sábado, 6 de julio de 2013

“Desconfiad del ejército”: ¿y si dejáramos de tomar a los egipcios por imbéciles?

Desde ayer por la noche la fórmula es repetida sin cesar en numerosos medios y en las redes sociales: “el ejército egipcio ha derrocado a Mohammad Morsi”. Esta afirmación parece a primera vista intachable, al menos si uno se concentra en los acontecimientos del 3 de julio por la noche y en su dimensión estrictamente institucional.

Julien Salingue, en Resister al air du temp. 4 de julio. Traducción: Faustino Eguberri en Anticapitalistas

A quienes afirman que los recientes acontecimientos se resumen en un golpe de estado del ejército, otros responden que asistimos a una nueva etapa de la revolución egipcia. Si se examina, la realidad se sitúa a medio camino entre esas dos posiciones.

¿Golpe de estado versus revolución?

En efecto, si bien la destitución del presidente egipcio ha sido formalmente organizada (y anunciada) por el ejército, y no por estructuras autónomas salidas del movimiento de revuelta que agita Egipto desde hace 30 meses, ésta no se habría producido jamás sin las manifestaciones históricas del 30 de junio y de los días siguientes. Mohammad Morsi se ha visto obligado a irse porque los egipcios se han movilizado por millones, no porque el ejército egipcio hubiera decidido repentinamente derrocarle. La focalización sobre el aspecto institucional de los acontecimientos conduce a numerosos observadores a ocultar el papel motor de la movilización popular en la caída del presidente egipcio.

La hipermediatización del “golpe de estado” hace en efecto eco a la submediatización, por no decir la no-mediatización de las movilizaciones que sacuden Egipto de forma ininterrumpida desde la caída de Mubarak en febrero de 2011. Las cifras hablan por si mismas: durante los 5 primeros meses del año 2013, ha habido no menos de 5.544 manifestaciones en Egipto, muy mayoritariamente por cuestiones económicas y sociales [1], participa de esta dinámica de protesta contra la política de los Hermanos Musulmanes.

Estos últimos se han mostrado incapaces de responder a las exigencias de la población egipcia, que habían llevado a esta última a rebelarse masivamente contra la dictadura de Hosni Mubarak en 2011. Elegido democráticamente en junio de 2012, Morsi, que se presentaba como el candidato de la revolución, ha fracasado a la hora de satisfacer las demandas de los egipcios, en particular en el terreno económico y social, con una degradación, al contrario, de las condiciones de vida de la población. Si no se trata de subestimar el que los caciques del antiguo régimen hayan hecho todo lo posible para impedir a los Hermanos Musulmanes gobernar, es forzoso constatar que estos últimos han perdido muy rápidamente su legitimidad popular debido a sus propias decisiones políticas y económicas.

La capa de plomo que fue levantada en enero de 2011 no ha vuelto a caer. El derrocamiento de Hosni Mubarak convenció a millones de egipcios de que no estaban condenados a sufrir la política de sus dirigentes y de que podían, al contrario, pedirles cuentas y, si fuera necesario, movilizarse para echarles. Es lo que se ha producido estos últimos días, ante la gran sorpresa de numerosos observadores que, cegados por una lectura “religiosa” de la política de los Hermanos Musulmanes y de la hostilidad hacia ellos, no han medido la amplitud y la naturaleza de la ola de fondo que, de nuevo, se ha llevado por delante un poder considerado como ilegítimo por una fuerte mayoría de egipcios. Y algunos se han quedado sorprendidos al constatar que un presidente elegido puede ser percibido como ilegítimo, incluso por sus propios electores, cuando traiciona el mandato que le ha sido confiado.

La intervención del ejército

La intervención de los militares debe, evidentemente, ser considerada con lucidez, y no se trata de subestimar la tentación autoritaria que existe entre numerosos responsables del estado mayor, que no se volvieron hostiles a la dictadura de Hosni Mubarak más que cuando éste estaba condenado por la amplitud del levantamiento de 2011. Pero esta intervención, presentada un poco apresuradamente por algunos comentaristas como una “revancha” de los militares contra los Hermanos Musulmanes, debe ser comprendida ante todo como la ruptura de una entente tácita (aunque conflictiva) entre dos fuerzas, el ejército y los Hermanos, que se habían fijado por tarea llevar el orden a un país afectado por un hervor revolucionario continuo desde la caída de Mubarak.

El presidente Morsi y su gobierno han sido incapaces de frenar la protesta durante estos últimos meses, profundizando una situación de inestabilidad política y sobre todo económica que no gusta en absoluto al ejército que controla, recordemos, más de un tercio de las riquezas egipcias. El ejército ha considerado que los Hermanos Musulmanes habían hecho la demostración de su incapacidad para estabilizar el país, y que debía por tanto emplearse él mismo en restaurar la calma y dar un frenazo a un proceso revolucionario que podría hacerle perder una parte significativa de su influencia política y económica.
Tal es, en efecto, la debilidad de las lecturas demasiado entusiastas que ven en la intervención del ejército una nueva etapa de la revolución, cuando el objetivo del estado mayor es precisamente ponerle fin. La paradoja no es pequeña: los acontecimientos de estos últimos días son la expresión simultánea de la existencia de una dinámica popular y revolucionaria y de correlaciones de fuerzas políticas muy desfavorables para los revolucionarios. Estos últimos no han logrado hasta hoy dotarse de estructuras suficientemente unificadas, fuertes y legítimas para jugar el papel que el estado mayor juega hoy, dejando a partir de ahí la iniciativa a una fuerza social que está esencialmente preocupada por la vuelta a la normalidad y no por la satisfacción de las reivindicaciones de la revolución.

Así pues, se abre un nuevo período de inestabilidad, ya marcado por la voluntad del ejército de disuadir a todo el mundo de oponerse a su “hoja de ruta”, con decisiones arbitrarias como el cierre de los locales de Al-Jazeera o el arresto de dirigentes de los Hermanos Musulmanes. Los militares, por el momento, han sabido explotar una situación de parálisis política, marcada por los errores de los Hermanos Musulmanes y por las debilidades estructurales de la oposición. Pero la revolución no ha sido derrotada o confiscada. Sin embargo, son muchos los que, en Francia u otros países, consideran con condescendencia, incluso desprecio, las escenas de alegría popular que han acompañado a las declaraciones del estado mayor y el despliegue de tanques en las calles de El Cairo, y explican doctamente a los egipcios que están enterrando su revolución. El paternalismo de estas actitudes tiene evidentemente de qué extrañar, pero es señalando el doble error de análisis que está por detrás de esas actitudes como deseo insistir como conclusión.

¿Continúa la revolución?

El primero de estos errores es la subestimación del papel central del pueblo egipcio en la caída de Morsi, ligado al rechazo masivo de la política de los Hermanos Musulmanes, cuya derrota ayer a la noche ha sido considerada por millones de egipcios como su victoria. Lo que la gente ha celebrado ayer en las calles egipcias, es la derrota de un presidente que no ha satisfecho ninguna de las reivindicaciones de la revolución, contrariamente a lo que había prometido, y no una toma del poder por los militares. Por otra parte, estos últimos son conscientes de ello, anunciando inmediatamente que no pretendían jugar ningún papel político duradero y tomando la precaución de rodearse, en la conferencia de prensa que anunciaba la destitución de Morsi, de representantes de los partidos políticos y las instituciones religiosas del país.

El segundo error está ligado al primero, y resulta en realidad de una visión infantilizante de la población egipcia [2], que ha llevado a diferentes comentaristas a afirmar estos últimos días que los egipcios estaban aprendiendo la democracia cuando en realidad estaban haciendo la demostración de que habían aprendido mucho mejor sus resortes que la mayor parte de los dadores de lecciones occidentales. En efecto, ¿qué hay más auténticamente democrático que la puesta en cuestión pacífica (petición y manifestaciones), por el pueblo que le ha elegido, de un presidente que traiciona el mandato que le ha sido confiado y que lleva a cabo una política opuesta a las reivindicaciones de una revolución que, indirectamente, le ha llevado al poder?

En el momento actual, reina una evidente confusión, y se puede comprender que las escenas de confraternización entre los manifestantes y el ejército, incluso con la policía, sorprendan e inquieten. Pero no, ¡los egipcios no son imbéciles! Todos los que insisten hoy en el papel del ejército durante la dictadura y en los crímenes que ha cometido antes y después de la caída de Mubarak tienen razón en hacerlo. Pero ¿es útil recordarles que los egipcios, que han sido sus primeras víctimas, están al corriente de esos elementos y saben sobre ellos probablemente mucho más que los autoproclamados especialistas? Visiblemente, si.

No se trata evidentemente de subestimar los aspectos contradictorios de la intervención del ejército y de dar pruebas de un optimismo beatífico tras la caída del presidente. Pero recordemos que hace un año, cuando la victoria de Morsi, algunos afirmaban ya que la revolución estaba muerta y que los egipcios se habían dejado “robar su victoria” por los Hermanos Musulmanes. El pueblo egipcio acaba de probar al mundo entero que no era así, y que permanecía vigilante, no bajando la guardia frente a los elementos contrarrevolucionarios. Desde hace 30 meses, la población egipcia ha hecho en realidad la demostración de que no pretendía dejar que nadie, civil o militar, le confiscara su revolución. Y nada indica, muy al contrario, que esta dinámica popular se haya roto.



Notas

[1] Sobre las movilizaciones sociales en Egipto ver http://vientosur.info/spip.php?arti...]. El éxito de la campaña “Tamarod” (Rebelión), también centrada en estas cuestiones (y no en la denuncia de ningún tipo de “islamización de la sociedad egipcia”) [Dan fe de ello los términos del llamamiento Tamarrod: “Os rechazamos pues la seguridad no ha sido restablecida, los más pobres siguen ignorados, seguimos mendigando préstamos del exterior, ninguna justicia ha sido hecha para con los mártires, nuestra dignidad y la de nuestro país no han sido restauradas, la economía se ha hundido y se basa en la mendicidad, y Egipto sigue la senda que le marcan los Estados Unidos”.
[2] Esta misma dificultad se encuentra entre quienes explican que los egipcios son en realidad instrumentos en manos de las diversas potencias regionales.

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