lunes, 9 de septiembre de 2013

Un reto terriblemente humano: The Act of Killing

Julie Wark*, En SinPermiso.info 

El 1 de octubre de 1965, después de un “frustrado golpe de estado comunista”, un grupo de dirigentes militares indonesios se embarcaron en uno de los crímenes más horrendos de la historia humana: la masacre organizada de probablemente más de un millón de personas (nadie los contó), sobre todo miembros del partido comunista, de organizaciones de mujeres, de sindicalistas, de profesores, de ciudadanos de etnia china, de defensores de la reforma agraria y de otros demócratas; además del encarcelamiento sin juicio de cientos de miles más. El golpe de verdad, el de general Suharto, derrocó el gobierno izquierdista y no alineado de Sukarno, el fundador de la Indonesia independiente, e inauguró el Nuevo Orden, un régimen militar brutalmente represivo que muy pronto se hizo notorio por su desenfrenada corrupción.

Los reportajes en EE.UU. aparecieron con titulares como “Un rayo de luz en Asia” o “Las mejores noticias de Asia en muchos años”. Unos documentos luego desclasificados muestran que los gobiernos de EE.UU. y del Reino Unido fueron cómplices en las masacres y en la consolidación del régimen de Suharto. Suministraron fondos, armas, radios y, sobre todo, listas de la muerte con miles de nombres de partidarios de Sukarno, tanto los de base como los dirigentes. Pero esta evidencia concluyente del contubernio no ha dado lugar a protestas. Al contrario, la escala abominable de los asesinatos ha sido lo bastante maquillada como para proporcionar a Indonesia una imagen casi aceptable en las relaciones internacionales dominantes. En la esfera doméstica, se ha mantenido bastante visible, como corresponde a las necesidades de un régimen de terror: los asesinos no sólo andan sueltos sino que, desde hace 48 años, son héroes nacionales.
Las películas que han intentado documentar los hechos de 1965-1966 se han centrado hasta ahora en los testimonios de las víctimas, gente muy afectada que habla de experiencias horrorosas y denuncia las injusticias presentes y pasadas. Son películas valientes y muy importantes ya que todas contradicen la historia oficial. No obstante, se han realizado con presupuestos mínimos, recursos tecnológicos muy limitados y con escasa divulgación, en gran parte por miedo al régimen. Por consiguiente, no repercuten en una esfera pública abrumada por la propaganda oficial. Joshua Oppenheimer, director de la película The Act of Killing, con Christine Cynn y “Anónimo” de codirectores (casi toda la lista de créditos consiste en un “Anónimo” tras otro), en principio quiso hacer una película sobre estos supervivientes, pero resultó imposible por el terror que aún sentían y, además, cuando lo intentó, los militares confiscaron los aparatos de rodaje. Así pues, decidió dirigirse a los esbirros del régimen. Se dio cuenta de que si colaboraban podían desenmascarar una “democracia” cuyos ciudadanos viven con miedo permanente. Si los asesinos se jactaban de sus hazañas, revelarían cómo el Estado logra infundir terror. Oppenheimer pasó ocho años con algunos de los asesinos indonesios más que dispuestos a hablar. No se trata de una historia edificante de arrepentimiento. Pero el resultado de estas 1.200 horas de rodaje es radicalmente subversivo ya que retrata de manera insólita la impunidad de los autores de las masacres, algunos de los cuales son altos funcionarios del gobierno.

El título de esta película extraordinaria se refiere tanto al acto de matar como a su representación por los mismos asesinos. El primer significado plantea preguntas muy problemáticas. Matar a miembros de nuestra propia especie, en masse, deliberada y repetidamente es una acción exclusivamente humana. Así que Oppenheimer se pregunta no sólo sobre los hechos de Indonesia sino también sobre nuestra humanidad misma. Si los humanos se matan, ¿qué significa?, ¿cuáles son las consecuencias del asesinato?, ¿por qué nos matamos?, ¿cuáles son las consecuencias de la impunidad de los asesinos en nuestras sociedades?, ¿cómo justificamos una matanza en las historias que explicamos? Estas historias, circunspectas en la versión de los asesinos indirectos (liberamos al país de los malvados comunistas), y explicadas con impudicia desinhibida por los homicidas directos (les apaleábamos, les violábamos y les dábamos garrote) sirven al mismo propósito, el de apuntalar un régimen establecido mediante el crimen abominable de lesa humanidad. El trauma de Indonesia hierve bajo la superficie de un sistema que se afana en aparecer benigno (con un presidente cuyo suegro, Sarwo Edhie, era uno de los sicarios más poderosos y desalmados). Pero que está muy lejos de serlo porque las mentiras sobre las que se fundó el sistema necesitan perpetuarse por el método que sea.

El interés de Oppenheimer en la representación de estos actos criminales tiene un aspecto histórico y se remonta a la época en se sospechaba que el jefe de la Asociación Americana de Productores Cinematográficos en Indonesia había estado involucrado en una conspiración para derrocar a Sukarno. Los grupos izquierdistas organizaron un boicot generalizado de las películas de Hollywood en los años 1964 y 1965, que se plasmó en manifestaciones delante de los cines, lo que fastidió muchísimo a una banda de mafiosos de Medan, la capital de Sumatra del Norte, los actuales protagonistas de The Act of Killing. La reventa de entradas era una de sus actividades más inocuas y, por otra parte, eran tan adictos a las películas americanas que ya habían inventado su propia «cultura gángster» inspirada en Hollywood.
Derivada del holandés, de «hombre libre», la palabra preman significa «gángster» en indonesio. Para los preman, el «hombre libre» tiene poder ilimitado que, al servicio del Estado, conlleva grandes beneficios personales. Su definición antisocial de «hombre libre» se inspiró en gran parte en películas americanas y, como cabe esperar, quieren que sus burdos símbolos del mercado «libre» aparezcan en abundancia a lo largo de The Act of Killing. También aprendían de Hollywood la crueldad:

Vi tantas pelis sádicas; nos influían tanto... Éramos más crueles que las pelis–.

Estos gángsteres eran «libres» o, mejor dicho, estaban desatados y podían ser tan crueles como quisieran a partir del 30 de septiembre 1965, cuando los militares, que necesitaban pasar desapercibidos durante la carnicería, les reclutaron para hacer su trabajo sucio. El primer principio de Pancasila, los cinco pilares del Estado de Indonesia, reza «Fe en un solo Dios» (Alá). Los comunistas eran enemigos impíos del Islam y, por lo tanto, traidores a la República. Ergo, tenían que ser eliminados. La «organización juvenil» Pemuda Pancasila se transformó rápidamente en una máquina de matar con tres millones de socios que, en su mundo pervertido, llevan como «camuflaje» el color del fuego, porque lo último que desean es pasar inadvertidos. Los preman, destructores de los enemigos del Islam, cuentan con la protección del vicepresidente, Jusuf Kalla, que explica a un público risueño y muy entusiasta de una asamblea (filmada en la película), que la nación necesita a sus gángsteres.

Uno de los protagonistas, Anwar Congo, dirigente de Pemuda Pancasila, explica alegremente que llevaba tejanos cuando iba a matar al lugar que denomina «el despacho de sangre».

Si habíamos visto una peli alegre, de Elvis por ejemplo, salíamos del cine con una sonrisa y bailando al ritmo de la música… Estábamos excitados. No nos importaba lo que pensaba la gente. Íbamos al despacho paramilitar. Yo siempre mataba a la gente allí… Como si fuéramos felices matando.

Anwar Congo en el documental
Hay también otro nivel de representación. El héroe nacional, Anwar Congo, hombre libre, salvador, líder y defensor de la fe, mató a unas mil personas y perfeccionó su técnica de matar en el proceso. Cantaba y bailaba, siempre intentando ocultarse tras la multitud de caracteres cinematográficos a los que prestó su propia identidad. The Act of Killing saca a la luz verdades terribles de hombres que se representan a sí mismos y no pueden expresar la culpa de ninguna otra manera, si es que sienten alguna culpa.

No temen al castigo. Uno dice: «Son los vencedores que definen los crímenes de guerra y yo soy un vencedor. Hago mi propia definición». Los vencedores fueron apoyados por toda la cadena de mando indonesio y, allende el océano, por Washington, como queda demostrado en un intercambio de telegramas entre el Ministerio de Asuntos Exteriores de EEUU y su embajada en Yakarta. Anwar y sus amigos son ingenuos, quizá, porque lejos de mostrarse cautelosos respecto al proyecto de Oppenheimer, confían automáticamente en él como ciudadano de EEUU, el país amigo del régimen. En vez de dirigir a sus actores como objetivos de la cámara, Oppenheimer los invita a participar en el guión, el reparto, el diseño y el rodaje de la película. Comentan sobre el metraje y sus posibles consecuencias. Oppenheimer pregunta a un hombre si sabe que podría ser procesado por crímenes de guerra. ¿La respuesta? «¡Que vengan a juzgarme!»

Encantados con la oportunidad de ser héroes en su propia película, eligen toda clase de formatos: de vaqueros, de gángsteres, de vodevil, de suspense, de parodia de travestis, y de guerra. No faltan vestidos vaporosos de color fucsia, un pez gigante, una cascada espectacular y, por supuesto, violencia, fuego, gritos, muchos cadáveres y mucha sangre. Después de una escena especialmente salvaje, uno de los matones intenta consolar a su nietecita: «Pebby, has trabajado muy bien pero ahora tienes que dejar de llorar». Lo que demuestra la película es que no sólo mataron personas sino también las ideas, la solidaridad, la humanidad y la verdad. Los insoportables hechos sólo pueden expresarse mediante grotescas palabras, como las de Anwar:

Hay muchos fantasmas porque aquí matamos a mucha gente. Murieron de causas no naturales… Llegaron totalmente sanos [los imita entrando]. Los apaleábamos [los imita encogiéndose de miedo] y morían. Al comienzo los golpeábamos a muerte pero había demasiada sangre, tanta sangre había aquí que cuando la limpiábamos olía horrible. Para evitar la sangre inventé este sistema [un garrote hecho con cuerda de piano]. ¿Quieres que te lo demuestre? [Lo demuestra con la ayuda de su amigo que hace de víctima.]

He intentado olvidarlo todo con buena música [sonríe], bailando [baila un poco], siendo feliz, con un poco de alcohol, un poco de marihuana, un poco de… ¿cómo se llama? ¿Éxtasis? De vez en cuando me emborracho, vuelo y me siento feliz [baila y canta].

Uno de sus amigos violó a centenares de niñas y le encanta vanagloriarse de ello. «Las más bonitas tienen catorce o quince años. Jovencitas todavía, y tiernas.» Tras la muralla de sus bravuconadas, estos matones son fantasmas, hombres vacíos condenados a pasar el resto de su vida fingiendo ser humanos. Aún más estremecedor resulta que la película impulsa al espectador a extrapolar la figura de este individuo deshumanizado a todo el régimen (y no sólo el de Indonesia), otra clase de monstruo pero también un producto humano que, por su propia naturaleza, no puede respetar los valores humanos. En una escena, un homenaje a Anwar, una joven sonriente explica, «Ustedes, Anwar Congo y sus amigos, desarrollaron un sistema nuevo, más eficiente, de exterminar comunistas, un sistema más humano, menos sádico y sin violencia excesiva. Pero ¡también los aniquilaron!». Oppenheimer había comenzado con la idea de encontrar la «personificación del mal» y encontró a gente aparentemente normal que, de una manera u otra, aún perpetúan los crímenes contra la humanidad.

Anwar, que a veces aparece como un abuelo cariñoso, tiene pesadillas en las que los ojos de una cabeza decapitada lo miran fijamente. Cuando visiona su propia actuación en la película, intenta, de la única manera que sabe, protegerse de la evidencia que él mismo ha confesado de sus crímenes. Comienza a ornamentar sus escenas, que se vuelven cada vez más estrafalarias. En un momento especialmente estridente, unas mujeres cantan Nacida libre frente a una gran cascada, mientras dos comunistas muertos se levantan, sacan los garrotes y le ofrecen a Anwar, vestido con una túnica negra, una medalla por haberlos enviado al cielo. Como entendió muy bien Oppenheimer, Anwar inventaba alegorías para embellecer todo un sistema de impunidad.

Al final de la película, Anwar vuelve a su «despacho de sangre», aún jactancioso pero algo apagado. De pronto deja de hablar. Tiene arcadas. El ruido de su sufrimiento físico es espantoso, el grito de mil espectros que intenta expulsar. Ni con todas las películas del mundo puede deshacerse de sus crímenes porque no logra cerrar la brecha entre su persona inventada y la realidad atroz de sus acciones. Intenta vomitar el vacío, atragantándose con el terror de asomarse al abismo que él mismo ha cavado. No obstante, en algunos momentos, la película presenta a una fría confrontación con ciertas verdades. Adi Zulkadry, verdugo del padre de su novia china y de otras innumerables personas, dice:

Si sale bien esta peli, desmentirá toda la propaganda que dice que los comunistas son crueles. Y se verá que éramos nosotros los crueles. Somos nosotros los crueles [se ríe]… No lo digo por miedo. Esto pasó hace cuarenta años… pues ya ha prescrito el tiempo para llevarnos a los tribunales. Se trata de nuestra imagen… De todos modos, no es nuestro problema. Es un problema de la historia.

Nadie le hace caso. Sus amigos quieren llevar a buen término su proyecto narcisista.

Al fin, Anwar se pregunta «¿He pecado?». ¿Sería «pecado» la palabra adecuada? Si se entiende en el sentido laico de violar normas sociales o morales, quizás. O quizás se argumentaría que Anwar era sólo un pequeño eslabón en una gran cadena. Si lo era, surge otra pregunta incómoda sobre la complicidad de todo el mundo en el gran crimen, de todos, excepto de las personas convertidas en impotentes por su condición de víctimas. Este argumento absolutorio, como en el caso de Adolf Eichmann, implica la maquinaria irrefrenable de un Estado todopoderoso. El «pecado», en cambio, implica un agente de carne y hueso, un ser humano capaz de elegir si quiere ser responsable de y ante los códigos morales. O no. Eichmann, gran criminal y patético evasor de la culpa, entregó de buena gana el libre espíritu humano a un sistema totalitario. En una «democracia», los ciudadanos somos cómplices en mayor o menor medida de lo que el Estado (que en teoría los representa) dice, hace y pide. Cómplices de sus mentiras. Y he aquí unos temas actuales: los crímenes de guerra en nombre de la lucha contra el «terrorismo», los asesinatos mediante aeronaves no tripuladas («un sistema más humano, menos sádico y sin violencia excesiva. Pero ¡también los aniquilaron!»), la persecución de periodistas y denunciantes de los crímenes de Estado, y el rechazo generalizado y oficial del pensamiento libre y crítico, el odio contra ello, que hay que imponer en cualquier régimen basado en mentiras. Y ¿hay algún régimen hoy que no lo sea?

¿Qué ha sucedido en Indonesia después de que una banda de sicarios dejara a la vista las mentiras del régimen? No se puede distribuir abiertamente The Act of Killing y, desde luego, han amenazado a Oppenheimer y a sus colegas anónimos. Sin embargo, los directores de la revista Tempo quedaron tan conmocionados por la película (en una proyección clandestina) que enviaron inmediatamente unos sesenta reporteros por toda Indonesia para corroborar la historia. Encontraron que las verdades de Medan son generalizables a todo el país. [1] Por supuesto, el fiscal del Estado ha declarado que no hay evidencia de que las matanzas fueran una violación de derechos humanos, lo que demuestra por enésima vez cómo se mutila el lenguaje en un proyecto que pretende apuntalar mentiras. No obstante, la prensa ha comenzado utilizar la palabra «genocidio» al hablar de los hechos de 1965-1966. Si los periodistas se toman en serio el significado de la palabra, tendrán que utilizar el mismo término para denunciar lo que hace el régimen ahora mismo en Papúa Occidental: genocidio.

Bien consciente de los riesgos de las proyecciones públicas de su película en Indonesia, Oppenheimer ha prometido acceso gratuito online. Poco a poco, las verdades más espinosas se conocerán pero ¿podrían allanar el camino hacia una sociedad más justa? Indonesia dista mucho de cumplir con los requerimientos más básicos de los derechos humanos. Pero no sólo Indonesia. El mundo entero da rápidamente marcha atrás en términos de los derechos humanos y la dignidad humana, o sea de los valores éticos. The Act of Killing va dirigida a todo el mundo y no exime a unos otros actores en bonitos trajes y con las manos manchadas de sangre, los Jefes de Estado, sus asesores o los gerentes de los grandes multinacionales que diariamente toman sus decisiones letales. Nos corresponde a nosotros, los ciudadanos, hacer más que simplemente sentirnos horrorizados por esta película. Porque, en el fondo, sus imágenes nos retan a elegir entre ser un eslabón de una cadena infame o comportarnos éticamente e intentar defender y proteger al máximo los valores humanos tan duramente conquistados por la Ilustración. Si no respaldamos la segunda opción, podremos esperar un mundo cada vez más totalitario poblado de humanoides vacíos dispuestos a obedecer cualquier orden o norma, por muy aborrecible que sea. Gente como Anwar Congo y sus amigos gángsteres, los líderes juveniles.

(Una versión anterior de este artículo fue publicada a finales de agosto en inglés en Counterpunch: http://www.counterpunch.org/2013/08/30/a-terribly-human-challenge/)

Nota:
[1] Como se explica en un número especial de Tempo, titulado “Pengakuan Algojo” (Confesiones de verdugos), del 1 de octubre del 2012.

Julie Wark, autora del Manifiesto de derechos humanos (Barataria, 2011) y miembro del Consejo Editorial de Sinpermiso.

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