miércoles, 20 de febrero de 2013

La guerra de Occidente contra el desarrollo africano continúa

El retrato clásico de África en los medios dominantes, como un gigantesco caso perdido lleno de interminables guerras, hambrunas y niños indefensos, crea la ilusión de un continente extremadamente dependiente de dádivas occidentales. En los hechos, la verdad es exactamente lo contrario, el que depende de las dádivas africanas es Occidente...

Dan Glazebrok *, en Counter Punch, Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens.
Viñeta: David Banbridge
 
El retrato clásico de África en los medios dominantes, como un gigantesco caso perdido lleno de interminables guerras, hambrunas y niños indefensos, crea la ilusión de un continente extremadamente dependiente de dádivas occidentales. En los hechos, la verdad es exactamente lo contrario, el que depende de las dádivas africanas es Occidente. Esas dádivas llegan en muchas y variadas formas. Incluyen flujos ilícitos de recursos, cuyos beneficios llegan invariablemente al sector bancario occidental a través de cadenas de paraísos fiscales (como lo documenta exhaustivamente Poisoned Wells de Nicholas Shaxson). Además existe el mecanismo de extorsión mediante deudas por el cual los bancos prestan dinero a gobernantes militares (frecuentemente aupados al poder por gobiernos occidentales, como el expresidente del Congo Mobutu), que luego se apropian del dinero (a menudo en una cuenta privada en el mismo banco), llevando al país a pagar exorbitantes intereses por una deuda que crece de forma exponencial. Una reciente investigación de Leonce Ndikumana y James K Boyce estableció que hasta 80 centavos de cada dólar prestado 'huyó' en un año, sin haberse invertido nunca en el país, mientras que por otra parte 20.000 millones de dólares anuales año se extraen de África de ‘servicio de la deuda’ de estos ‘préstamos’ esencialmente fraudulentos.

Otra forma de dádiva tiene lugar mediante el saqueo de minerales. Países como la República Democrática del Congo son arrasados por milicias armadas que roban los recursos del país y los venden a precios de mercado inferiores a las compañías occidentales. La mayor parte de esas milicias están dirigidas por países vecinos como Uganda, Ruanda y Burundi, que por su parte son patrocinados por Occidente, como lo destacan regularmente los informes de las Naciones Unidas. Finalmente, y tal vez sea lo más importante, están los míseros precios pagados por las materias primas africanas y por la mano de obra que las extrae de las minas, las cultiva o las cosecha, lo que efectivamente equivale a un subsidio africano según los estándares de vida occidentales y los beneficios corporativos.

Es el rol que han asignado a África los amos de la economía capitalista occidental: proveedor de recursos baratos y mano de obra barata. Y el hecho de que esa mano de obra y esos recursos continúen siendo baratos depende primordialmente de una cosa: asegurar que África siga subdesarrollada y empobrecida. Si llegara a ser más próspera, los salarios aumentarían, si se desarrollase tecnológicamente podría agregar valor a sus materias primas mediante el proceso de manufactura antes de exportarlas, provocando el aumento de los precios, Mientras tanto, la extracción de petróleo y minerales robados depende de que los Estados africanos sigan siendo débiles y estando divididos. La República Democrática del Congo, por ejemplo –cuyas minas producen decenas de miles de millones de dólares de recursos minerales cada año– solo cobró 32 miserables millones de dólares en ingresos tributarios de la minería debido a la guerra por encargo librada contra ese país por las milicias respaldada por Occidente.

La Unión Africana, establecida en el año 2002, fue una amenaza para todo esto: sería más difícil explotar un continente africano más integrado, más unido. Una preocupación especial de los planificadores estratégicos occidentales eran los aspectos financieros y militares de la unificación africana. Al nivel financiero, los planes de un Banco Central Africano (una sola moneda africana, el dinar respaldado por el oro) amenazarían considerablemente la capacidad de EE.UU., Gran Bretaña y Francia de explotar el continente. Si todo el comercio africano se realizase utilizando el dinar respaldado por el oro, significaría que los países occidentales tendrían que pagar efectivamente en oro los recursos africanos, en vez de pagar, como ahora, en libras esterlinas, francos o dólares que prácticamente se pueden imprimir de la nada. Las otras dos instituciones financieras propuestas por la UA –el Banco Africano de Inversiones y el Fondo Monetario Africano– podrían debilitar fatalmente la capacidad de instituciones como el Fondo Monetario Internacional de manipular las políticas económicas de países africanos mediante su monopolio de las finanzas. Como ha señalado Jean Paul Pougala, el Fondo Monetario Africano con un capital inicial planificado de 42.000 millones de dólares “podría suplantar totalmente las actividades africanas del Fondo Monetario Internacional, que con solo 25.000 millones de dólares pudo poner a todo un continente de rodillas y hacer que aceptara una privatización cuestionable obligando a los países africanos a pasar de monopolios públicos a privados”.

Junto a esas tendencias financieras potencialmente amenazadoras tuvieron lugar acciones en el frente militar. La Cumbre de la UA de 2004 en Sirte, Libia, acordó una Carta Común Africana de Defensa y Seguridad que incluía un artículo estipulando que “cualquier ataque a un país africano se considerará un ataque al Continente en su conjunto”, reflejando la propia Carta de la OTAN. Esto fue seguido en 2010 por la creación de una Fuerza Africana de Reserva, con el mandato de defender e implementar la Carta. Evidentemente, si la OTAN fuera a hacer algún intento de revertir por la fuerza la unidad africana, el tiempo se estaba acabando.

La creación de la Fuerza Africana de Reserva (ASF) no representaba solo una amenaza, sino también una oportunidad. Mientras existía ciertamente la posibilidad de que la ASF se convirtiera en una fuerza genuina por la independencia, la resistencia contra el colonialismo y la defensa de África contra la agresión imperialista, también había la posibilidad de que, manipulada del modo adecuado y bajo una dirigencia diferente, la fuerza podía convertirse en lo contrario, una fuerza por encargo para la continua subyugación neocolonial bajo una cadena de comando occidental. Es evidente que lo que había –y hay– en juego era mucho.

Mientras tanto, Occidente ya había reforzado sus propios preparativos militares para África. Su decadencia económica, unida al ascenso de China, significaba que cada vez era más incapaz de seguirse basándose solo en el chantaje económico y la manipulación financiera para mantener la subordinación y la debilidad del continente. Comprendiendo claramente que esto significaba que se vería cada vez más forzado a la acción militar para mantener su dominación, un libro blanco estadounidense publicado en 2002 por el Grupo de Iniciativa de Política Petrolera Africana recomendó “Un nuevo y vigoroso enfoque de la cooperación militar estadounidense en el África subsahariana, que incluya el diseño de una estructura de comando subunificada que pueda producir dividendos significativos en la producción de inversiones de EE.UU.” Esta estructura nació en 2008 con el nombre de AFRICOM. Los costes –económicos, militares y políticos– de la intervención directa en Irak y Afganistán, sin embargo –y solo los costes de la guerra de Irak se estimaron en más de tres billones [millones de millones] de dólares– significaban que se suponía que AFRICOM se basaría primordialmente en tropas locales para combatir y morir. AFRICOM debía ser el organismo que coordinara la subordinación de los ejércitos africanos bajo una cadena de comando occidental; lo que en otras palabras convertía a los ejércitos africanos en testaferros occidentales.

El mayor obstáculo para este plan fue la propia Unión Africana, que rechazó categóricamente cualquier presencia militar de EE.UU. en suelo africano en 2008, lo que obligó a AFRICOM a establecer su sede en Stuttgart, Alemania, un cambio radical de postura después que el presidente Bush ya había anunciado en público su intención de establecer la sede en África. Lo peor ocurrió en 2009 cuando el coronel Gadafi –el defensor más incondicional de políticas antiimperialistas– fue elegido Presidente de la UA. Bajo su liderazgo, Libia ya se había convertido en el mayor donante financiero de la Unión Africana y ahora proponía un proceso de integración de los países africanos por la vía rápida, incluyendo un solo ejército africano y una moneda y un pasaporte únicos.

Su suerte ya es de conocimiento público. Después de organizar una invasión de su país basada en un montón de mentiras peores de las que utilizaron para Irak, la OTAN redujo Libia a un Estado fallido devastado y facilitó la tortura y ejecución de su líder, eliminando así a su oponente número uno. Por un tiempo pareció que la Unión Africana estaba doblegada. Tres de sus miembros –Nigeria, Gabón y Sudáfrica– votaron a favor de la intervención militar en el Consejo de Seguridad de la ONU, y su nuevo presidente –Jean Ping– se apresuró a reconocer al nuevo gobierno libio impuesto por la OTAN y a restar importancia y denigrar los logros de su predecesor. Por cierto, incluso prohibió que la asamblea de la Unión Africana observara un minuto de silencio después del asesinato de Gadafi.

Sin embargo esto no duró. Los sudafricanos, en particular, llegaron a lamentar rápidamente su apoyo a la intervención y el presidente Zuma y Thabo Mbeki hicieron mordaces críticas a la OTAN en los meses siguientes. Zuma argumentó –correctamente– que la OTAN había actuado ilegalmente al bloquear el alto el fuero y las negociaciones demandadas por la resolución de la ONU que habían sido negociadas por la UA y aceptadas por Gadafi. Mbeki fue mucho más lejos y argumentó que el Consejo de Seguridad de la ONU, al ignorar las proposiciones de la UA, estaba tratando a “los pueblos de África con un desprecio absoluto” y que “las potencias occidentales han avivado las ansias de intervenir en nuestro Continente, incluso mediante la fuerza armada, para asegurar la protección de sus intereses, sin considerar nuestros puntos de vista como africanos”. Un alto diplomático en el Departamento de Relaciones Internacionales del Ministerio de Exteriores sudafricano dijo que “la mayoría de los Estados de la SADC [Comunidad de Desarrollo del Sur de África], en particular Sudáfrica, Zimbabue, Angola, Tanzania, Namibia y Zambia, que tuvieron un rol crucial en la lucha sudafricana por la liberación, no estaban satisfechos de la forma en que Jean Ping había tratado el bombardeo de Libia por parte de los jets de la OTAN”. En julio de 2012, obligaron a Ping a retirarse y fue reemplazado –con el apoyo de 37 Estados africanos– por Nkosazana Dlamini-Zuma, ex Ministra de Exteriores sudafricana, “mano derecha” de Thabo Mbeki, y que obviamente no pertenecía al campo de los capituladores de Ping. La Unión Africana volvía a estar bajo el control de fuerzas comprometidas con una independencia genuina.

Sin embargo, la ejecución de Gadafi no solo eliminó a un poderoso miembro de la Unión Africana, sino también a la pieza clave de la seguridad regional en la región Sahel-Sahara. Utilizando una cuidadosa mezcla de fuerza, desafío ideológico y negociación, la Libia de Gadafi estaba a la cabeza de un sistema transnacional de seguridad que había impedido que milicias salafistas se afianzaran, como reconoció en 2008 el embajador de EE.UU. Christopher Stevens: “El gobierno de Libia ha proseguido agresivamente operaciones para perturbar el flujo de combatientes extranjeros, incluyendo un control más riguroso de los puertos de entrada por aire y tierra, y ha mitigado el atractivo ideológico del Islam radical… Libia coopera con Estados vecinos en la región Sahara/Sahel para reducir los flujos de combatientes extranjeros y el viaje de terroristas transnacionales. Muamar Gadafi negoció recientemente un acuerdo ampliamente publicitado con dirigentes tribales tuaregs de Libia, Chad, Níger, Malí y Argelia según el cual abandonan sus aspiraciones separatistas y el contrabando (de armas y extremistas transnacionales) a cambio de ayuda al desarrollo y apoyo financiero… nuestra evaluación es que el flujo de combatientes extranjeros de Libia a Irak y el flujo invertido de veteranos a Libia ha disminuido gracias a la cooperación del gobierno de Libia con otros Estados...”.

Esta “cooperación con otros Estados” se refiere a la CEN-SAD (Comunidad de Estados del Sahel-Sahara), una organización lanzada por Gadafi en 1998, que apuntaba al libre comercio, el libre movimiento de personas y desarrollo regional entre sus 23 Estados miembros, pero centrada primordialmente en la paz y la seguridad. Así como contrarrestaba la influencia de milicias salafistas, la CED-SAD había jugado un papel clave en la mediación de los conflictos entre Etiopia y Eritrea y en la región del Mano River, así como en la negociación de una solución duradera a la rebelión de Chad. CEN-SAD estaba basada en Trípoli y Libia era indiscutiblemente la fuerza dominante del grupo; por cierto el apoyo de CEN-SAD fue primordial en la elección de Gadafi como Presidente de la UA en 2009.

La efectividad de este sistema de seguridad, fue un doble golpe a la hegemonía occidental en África: no solo acercó África a la paz y la prosperidad, sino que al mismo tiempo debilitó un pretexto clave para la intervención occidental. EE.UU. había establecido su propia ‘Cooperación Trans-Sahara de Contraterrorismo’ (TSCTP), pero como Muatassim Gadafi (Consejero Nacional de Seguridad libio) explicó a Hillary Clinton en Washington en 2009, la “Comunidad de Estados Sahel/Sahara basada en Trípoli (CED-SAD) y la Fuerza de Reserva del Norte de África eliminaban la misión de la TSCTP”.

Mientras Gadafi estaba en el poder y dirigía un poderoso y efectivo sistema regional de seguridad, las milicias salafistas del Norte de África no podían utilizarse como una ‘amenaza’ que justificara la invasión y ocupación occidentales para salvar a los indefensos nativos. Al lograr realmente lo que Occidente afirma que desea pero no logra en ninguna parte –la neutralización del ‘terrorismo islamista’– Libia había despojado a los imperialistas de un pretexto clave para su guerra contra África. Al mismo tiempo, había impedido que las milicias cumplieran su otra función histórica en beneficio de Occidente, la de fuerza por encargo para desestabilizar Estados seculares independientes (documentado perfectamente en el excelente Secret Affairs de Mark Curtis). Occidente apoyó con bastantes éxito a los escuadrones de la muerte salafistas en campañas para desestabilizar la URSS y Yugoslavia, y volvería a hacer lo mismo contra Libia y Siria.

Con la conversión de Libia en Estado fallido por la OTAN, este sistema de seguridad se ha desintegrado. Las milicias salafistas no solo recibieron el equipamiento militar más moderno de alta tecnología de la OTAN, también les dieron rienda suelta para saquear los arsenales del gobierno libio y recibieron un refugio desde el cual organizar ataques en toda la región. La seguridad fronteriza se ha derrumbado, con la aparente complicidad del nuevo gobierno libio y sus patrocinadores de la OTAN, como señala este informe incriminatorio de la firma de inteligencia global Jamestown Foundation: “Al-Wigh era una importante base estratégica para el régimen de Gadafi, al estar ubicada cerca de las fronteras con Níger, Chad, y Argelia. Desde la rebelión, la base ha caído en manos de combatientes tribales tubu bajo el comando nominal del Ejército Libio y el comando directo del comandante tubu Sharafeddine Barka Azaiy, quien se queja:
“Durante la revolución el control de esta base tenía una importancia estratégica crucial. La liberamos. A pesar de que formamos parte del ejército nacional, no recibimos ningún salario”. El informe concluye que el CNG libio [Consejo Nacional Gobernante] y su predecesor, el Consejo Nacional de Transición (CNT), no han conseguido instalaciones militares de importancia en el sur y han permitido que la seguridad fronteriza en grandes partes del sur prácticamente se “privatice” en manos de grupos tribales que también son bien conocidos por sus actividades tradicionales de contrabando. Por su parte, esto ha puesto en peligro la infraestructura petrolera de Libia y la seguridad de sus vecinos. Mientras la venta y transporte de armas libias se convierte en una mini-industria en la era post Gadafi… las grandes cantidades de dinero a la disposición de al Qaida en el Magreb Islámico son capaces de abrir muchas puertas en una región empobrecida y subdesarrollada. Si la ofensiva dirigida por los franceses en el norte de Malí logra desplazar a los militantes islamistas, parece que por el momento hay pocos impedimentos para que tales grupos establezcan nuevas bases en el poco controlado desierto del sur de Libia. Mientras no existan estructuras centrales de control de seguridad en Libia, el interior de la nación seguirá representando una amenaza para la seguridad del resto de las naciones en la región”.

La víctima más obvia de esta desestabilización ha sido Malí. Ningún analista serio duda de que la dominación salafista en Malí es una consecuencia directa de las acciones de la OTAN en Libia. Un resultado de la extensión a Malí de la desestabilización respaldada por la OTAN es que Argelia –que perdió 200.000 ciudadanos en una mortífera guerra civil contra los islamistas en los años noventa– ahora está rodeada de milicias salafistas fuertemente armadas en sus fronteras orientales (Libia) y meridionales (Malí). Después de la destrucción de Libia y el derrocamiento de Mubarak, Argelia es ahora el único Estado del Norte de África que sigue gobernado por el partido anticolonial que logró su independencia de la tiranía europea. Este espíritu de independencia todavía se evidencia en la actitud de Argelia hacia África y Europa. En el frente africano, Argelia es un fuerte apoyo de la Unión Africana, contribuye un 15% de su presupuesto y ha comprometido 16.000 millones de dólares para el establecimiento del Fondo Monetario Africano, convirtiéndose de lejos en el mayor contribuyente al Fondo.

En sus relaciones con Europa, por otra parte, se ha negado a jugar el papel subordinado que se espera. Argelia y Siria fueron los únicos países de la Liga Árabe que votaron contra los bombardeos de la OTAN de Libia, y Argelia brindó refugio a miembros de la familia de Gadafi que huían del ataque de la OTAN. Pero para los planificadores estratégicos europeos tal vez sea más preocupante que todo esto el hecho de que Argelia –junto a Irán y Venezuela– es lo que llaman un “halcón” de la OPEC, comprometido en una negociación dura por sus recursos naturales. Como explicó recientemente un artículo exasperado del Financial Times se ha impuesto un “nacionalismo de los recursos” con el resultado de que “Las grandes compañías petroleras se han agriado respecto a Argelia [y] las compañías se quejan de la aplastante burocracia, de las duras condiciones fiscales y de la conducta intimidatoria de Sonatrach, el grupo energético estatal, que tiene una participación en la mayoría de las empresas de petróleo y gas”. Señala a continuación que Argelia implementó un “controvertido impuesto sobre beneficios extraordinarios” en 2006 y cita a un ejecutivo petrolero occidental en Argel que dice que “a las compañías [petroleras]… les basta con Argelia”. Es instructivo señalar que el mismo periódico también acusó a Libia de “nacionalismo de los recursos” –al parecer el crimen más atroz para los lectores del Financial Times– solo un año antes de la invasión de la OTAN. Por cierto, el “nacionalismo de los recursos” significa exactamente eso –que los recursos de una nación se utilicen en primer lugar en beneficio del país y para su desarrollo, en vez de beneficiar a las empresas extranjeras– y en ese sentido Argelia ciertamente es culpable de los cargos. Las exportaciones de petróleo de Argelia ascienden a más de 70.000 millones de dólares anuales y gran parte de esos ingresos se han utilizado en gastos masivos en sanidad y vivienda junto con un reciente préstamo de 23.000 millones de dólares y un programa de subvenciones públicas para estimular las pequeñas empresas. Por cierto, los altos niveles de gastos sociales son considerados por muchos como una razón clave por la cual no ha habido en Argelia un levantamiento al estilo de la ‘Primavera Árabe’ en los últimos años.

Esta tendencia al ‘nacionalismo de los recursos’ se señalaba también en un reciente artículo de STRATFOR, la firma global de inteligencia, que escribió que “la participación extranjera en Argelia ha sufrido en gran parte debido a las políticas proteccionistas impuestas por el altamente nacionalista gobierno militar”. Esto era particularmente preocupante, argumentan, ya que Europa está a punto de depender mucho más del gas argelino a medida que las reservas del mar del Norte se agotan: “El desarrollo de Argelia como importante exportador de gas natural es un imperativo económico y estratégico para los países de la UE ya que la producción de ese recurso en el mar del Norte entrará en decadencia terminal la próxima década. Argelia ya es un importante proveedor de energía del Continente, pero Europa necesitará un mayor acceso al gas natural para compensar la disminución de sus propias reservas”. Se estima que las reservas de gas británicas y holandesas en el mar del Norte se acabarán a finales de la década y que las de Noruega tendrán un descenso agudo a partir de 2015. Con el temor europeo de una dependencia excesiva del de Rusia y Asia, Argelia –con reservas de gas natural estimadas en 4,5 billones de metros cúbicos, junto con reservas de gas de esquisto de 17 billones de metros cúbicos– será esencial, argumenta el artículo. Pero el mayor obstáculo al control europeo de esos recursos sigue siendo el gobierno argelino con sus “políticas proteccionistas” y de “nacionalismo de los recursos”. Sin decirlo directamente, el artículo termina con la sugerencia de que un "Estado fallido” desestabilizado en Argelia sería muy preferible a una Argelia bajo un gobierno “proteccionista” independiente, señalando que “la actual participación de las principales compañías energéticas de la UE en países de alto riesgo como Nigeria, Libia, Yemen e Irak indica una saludable tolerancia de los problemas de inestabilidad y seguridad”. En otras palabras, en tiempos de seguridad privada, las grandes compañías petroleras ya no necesitan estabilidad o protección estatal para sus inversiones; pueden tolerar zonas de desastre; no Estados fuertes, independientes.

Por ello, se percibe que los intereses estratégicos de la seguridad occidental incluyen que Argelia se convierta en un Estado fallido, como Irak, Afganistán y Libia. Teniendo en cuenta todo esto, es evidente que la política aparentemente contradictoria de armar por un momento a las milicias salafistas (en Libia) y bombardearlas después (en Malí) realmente tiene sentido. La misión de bombardeo francesa apunta, en sus propias palabras, a la “reconquista total” de Malí, lo que significa en la práctica empujar gradualmente a los rebeldes hacia el norte a través del país, en otras palabras, directamente hacia Argelia.

Por lo tanto, la destrucción intencional del sistema de seguridad del Sahel-Sahara centrado en Libia ha producido muchos beneficios a los que desean que África siga limitada a su rol de proveedor subdesarrollado de materias primas baratas. Han armado, entrenado y suministrado territorio a milicias interesadas en la destrucción de Argelia, el único Estado norteafricano de importancia rico en recursos comprometido con la genuina unidad e independencia africana. Al hacerlo, también han persuadido a algunos africanos que –en contraste con su rechazo unido de AFRICOM no hace mucho– necesitan ahora, después de todo, recurrir a Occidente para obtener ‘protección’ contra esas milicias. Como un típico grupo mafioso, Occidente hace que su protección sea ‘necesaria’ dando rienda suelta a las fuerzas atacantes. Ahora Francia ocupa Malí, EE.UU. está estableciendo una nueva base de drones en Níger y David Cameron habla de su participación en una nueva ‘guerra contra el terror’ que cubre seis países y probablemente durará décadas.

Sin embargo no todo va bien en el frente imperialista. Lejos de eso; por cierto es casi seguro que Occidente haya albergado la esperanza de no tener que enviar sus propios soldados. El objetivo inicial era atraer a Argelia exactamente a la misma trampa que se utilizó con éxito en los años 80 contra la Unión Soviética, un ejemplo anterior del patrocinio der Gran Bretaña y EE.UU. de una violenta insurgencia sectaria en las fronteras de su enemigo, tratando de atraer a su objetivo a una guerra destructiva como respuesta. En última instancia, la guerra de la URSS en Afganistán no solo fracasó sino que además destruyó la economía y la moral del país al hacerlo y fue un factor clave tras la gratuita autodestrucción del Estado soviético en 1991. Argelia, sin embargo, se negó a caer en esa trampa y el número de ‘policía bueno–policía malo’ de Clinton y Hollande –la ‘presión por acción’ de la primera en Argel en octubre pasado seguida por los intentos franceses de involucrarla dos meses después– no llevó a ninguna parte. Mientras tanto, en lugar de respetar el guión, los impredecibles testaferros salafistas de Occidente se expandieron desde su base en el norte de Malí, no al norte, hacia Argelia como se quería, sino hacia el sur a Bamako, amenazando con derrocar a un régimen aliado de Occidente que se acababa de instalar por medio de un golpe hacía apenas un año. Los franceses se vieron obligados a intervenir para empujarlos hacia el norte y de vuelta al Estado que había sido su objetivo todo el tiempo. Por ahora, esta invasión parece contar con un cierto nivel de apoyo entre los africanos que temen a los testaferros salafistas de Occidente más que a los propios soldados de Occidente. Una vez que la ocupación comience a eternizarse, reforzando la credibilidad y la cantidad de la guerrilla, mientras saca a la luz la brutalidad de los ocupantes y sus aliados, veremos cuánto dura la situación.

* Dan Glazebrook es escritor y periodista político. Escribe regularmente sobre relaciones internacionales y el uso de la violencia estatal en la política interior y exterior británica.

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