalecimiento de la democracia y, por lo tanto, del Frente Popular o a una victoria de todas esas manos negras y todos esos guantes grises que buscan sumir al país en el terror y la violencia.
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