domingo, 5 de junio de 2016

La herencia dilapidada de la izquierda italiana

Una izquierda invertebrada 


Nota de Redacción de InfoGAIA internacionalista y anticapitalista: Reproducimos este artículo de 2009, en la creencia de que supone una buena aportación al conocimiento (y debate) sobre el "compromiso histórico" ("compromesso storico": propuesta política orgánica teorizada por Enrico Berlinguer, secretario general del PCI -1972 a 1984-), que ha aparecido referida en estos últimos tiempos en el Estado español.

Perry Anderson. Traducción: Redacción de VIENTO SUR. VS nº 104, julio de 2009

[Reproducimos aquí, de la revista francesa Cahiers Émancipations, amplios extractos de un artículo de Perry Anderson publicado en la London Review of Books del 12 de marzo de 2009. Anderson se pregunta por las razones de la desastrosa situación en que se encuentra hoy día la izquierda italiana, tras haber vivido en la posguerra un apogeo sin parangón en Europa. El análisis de Perry Anderson concluye analizando las responsabilidades de la izquierda institucional italiana en la conquista del poder por Berlusconi]. 

La izquierda italiana ha constituido sin duda uno de los más amplios e importantes movimientos populares de Europa occidental, entre los que luchaban por el cambio social. Comprendía dos partidos de masas, cada cual con su propia historia y su propia cultura, el Partido Comunista (PCI) y el Partido Socialista (PSI), ambos comprometidos en la lucha por superar, y no por mejorar, al capitalismo. Pero la alianza de postguerra entre el PCI y el PSI no sobrevivió al boom de los años 1950. En 1963, bajo el impulso de Pietro Nenni, los socialistas entraron por primera vez en el gobierno italiano como socio menor de la Democracia Cristiana. El PSI emprendió así un camino que acabaría en Bettino Craxi, haciendo del PCI el líder incontestado de la oposición al régimen demócratacristiano.

Más de dos millones de miembros 

El PCI era desde el principio el más importante de los dos, tanto desde un punto de vista organizativo como ideológico, agrupando una amplia base de masas –más de dos millones de miembros a mediados de los años 1950–, que se extendía tanto a trabajadores del campo del Sur como a artesanos y a enseñantes en el centro del país, y a obreros industriales del Norte. Se podía reivindicar una rica herencia intelectual, sobre todo la de Antonio Gramsci: la importancia de la reciente publicación de sus Cuadernos de Prisión fue inmediatamente reconocida mucho más allá del partido. En el momento de su apogeo, el PCI absorbía una extraordinaria variedad de energías sociales y morales, combinando unas profundas raíces populares con una amplia influencia intelectual que ninguna otra fuerza política del país era entonces capaz de movilizar. 

Confinado por la guerra fría a 40 años de oposición, el partido se hizo fuerte en las administraciones locales y regionales y en las comisiones parlamentarias, tejiendo así lazos, en muchos niveles secundarios, con el poder político; su estrategia política se mantuvo más o menos estable en todas partes. 

Después de 1948 el botín de la Liberación fue dividido: el poder para la DC, la cultura para el PCI. La Democracia Cristiana controlaba las palancas del poder, el comunismo atraía a los talentos de la sociedad civil. La habilidad del PCI para polarizar toda la vida intelectual, no sólo alrededor de intelectuales, escritores, pensadores y artistas, sino en general en todas las esferas de la opinión progresista, no ha tenido equivalente en Europa. Su dominio en estas esferas, verdadero signo distintivo del comunismo italiano, se debía tanto a sus líderes, por lo general gente cultivada, a diferencia de los líderes de los partidos comunistas francés, alemán, británico o español, como a su gestión tolerante y flexible de la “batalla de ideas”. Pero esto tenía un doble precio, ante el cual el partido permaneció siempre ciego. 

Una herencia idealista 

La extensa influencia del PCI en el mundo del pensamiento y del arte estuvo en función de su grado de asimilación y de reproducción de la cultura italiana dominante. Ante todo del idealismo, o más exactamente de su expresión moderna, siendo Benedetto Croce su intérprete más importante; con el paso de los años, esta figura adquirió una posición en la vida intelectual del país casi similar a la de Goethe en Alemania. El sistema historicista de Croce, su prestigio, garantizado por la atención que le dedicó Antonio Gramsci en sus Cuadernos de Prisión, se constituyó como el medio ambiente para la mayor parte de la cultura italiana de postguerra; una cultura presidida por el PCI. 

Pero el mundo de la cultura italiana es, por encima del idealismo, deudor de tradiciones mucho más antiguas que conceden la preeminencia absoluta en política al reino de las ideas, concebidas como medio de acción y posibilidad de comprensión. Entre la caída del Imperio Romano y el Risorgimento [la unificación italiana], Italia nunca conoció un Estado o una aristocracia peninsular, y estuvo sujeta la mayor parte del tiempo a una vasta gama de potencias extranjeras en conflicto. Como resultado, y durante mucho tiempo, dentro de esta élite cultivada se generó el sentimiento de un gran foso entre la gloria pasada y la miseria presente. El mundo intelectual desarrolló, desde Dante, una tradición ligada al imperativo de recuperar y transmitir la cultura de la Antigüedad clásica. Ante una realidad percibida como decadente, los intelectuales se persuadieron poco a poco de ser los únicos que podían devolver al país al camino recto, imprimiéndole ideas revivificadas. Desde esta óptica, la cultura no era una esfera separada del poder; por el contrario constituía el paso obligado. 

En buena medida, el comunismo italiano heredó este estado de ánimo. La nueva forma nueva dada a esta predisposición nacional fue tomada de Antonio Gramsci, aunque sin ser apenas fiel al intelectual sardo. En esta versión, la “hegemonía” consiste en una dominación cultural y moral que debe ser ganada de forma consensual en el seno de la sociedad civil; es concebida como fundamento real de la existencia social, pudiendo eventualmente asegurar la toma pacífica del poder. Desde ese punto de vista, la posición dominante alcanzada por el Partido en la arena intelectual era la prueba de estar en el camino de la victoria final. No era así como la concebía Gramsci. Como revolucionario de la Tercera Internacional, nunca había pensado que el capitalismo pudiera ser derrotado sin el uso de la fuerza de las armas, por muy importante que fuera el hecho de ganar el más amplio consenso popular con el fin de derrocar el orden establecido. Esto correspondía al molde idealista de la cultura en sentido amplio. 

Por lo demás, dentro de la esfera intelectual, el PCI reproducía el sesgo humanista de las élites tradicionales, para quienes la filosofía, la historia y la literatura habían sido siempre terrenos predilectos. En los recursos del partido faltaban las disciplinas modernas, como la economía y la sociología y los métodos que éstas habían tomado prestados, para mejor y para peor, de las ciencias naturales. Temible en lo que se refería a las altas esferas de la cultura, el PCI era cada vez más débil en ámbitos menos elevados del pensamiento; con el paso del tiempo, esto tendría importantes consecuencias. 

Desarmado para la nueva cultura de masas mercantilizada 

El PCI mostró estar poco preparado ante los dos grandes cambios que afectaron al partido en la Italia de postguerra. El primero fue la aparición de una cultura de masas completamente comercializada, inimaginable en el mundo de Togliatti, por no hablar ya de Gramsci. Incluso en su apogeo, la influencia en el plano cultural del PCI, y en general de la izquierda italiana, tenía límites objetivos, dado el espacio ocupado por la Iglesia en las creencias y el imaginario populares. Fuera de las universidades, de los editores, de los estudios o de los periódicos, donde se extendía el feudo del Partido, florecía una abundancia de magazines conformistas o de shows concebidos en función de los gustos del elector medio de la DC, junto a los bastiones de la prensa burguesa liberal. Desde su posición en la cultura de la élite, el PCI contemplaba este universo con tolerante condescendencia, subrayando que era expresión de la herencia de un pasado clerical cuya importancia ya había sido puesta de manifiesto por Gramsci. Apenas le preocupó. 

La irrupción de una cultura de masas completamente secularizada y americanizada era ya otra cosa. Cogido por sorpresa, el aparato del Partido y la intelligentsia formada a su alrededor fueron puestos KO, sin conseguir insertarse en la nueva corriente. Y a pesar de que en el mundo de la cultura algunos críticos –como Umberto Eco, sin duda uno de los pioneros– estaban implicados en la refriega. [...] El cine, arte en que Italia destacó tras la guerra, constituye un caso emblemático. La generación de grandes realizadores que habían hecho su debut en los años 40 o comienzos de los 50 –Rossellini, Visconti, Antonioni– no tuvo sucesión. Faltó por lo demás un verdadero combustible capaz de alimentar a la vanguardia con una forma artística popular, comparable a Godard en Francia o a Fassbinder en Alemania; mucho más tarde, sólo habrá la débil espuma de un Nanni Moretti. Las sensibilidades de las capas instruidas y de las capas populares se encuentran tan separadas entre sí que el país ha quedado casi sin defensa ante la contrarrevolución cultural del imperio mediático de Berlusconi, saturando el imaginario popular con una marea de idioteces y de fantasías. Incapaz de enfrentarse a este cambio, el PCI intentó resistir. El último verdadero gran líder del Partido, Enrico Berlinguer, personificó el menosprecio austero del PCI hacia la complacencia y el infantilismo del nuevo universo del consumo cultural y material. Tras su partida, se franquearía la barrera que separa la resistencia de la capitulación: Walter Veltroni hizo campaña distribuyendo junto a L’Unitá fotos de sí mismo semejantes a las pequeñas estampas de los álbumes que coleccionan los escolares. 

Los desafíos del “operarismo” 

El idealismo del PCI le hizo incapaz de comprender las condiciones materiales del mercado y de los medios de comunicación que han transformado el tiempo libre en Italia; la misma falta de antenas sociológicas y económicas le impidieron detectar cambios no menos importantes en el mundo del trabajo. Desde el final de los años 1960, el PCI prestaba menos atención a este mundo que los jóvenes radicales que iban a protagonizar una de las más extrañas aventuras intelectuales de la izquierda europea de esa época, el operarismo [obrerismo], fenómeno muy particular de Italia. A diferencia del PCI, el PSI de postguerra tenía entre sus miembros a una de las grandes figuras del marxismo italiano, Rodolfo Morandi, que se había interesado en las estructuras de la industria italiana. Raniero Panzieri, militante del PSI de la generación siguiente, se convirtió en su legítimo heredero. En Turin, en el marco de sus investigaciones sobre las condiciones de los obreros de Fiat, Panzieri reunió a un grupo de jóvenes intelectuales, muchos de ellos (por ejemplo, Antonio Negri), aunque no todos, provenientes de las filas de la juventud socialista. Durante la década siguiente, el operarismo se desarrolló como una fuerza proteica, promoviendo una sucesión de publicaciones efímeras –Quaderni rossi, Classe operaia, Gatto selvaggio, Contrapiano– que pretendían explorar las transformaciones del mundo del trabajo y del capital industrial en la Italia contemporánea. El PCI no tenía entonces nada comparable, y mostró poca atención a esta ebullición, aunque uno de los más influyentes entre los nuevos teóricos del obrerismo, Mario Tronti, proviniera precisamente de sus filas. Se trata de un medio cuya cultura era extraña a la del partido, e incluso cerradamente hostil a Gramsci. 

El impacto del “operarismo” no procedía sólo de sus investigaciones o de sus ideas, sino de su conexión con los nuevos contingentes de la clase obrera: jóvenes inmigrantes del Sur, que se rebelaban contra los bajos salarios y las desastrosas condiciones de trabajo en las industrias del Norte de la península. Pero los sindicatos comunistas se mostraron desconcertados ante las manifestaciones espontáneas de militantismo o las formas inesperadas de lucha promovidas por esta nueva categoría de trabajadores. Haber anticipado estos cambios dio al “operarismo” una fuerza intelectual, aunque la fijó en ese momento de su pensamiento, conduciendo a una visión romántica de las revueltas proletarias vistas como un flujo de lava más o menos continuo procedente de las industrias. Desde mediados de los años 1970, conscientes de que la industria italiana estaba cambiando otra vez y que el militantismo de taller declinaba, Negri y otros volvieron a la figura del “trabajo social” en general –virtualmente cualquier empleado o parado– como portador de la revolución inmanente. La abstracción de esta noción era un signo de desesperanza, y las políticas apocalípticas que la acompañaron llevaron al operarismo de finales de los años 1970 a su canto de cisne. No contento con haber faltado a las mutaciones de los años 1960, el PCI no ofreció entonces otra cosa que una sociología industrial. Así, cuando en los años 1980 la economía italiana volvió a sufrir cambios críticos con el desarrollo de pequeñas empresas de exportación y de una economía sumergida –el “segundo milagro italiano”, se le denominó con esperanza-, el Partido estaba de nuevo poco preparado, pero esta vez el golpe dado a su liderazgo en la representación política de la clase obrera italiana fue fatal. Veinte años más tarde, el triunfo de Forza Italia dramatizó su incapacidad para responder a tiempo a la masificación de la cultura popular y la victoria de la Liga del Norte reveló su impotencia para oponerse a la fragmentación posmoderna del trabajo. [...] 

El callejón sin salida del “compromiso histórico” 

Incapaz de asumir o de desarrollar las revueltas de finales de los años 1960 y comienzos de los 1970, el PCI se volvió una vez más hacia la DC, con la vana esperanza de que estuviera dispuesta a colaborar en el gobierno del país –catolicismo y comunismo unidos en un “compromiso histórico” para defender a la democracia italiana contra los peligros de la subversión y las tentaciones consumistas. Al proponer este pacto, inmediatamente después de convertirse en el nuevo líder del partido, Berlinguer evocó el caso de Chile, donde Allende acababa de ser derrocado, advirtiendo de los riesgos inevitables de una guerra civil si la izquierda –comunistas y socialistas– intentaba gobernar un país en base a una simple mayoría aritmética de electores. Pocos argumentos podían ser tan descaradamente mentirosos. Ninguna guerra civil despuntaba por el horizonte en Italia; las explosiones de violencia que habían tenido lugar –sobre todo la bomba colocada por el terrorismo negro en la Piazza Fontana en Milan en 1969– habían tenido muy poca incidencia en la vida política de la península en su conjunto. No obstante, una vez adoptada por el Partido Comunista la decisión de abrazarse con la DC, los grupos revolucionarios a la izquierda del PCI, surgidos de la rebelión de la juventud, sólo vieron un bloque de poder parlamentario monolítico y sin oposición y optaron decididamente por la acción directa. Los primeros ataques mortales de las Brigadas Rojas comenzaron al año siguiente. 

El sistema político no estaba por ello en peligro. Durante las elecciones de 1976, el PCI obtuvo un buen resultado. Como consecuencia, la DC aceptó graciosamente el apoyo de los comunistas para formar sus gobiernos llamados de “solidaridad nacional” bajo la presidencia de Giulio Andreotti, pero sin cambiar de táctica ni conceder por tanto ningún ministerio al PCI. Se intensificó la legislación represiva, limitando de forma ilegítima las libertades civiles. Dos años más tarde, las Brigadas Rojas secuestraron en Roma a uno de los líderes más importantes de la DC, Aldo Moro, exigiendo la libertad de sus prisioneros a cambio de su liberación. Durante los 55 días de cautividad, temiendo ser abandonado a su suerte por su propio partido, Moro escribió cartas cada vez más amargas a sus colegas, amenazando abiertamente a Andreotti. Durante esta crisis, una vez más, el PCI no mostró ni humanidad ni buen sentido, denunciando cualquier forma de conciliación y de negociación con más vehemencia que la propia dirección de la DC. 

Moro fue abandonado. Si le hubieran dejado con vida, su vuelta habría dividido a la Democracia Cristiana y puesto fin a la carrera de Andreotti. El precio por su vida era ridículo. Las Brigadas Rojas, ese grupo minúsculo que nunca constituyó un peligro significativo para la democracia italiana, poco reforzadas habrí- an podido resultar con la liberación de algunos de sus miembros, que podrían haber estado desde su salida de prisión bajo el control constante de la policía. La idea de que el prestigio del Estado no podría sobrevivir a tamaña rendición, o que millares de terroristas habrían podido brotar después, sólo era histeria interesada. Los socialistas la han vivido también y han intentado negociar. Los comunistas, más papistas que el papa, en su prisa por demostrar que eran los más firmes soportes del Estado, sacrificaron una vida y salvaron su Némesis en vano. Tras haberlos utilizado, Andreotti –maestro consumado de la sincronización, superando en este arte al propio Da Gasperi– se desembarazó de los comunistas. En las elecciones de 1979, más aislado que nunca, el PCI perdió un millón y medio de votantes. El “compromiso histórico” no le reportó otra cosa que la desilusión de sus electores y el debilitamiento de su base. Cuando algunos años más tarde Berlinguer llamó a los trabajadores de la Fiat, amenazados por despidos masivos, a ocupar su fábrica, no encontró eco. La última acción de importancia a la que se lanzó el Partido fue rápidamente derrotada. 

Élites invertebradas 

Hace cinco años, reflexionando amargamente sobre la política de su país, Giovanni Sartori señalaba que Gramsci tenía razón al distinguir entre la guerra de posiciones y la guerra de movimientos. Los grandes jefes –Churchill o De Gaulle– habían comprendido la necesidad de la guerra de movimientos. En Italia, los políticos tan sólo conocían la guerra de posiciones. Decía que el título de la famosa obra de Ortega y Gasset, España invertebrada, convenía más a Italia, donde la Contrarreforma había generado el hábito del conformismo, y las continuas invasiones de potencias extranjeras habían convertido a los italianos en auténticos especialistas en el arte de sobrevivir doblando el espinazo. A falta de una élite valerosa, Italia era una nación sin vértebras. Sartori no hablaba por hablar. Se estaba dirigiendo a la misma clase política que describía en su discurso. En ese momento, el PCI había desaparecido. Berlusconi estaba en el poder y sus objetivos centrales eran claros: protegerse y proteger a su Imperio contra la Ley. Las medidas ad personam para defender a ambos provenían del Parlamento y terminaban su carrera en las oficinas del presidente. La Presidencia no es un título honorífico; quien asume este cargo no sólo nombra al primer ministro, cuya elección debe ser ratificada por el Parlamento, sino que también puede recusar ministros y negarse a firmar cualquier legislación. En 2003, el cargo estaba ocupado por el antiguo presidente del Banco Central, Carlo Azeglio Ciampi, un adorno del centro izquierda que dirigió el último gobierno de la Primera República, había servido de ministro de Finanzas bajo Prodi, convertido hoy en senador del Partido Demócrata. 

Imperturbable, Ciampi firmó entonces la legislación, no sólo para consolidar el poder de Berlusconi sobre los medios de comunicación, sino para garantizarle la inmunidad de la que el propio Ciampi, como presidente, también podría beneficiarse. Ciampi se mantuvo sordo a las llamadas de la calle que le reclamaba no firmar. Los herederos del PCI, por su parte, tampoco plantearon ninguna objeción. El proyecto de la ley sobre la inmunidad provenía precisamente de las filas del centro izquierda. Aunque hubo duras críticas en la prensa, no se cuestionó al presidente, al que se supone por encima de los partidos y tratado con toda la deferencia debida. Sólo se elevó una voz contra la decisión de Ciampi, la del liberal conservador Sartori. 

En estos momentos, un antiguo comunista, Giorgio Napolitano, líder de la fracción más a la derecha del PCI tras la muerte de Giorgio Amendola, ocupa el palacio presidencial. Antes de su elección, la primera Ley de Inmunidad había sido rechazada por el Tribunal Constitucional. Siguiendo la moda inaugurada por el Tratado de Lisboa, esa misma ley ha vuelto a ser aprobada por la mayoría parlamentaria de Berlusconi. La dirección de la delegación postcomunista en el Senado, lejos de oponerse, no planteó ninguna objeción de principio, salvo que sólo debería aplicarse en la siguiente legislatura. Pero Napolitano no quiso perder el tiempo, y añadió su firma para su aplicación inmediata. Una vez más, las únicas voces que se alzaron para denunciar la ignominia fueron liberales o apolíticas. Sartori y un puñado de librepensadores reprobaron en la prensa no sólo la sumisión del Partido Demócrata, sino también la de Rifondazione Comunista. Así es la izquierda invertebrada en la Italia de hoy. 

Fuerzas históricas poderosas –el fin de la experiencia soviética; la contracción o la desintegración de la clase obrera tradicional; el debilitamiento del Estado providencia; la expansión de la blogosfera; el declive de los partidos– han pesado duramente sobre la izquierda en toda Europa, no dejando intacto a ningún partido. La caída del Partido Comunista Italiano forma parte, en este sentido, de una historia mucho más amplia. Pero en ninguna otra parte se ha dilapidado por completo semejante herencia. El partido derrotado por De Gasperi y Andreotti, que fracasó en la depuración del fascismo y en su intento de dividir a la DC, siempre fue una fuerza en expansión de una notable vitalidad, al margen de su inocencia estratégica. Sus herederos se han comprometido con Berlusconi, sin la sombra de una excusa, sabiendo exactamente quién era y lo que estaban haciendo. Existe hoy día una extensa literatura sobre Berlusconi, dentro y fuera de la península, incluyendo tres grandes estudios en inglés. Es sorprendente constatar lo ambiguos que se vuelven algunos de estos análisis cuando tocan el tema de la ayuda aportada por el centro izquierda, tanto para limpiarle cara como para reforzar su poder. La complicidad de los presidentes de la República para ponerlo, y de paso ponerse ellos mismos, por encima de la ley, no constituye una anomalía, sino que forma parte de un modelo coherente que ha mostrado a los herederos del comunismo italiano permitiéndole mantener y aumentar su imperio, a pesar de la ley. No han levantado ni un dedo para denunciar sus conflictos de intereses; han librado de la prisión a su brazo derecho y a un puñado de millonarios criminales; y han intentado de manera repetida hacer negocios electorales con él, a costa de cualquier principio democrático. Al final del proceso, la izquierda italiana tiene no sólo vacías las manos, al igual que sus predecesores; también el espíritu y la conciencia. 

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