Julie Wark*, En SinPermiso.info
El 1 de octubre de 1965, después de un “frustrado golpe de estado comunista”, un grupo de dirigentes militares indonesios se embarcaron en uno de los crímenes más horrendos de la historia humana: la masacre organizada de probablemente más de un millón de personas (nadie los contó), sobre todo miembros del partido comunista, de organizaciones de mujeres, de sindicalistas, de profesores, de ciudadanos de etnia china, de defensores de la reforma agraria y de otros demócratas; además del encarcelamiento sin juicio de cientos de miles más. El golpe de verdad, el de general Suharto, derrocó el gobierno izquierdista y no alineado de Sukarno, el fundador de la Indonesia independiente, e inauguró el Nuevo Orden, un régimen militar brutalmente represivo que muy pronto se hizo notorio por su desenfrenada corrupción.
Los
reportajes en EE.UU. aparecieron con titulares como “Un rayo de luz
en Asia” o “Las mejores noticias de Asia en muchos años”. Unos
documentos luego desclasificados muestran que los gobiernos de EE.UU. y
del Reino Unido fueron cómplices en las masacres y en la
consolidación del régimen de Suharto. Suministraron fondos, armas,
radios y, sobre todo, listas de la muerte con miles de nombres de
partidarios de Sukarno, tanto los de base como los dirigentes. Pero
esta evidencia concluyente del contubernio no ha dado lugar a
protestas. Al contrario, la escala abominable de los asesinatos ha
sido lo bastante maquillada como para proporcionar a Indonesia una
imagen casi aceptable en las relaciones internacionales dominantes.
En la esfera doméstica, se ha mantenido bastante visible, como
corresponde a las necesidades de un régimen de terror: los asesinos
no sólo andan sueltos sino que, desde hace 48 años, son héroes
nacionales.
Las
películas que han intentado documentar los hechos de 1965-1966 se
han centrado hasta ahora en los testimonios de las víctimas, gente
muy afectada que habla de experiencias horrorosas y denuncia las
injusticias presentes y pasadas. Son películas valientes y muy
importantes ya que todas contradicen la historia oficial. No
obstante, se han realizado con presupuestos mínimos, recursos
tecnológicos muy limitados y con escasa divulgación, en gran parte
por miedo al régimen. Por consiguiente, no repercuten en una esfera
pública abrumada por la propaganda oficial. Joshua Oppenheimer,
director de la película The Act of Killing, con
Christine Cynn y “Anónimo” de codirectores (casi toda la lista
de créditos consiste en un “Anónimo” tras otro), en principio
quiso hacer una película sobre estos supervivientes, pero resultó
imposible por el terror que aún sentían y, además, cuando lo
intentó, los militares confiscaron los aparatos de rodaje. Así
pues, decidió dirigirse a los esbirros del régimen. Se dio cuenta
de que si colaboraban podían desenmascarar una “democracia”
cuyos ciudadanos viven con miedo permanente. Si los asesinos se
jactaban de sus hazañas, revelarían cómo el Estado logra infundir
terror. Oppenheimer pasó ocho años con algunos de los asesinos
indonesios más que dispuestos a hablar. No se trata de una historia
edificante de arrepentimiento. Pero el resultado de estas 1.200 horas
de rodaje es radicalmente subversivo ya que retrata de manera
insólita la impunidad de los autores de las masacres, algunos de los
cuales son altos funcionarios del gobierno.
El título de esta película extraordinaria se refiere tanto al acto de matar como a su representación por los mismos asesinos. El primer significado plantea preguntas muy problemáticas. Matar a miembros de nuestra propia especie, en masse, deliberada y repetidamente es una acción exclusivamente humana. Así que Oppenheimer se pregunta no sólo sobre los hechos de Indonesia sino también sobre nuestra humanidad misma. Si los humanos se matan, ¿qué significa?, ¿cuáles son las consecuencias del asesinato?, ¿por qué nos matamos?, ¿cuáles son las consecuencias de la impunidad de los asesinos en nuestras sociedades?, ¿cómo justificamos una matanza en las historias que explicamos? Estas historias, circunspectas en la versión de los asesinos indirectos (liberamos al país de los malvados comunistas), y explicadas con impudicia desinhibida por los homicidas directos (les apaleábamos, les violábamos y les dábamos garrote) sirven al mismo propósito, el de apuntalar un régimen establecido mediante el crimen abominable de lesa humanidad. El trauma de Indonesia hierve bajo la superficie de un sistema que se afana en aparecer benigno (con un presidente cuyo suegro, Sarwo Edhie, era uno de los sicarios más poderosos y desalmados). Pero que está muy lejos de serlo porque las mentiras sobre las que se fundó el sistema necesitan perpetuarse por el método que sea.
El interés de Oppenheimer en la representación de estos actos criminales tiene un aspecto histórico y se remonta a la época en se sospechaba que el jefe de la Asociación Americana de Productores Cinematográficos en Indonesia había estado involucrado en una conspiración para derrocar a Sukarno. Los grupos izquierdistas organizaron un boicot generalizado de las películas de Hollywood en los años 1964 y 1965, que se plasmó en manifestaciones delante de los cines, lo que fastidió muchísimo a una banda de mafiosos de Medan, la capital de Sumatra del Norte, los actuales protagonistas de The Act of Killing. La reventa de entradas era una de sus actividades más inocuas y, por otra parte, eran tan adictos a las películas americanas que ya habían inventado su propia «cultura gángster» inspirada en Hollywood.
El título de esta película extraordinaria se refiere tanto al acto de matar como a su representación por los mismos asesinos. El primer significado plantea preguntas muy problemáticas. Matar a miembros de nuestra propia especie, en masse, deliberada y repetidamente es una acción exclusivamente humana. Así que Oppenheimer se pregunta no sólo sobre los hechos de Indonesia sino también sobre nuestra humanidad misma. Si los humanos se matan, ¿qué significa?, ¿cuáles son las consecuencias del asesinato?, ¿por qué nos matamos?, ¿cuáles son las consecuencias de la impunidad de los asesinos en nuestras sociedades?, ¿cómo justificamos una matanza en las historias que explicamos? Estas historias, circunspectas en la versión de los asesinos indirectos (liberamos al país de los malvados comunistas), y explicadas con impudicia desinhibida por los homicidas directos (les apaleábamos, les violábamos y les dábamos garrote) sirven al mismo propósito, el de apuntalar un régimen establecido mediante el crimen abominable de lesa humanidad. El trauma de Indonesia hierve bajo la superficie de un sistema que se afana en aparecer benigno (con un presidente cuyo suegro, Sarwo Edhie, era uno de los sicarios más poderosos y desalmados). Pero que está muy lejos de serlo porque las mentiras sobre las que se fundó el sistema necesitan perpetuarse por el método que sea.
El interés de Oppenheimer en la representación de estos actos criminales tiene un aspecto histórico y se remonta a la época en se sospechaba que el jefe de la Asociación Americana de Productores Cinematográficos en Indonesia había estado involucrado en una conspiración para derrocar a Sukarno. Los grupos izquierdistas organizaron un boicot generalizado de las películas de Hollywood en los años 1964 y 1965, que se plasmó en manifestaciones delante de los cines, lo que fastidió muchísimo a una banda de mafiosos de Medan, la capital de Sumatra del Norte, los actuales protagonistas de The Act of Killing. La reventa de entradas era una de sus actividades más inocuas y, por otra parte, eran tan adictos a las películas americanas que ya habían inventado su propia «cultura gángster» inspirada en Hollywood.
Derivada
del holandés, de «hombre libre», la palabra preman significa
«gángster» en indonesio. Para los preman, el «hombre
libre» tiene poder ilimitado que, al servicio del Estado, conlleva
grandes beneficios personales. Su definición antisocial de «hombre
libre» se inspiró en gran parte en películas americanas y, como
cabe esperar, quieren que sus burdos símbolos del mercado «libre»
aparezcan en abundancia a lo largo de The Act of Killing.
También aprendían de Hollywood la crueldad:
–Vi tantas pelis sádicas; nos influían tanto... Éramos más crueles que las pelis–.
Estos
gángsteres eran «libres» o, mejor dicho, estaban desatados y
podían ser tan crueles como quisieran a partir del 30 de septiembre
1965, cuando los militares, que necesitaban pasar desapercibidos
durante la carnicería, les reclutaron para hacer su trabajo sucio.
El primer principio de Pancasila, los cinco pilares del
Estado de Indonesia, reza «Fe en un solo Dios» (Alá). Los
comunistas eran enemigos impíos del Islam y, por lo tanto, traidores
a la República. Ergo, tenían que ser eliminados. La «organización
juvenil» Pemuda Pancasila se transformó rápidamente en una máquina
de matar con tres millones de socios que, en su mundo pervertido,
llevan como «camuflaje» el color del fuego, porque lo último que
desean es pasar inadvertidos. Los preman, destructores de
los enemigos del Islam, cuentan con la protección del
vicepresidente, Jusuf Kalla, que explica a un público risueño y muy
entusiasta de una asamblea (filmada en la película), que la nación
necesita a sus gángsteres.
Uno de los
protagonistas, Anwar Congo, dirigente de Pemuda Pancasila, explica
alegremente que llevaba tejanos cuando iba a matar al lugar que
denomina «el despacho de sangre».
Si
habíamos visto una peli alegre, de Elvis por ejemplo, salíamos del
cine con una sonrisa y bailando al ritmo de la música… Estábamos
excitados. No nos importaba lo que pensaba la gente. Íbamos al
despacho paramilitar. Yo siempre mataba a la gente allí… Como si
fuéramos felices matando.
Anwar Congo en el documental |
No temen
al castigo. Uno dice: «Son los vencedores que definen los crímenes
de guerra y yo soy un vencedor. Hago mi propia definición». Los
vencedores fueron apoyados por toda la cadena de mando indonesio y,
allende el océano, por Washington, como queda demostrado en un
intercambio de telegramas entre el Ministerio de Asuntos Exteriores
de EEUU y su embajada en Yakarta. Anwar y sus amigos son ingenuos,
quizá, porque lejos de mostrarse cautelosos respecto al proyecto de
Oppenheimer, confían automáticamente en él como ciudadano de EEUU,
el país amigo del régimen. En vez de dirigir a sus actores como
objetivos de la cámara, Oppenheimer los invita a participar en el
guión, el reparto, el diseño y el rodaje de la película. Comentan
sobre el metraje y sus posibles consecuencias. Oppenheimer pregunta a
un hombre si sabe que podría ser procesado por crímenes de guerra.
¿La respuesta? «¡Que vengan a juzgarme!»
Encantados
con la oportunidad de ser héroes en su propia película, eligen toda
clase de formatos: de vaqueros, de gángsteres, de vodevil, de
suspense, de parodia de travestis, y de guerra. No faltan vestidos
vaporosos de color fucsia, un pez gigante, una cascada espectacular
y, por supuesto, violencia, fuego, gritos, muchos cadáveres y mucha
sangre. Después de una escena especialmente salvaje, uno de los
matones intenta consolar a su nietecita: «Pebby, has trabajado muy
bien pero ahora tienes que dejar de llorar». Lo que demuestra la
película es que no sólo mataron personas sino también las ideas,
la solidaridad, la humanidad y la verdad. Los insoportables hechos
sólo pueden expresarse mediante grotescas palabras, como las de
Anwar:
Hay
muchos fantasmas porque aquí matamos a mucha gente. Murieron de
causas no naturales… Llegaron totalmente sanos [los imita
entrando]. Los apaleábamos [los imita encogiéndose de miedo] y
morían. Al comienzo los golpeábamos a muerte pero había demasiada
sangre, tanta sangre había aquí que cuando la limpiábamos olía
horrible. Para evitar la sangre inventé este sistema [un garrote
hecho con cuerda de piano]. ¿Quieres que te lo demuestre? [Lo
demuestra con la ayuda de su amigo que hace de víctima.]
He
intentado olvidarlo todo con buena música [sonríe], bailando [baila
un poco], siendo feliz, con un poco de alcohol, un poco de marihuana,
un poco de… ¿cómo se llama? ¿Éxtasis? De vez en cuando me
emborracho, vuelo y me siento feliz [baila y canta].
Uno de sus
amigos violó a centenares de niñas y le encanta vanagloriarse de
ello. «Las más bonitas tienen catorce o quince años. Jovencitas
todavía, y tiernas.» Tras la muralla de sus bravuconadas, estos
matones son fantasmas, hombres vacíos condenados a pasar el resto de
su vida fingiendo ser humanos. Aún más estremecedor resulta que la
película impulsa al espectador a extrapolar la figura de este
individuo deshumanizado a todo el régimen (y no sólo el de
Indonesia), otra clase de monstruo pero también un producto humano
que, por su propia naturaleza, no puede respetar los valores humanos.
En una escena, un homenaje a Anwar, una joven sonriente explica,
«Ustedes, Anwar Congo y sus amigos, desarrollaron un sistema nuevo,
más eficiente, de exterminar comunistas, un sistema más humano,
menos sádico y sin violencia excesiva. Pero ¡también los
aniquilaron!». Oppenheimer había comenzado con la idea de encontrar
la «personificación del mal» y encontró a gente aparentemente
normal que, de una manera u otra, aún perpetúan los crímenes
contra la humanidad.
Anwar, que
a veces aparece como un abuelo cariñoso, tiene pesadillas en las que
los ojos de una cabeza decapitada lo miran fijamente. Cuando visiona
su propia actuación en la película, intenta, de la única manera
que sabe, protegerse de la evidencia que él mismo ha confesado de
sus crímenes. Comienza a ornamentar sus escenas, que se vuelven cada
vez más estrafalarias. En un momento especialmente estridente, unas
mujeres cantan Nacida libre frente a una gran
cascada, mientras dos comunistas muertos se levantan, sacan los
garrotes y le ofrecen a Anwar, vestido con una túnica negra, una
medalla por haberlos enviado al cielo. Como entendió muy bien
Oppenheimer, Anwar inventaba alegorías para embellecer todo un
sistema de impunidad.
Al final
de la película, Anwar vuelve a su «despacho de sangre», aún
jactancioso pero algo apagado. De pronto deja de hablar. Tiene
arcadas. El ruido de su sufrimiento físico es espantoso, el grito de
mil espectros que intenta expulsar. Ni con todas las películas del
mundo puede deshacerse de sus crímenes porque no logra cerrar la
brecha entre su persona inventada y la realidad atroz de sus
acciones. Intenta vomitar el vacío, atragantándose con el terror de
asomarse al abismo que él mismo ha cavado. No obstante, en algunos
momentos, la película presenta a una fría confrontación con
ciertas verdades. Adi Zulkadry, verdugo del padre de su novia china y
de otras innumerables personas, dice:
Si
sale bien esta peli, desmentirá toda la propaganda que dice que los
comunistas son crueles. Y se verá que éramos nosotros los crueles.
Somos nosotros los crueles [se ríe]… No lo digo por miedo. Esto
pasó hace cuarenta años… pues ya ha prescrito el tiempo para
llevarnos a los tribunales. Se trata de nuestra imagen… De todos
modos, no es nuestro problema. Es un problema de la historia.
Nadie le
hace caso. Sus amigos quieren llevar a buen término su proyecto
narcisista.
Al fin,
Anwar se pregunta «¿He pecado?». ¿Sería «pecado» la palabra
adecuada? Si se entiende en el sentido laico de violar normas
sociales o morales, quizás. O quizás se argumentaría que Anwar era
sólo un pequeño eslabón en una gran cadena. Si lo era, surge otra
pregunta incómoda sobre la complicidad de todo el mundo en el gran
crimen, de todos, excepto de las personas convertidas en impotentes
por su condición de víctimas. Este argumento absolutorio, como en
el caso de Adolf Eichmann, implica la maquinaria irrefrenable de un
Estado todopoderoso. El «pecado», en cambio, implica un agente de
carne y hueso, un ser humano capaz de elegir si quiere ser
responsable de y ante los códigos morales. O no. Eichmann, gran
criminal y patético evasor de la culpa, entregó de buena gana el
libre espíritu humano a un sistema totalitario. En una «democracia»,
los ciudadanos somos cómplices en mayor o menor medida de lo que el
Estado (que en teoría los representa) dice, hace y pide. Cómplices
de sus mentiras. Y he aquí unos temas actuales: los crímenes de
guerra en nombre de la lucha contra el «terrorismo», los asesinatos
mediante aeronaves no tripuladas («un sistema más humano, menos
sádico y sin violencia excesiva. Pero ¡también los aniquilaron!»),
la persecución de periodistas y denunciantes de los crímenes de
Estado, y el rechazo generalizado y oficial del pensamiento libre y
crítico, el odio contra ello, que hay que imponer en cualquier
régimen basado en mentiras. Y ¿hay algún régimen hoy que no lo
sea?
¿Qué ha
sucedido en Indonesia después de que una banda de sicarios dejara a
la vista las mentiras del régimen? No se puede distribuir
abiertamente The Act of Killing y, desde luego, han
amenazado a Oppenheimer y a sus colegas anónimos. Sin embargo, los
directores de la revista Tempo quedaron tan
conmocionados por la película (en una proyección clandestina) que
enviaron inmediatamente unos sesenta reporteros por toda Indonesia
para corroborar la historia. Encontraron que las verdades de Medan
son generalizables a todo el país. [1] Por
supuesto, el fiscal del Estado ha declarado que no hay evidencia de
que las matanzas fueran una violación de derechos humanos, lo que
demuestra por enésima vez cómo se mutila el lenguaje en un proyecto
que pretende apuntalar mentiras. No obstante, la prensa ha comenzado
utilizar la palabra «genocidio» al hablar de los hechos de
1965-1966. Si los periodistas se toman en serio el significado de la
palabra, tendrán que utilizar el mismo término para denunciar lo
que hace el régimen ahora mismo en Papúa Occidental: genocidio.
Bien
consciente de los riesgos de las proyecciones públicas de su
película en Indonesia, Oppenheimer ha prometido acceso gratuito
online. Poco a poco, las verdades más espinosas se conocerán pero
¿podrían allanar el camino hacia una sociedad más justa? Indonesia
dista mucho de cumplir con los requerimientos más básicos de los
derechos humanos. Pero no sólo Indonesia. El mundo entero da
rápidamente marcha atrás en términos de los derechos humanos y la
dignidad humana, o sea de los valores éticos. The Act of
Killing va dirigida a todo el mundo y no exime a unos otros
actores en bonitos trajes y con las manos manchadas de sangre, los
Jefes de Estado, sus asesores o los gerentes de los grandes
multinacionales que diariamente toman sus decisiones letales. Nos
corresponde a nosotros, los ciudadanos, hacer más que simplemente
sentirnos horrorizados por esta película. Porque, en el fondo, sus
imágenes nos retan a elegir entre ser un eslabón de una cadena
infame o comportarnos éticamente e intentar defender y proteger al
máximo los valores humanos tan duramente conquistados por la
Ilustración. Si no respaldamos la segunda opción, podremos esperar
un mundo cada vez más totalitario poblado de humanoides vacíos
dispuestos a obedecer cualquier orden o norma, por muy aborrecible
que sea. Gente como Anwar Congo y sus amigos gángsteres, los líderes
juveniles.
(Una
versión anterior de este artículo fue publicada a finales de agosto
en inglés en Counterpunch:
http://www.counterpunch.org/2013/08/30/a-terribly-human-challenge/)
Nota:
[1] Como
se explica en un número especial de Tempo,
titulado “Pengakuan Algojo” (Confesiones de verdugos), del 1
de octubre del 2012.
Julie
Wark, autora del Manifiesto
de derechos humanos (Barataria,
2011) y miembro
del Consejo Editorial de Sinpermiso.
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