El horror y la muerte, las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones forzadas, la discriminación y el racismo, no son las únicas coincidencias entre estos dos ejemplos de la barbarie.
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Rafael de la Garza Talavera, en La Digna Voz y Rebelión
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En realidad, los dos caminan de la mano en el hecho de que se hará responsables únicamente a los narco policías que levantaron a los estudiantes de Ayotzinapa y a los soldados que jalaron del gatillo en la bodega de Tlatlaya; pero los autores intelectuales, o sea, los altos mandos civiles y militares gozarán de impunidad y, peor aún, tendrán la oportunidad de realizar declaraciones satanizando la violencia y la irracionalidad de sus subordinados.
Porque lo que hay detrás de estas masacres no es otra cosa que una estrategia de terrorismo de estado para mantener a la población en estado de shock (como bien lo dijo Naomi Klein hace tiempo) que permita la política del saqueo, el enriquecimiento por desposesión, para mantener rampante el enriquecimiento de ése uno por ciento de la población que festeja en privado lo que abomina en público. No es otra la razón de fondo del movimiento #YoSoy126, que a pesar de señalar los riesgos a los que están sujetos los miembros de la tropa, ponen el dedo en la llaga al mirar hacia arriba en la cadena de mando para señalar a los verdaderos responsables de las ejecuciones en Tlatlaya. No es ni será otra la razón de fondo de las enérgicas protestas de los estudiantes normalistas de Guerrero, aun cuando el ejecutivo federal les ofrezca la cabeza del gobernador Ángel Aguirre Rivero.
En el desarrollo de la guerra civil que vivimos, la limpieza social ha sido una política de estado sistemática, implacable, que opera no sólo con los asesinatos y las matanzas sino también con la muerte lenta y cruel producto de la marginación, la pobreza y la desnutrición altamente rentable para Bimbo, Coca-Cola, Nabisco y un larguísimo etcétera. Ambas modalidades están alimentadas por el racismo y la discriminación, por la ambición de ganancias sin límite, por la convicción de que ése es el precio que hay que pagar para mantener viva la libertad burguesa. Los marginados enrolados en el narcotráfico -más por temor que por necesidad- y los estudiantes normalistas, pertenecen al mismo sector social prescindible, que los hace candidatos ideales para formar parte de los daños colaterales del guerra civil. Los dos son vistos como enemigos de la civilización y la democracia liberal: los primeros por su rencor y su revanchismo; los segundos por su rebeldía, por su tenacidad. Pero sobre todo por provenir de ese México oculto para los ojos del progreso, víctimas del saqueo por siglos, carne de cañón del desarrollo económico.
Las matanzas de Tlatlaya y de Ayotzinapa forman parte de la larga historia de la infamia y la traición en México. De las guerras contra los mayas o el exterminio del pueblo de Tomóchic en el siglo XIX por el ejército porfiriano, pasando por el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia o la guerra sucia de los setenta, y hasta las masacres en Acteal o Aguas Blancas la esencia es siempre la misma: la barbarie, el odio. Y los actores son siempre los mismos: por un lado la población indígena, obrera, campesina y estudiantil; por el otro los dueños del dinero y sus socios, los autodenominados salvadores de la patria. No hay vuelta de hoja, una y otra vez el mismo resultado, las mismas disculpas y los mismos discursos y por encima de todo, la misma impunidad.
En el colmo del cinismo, ya algunos se apresuran a etiquetar las matanzas de hoy, sobre todo la de Ayotzinapa, como el Acteal de Peña Nieto, implicando con ello que cada gobernante en turno tiene la obligación de dejar su marca asesina, por el bien del país claro, pero sin ocultar esa carga de fatalismo exculpatorio que tanto cultivan nuestros gobernantes para justificarse. Y es aquí en donde radica la verdadera impunidad, ésa que mantiene el plan de exterminio en marcha, pues mientras encarcelan a los autores materiales para ‘hacer justicia’, ellos, los verdaderos instigadores de las matanzas siguen impulsando la guerra.
Veremos en los siguientes días un alud de interpretaciones en la opinión pública que, en general, tratarán de convencer a la población de que la responsabilidad es de los soldados o los narcopolicías y no de los mandos superiores. Que todo se debe al clima de violencia que sufrimos, de la crueldad de la guerra, de las decisiones tomadas al calor de las circunstancias. Y al mismo tiempo, una y otra vez se amplificarán los actos exculpatorios y el rasgado de las vestiduras del presidente de la república y los altos mandos militares. Por ningún motivo será posible que se exploren las posibilidades para cortar de tajo con las matanzas y los daños colaterales, empezando por fincar responsabilidad a los verdaderos culpables y de paso buscar una salida a una guerra absurda que no le conviene más que a los poderosos. La celeridad y brutalidad de las matanzas en el estado de México y en Guerrero nos recuerdan que la máxima del poder es tan simple como antigua: ¡mátenlos en caliente !.
México: recrudecimiento de la guerra contra la población
En ese México de “civilidad política” y “normalidad democrática”, que los discursos ritualistas evocan con inverosímil triunfalismo, acontecen algunas anomalías que se elevan a rango de procedimientos rutinarios. Lo que ocurre en México, en otros países o coyunturas recibiría el epíteto de “crisis humanitaria”.
Arsinoé Orihuela Ochoa, en La Jornada de Veracruz y La Digna Voz
En realidad, la situación del país es sólo equiparable con la bancarrota multidimensional que atraviesan los pueblos de Centroamérica. Acaso con la diferencia de que México vivió una especie de “bonanza de soberanía” gracias a la Revolución, y un repunte político con la creciente movilización social después de la segunda posguerra. Se podría argüir que este par de acontecimientos históricos bastó para dotar de cierta viabilidad el proyecto de Estado-nacional, con estándares de vida discretamente más altos que los de nuestros pares del sur. Pero eso es asunto del pasado. La gestión neoliberal del país desbarató el entramado de conquistas sociales, y condenó a la población mexicana a un estado de inanición e indefensión. La “normalidad tiránica” que se esconde tras los senderos retóricos de la “democratización” hace recordar los episodios más oscuros de la historia occidental. En la actualidad, se cometen los peores crímenes en nombre de la democracia, la seguridad nacional, los derechos humanos y el desarrollo. México vive su propio holocausto. La diferencia con otras situaciones históricas análogas es que a pocos dirigentes o líderes parece importarles. E incluso en ciertos estratos poblacionales reina la apatía e indiferencia, un silencio indulgente que los chilenos, argentinos o brasileños etc., identifican inequívocamente con los episodios más feroces de las respectivas dictaduras militares que soportaron.
México es una dictadura a su modo. Una “nueva dictadura”, advierte Javier Sicilia. Podría sugerirse que imperfecta, pero claramente con signos de “normalidad”. La función del gobierno en este contexto se reduce a la gestión del desastre. El robo, la malversación, el enriquecimiento con base en la función pública es sólo una compensación comparativamente minúscula que las redes de poder transnacional (que todo lo acaparan) conceden a sus solícitos operadores políticos. El fuero extralegal y la impunidad tienen carta de naturalización en esta trama. Es con base en estos dos patrimonios inmateriales, privativos de la elite gobernante, que los asuntos públicos reciben su correspondiente tratamiento. Al mismo tiempo, la expresión social está en proceso de domesticación: con la iniciativa de ley sobre tránsito y seguridad vial en Veracruz, suman diez legislaciones estatales que aspiran a restringir y criminalizar la protesta social. Cuatro ya fueron aprobadas –Quintana Roo, Puebla, Distrito Federal y Chiapas (La Jornada Veracruz 01-X-2014).
En la pasada entrega se trazó con más detenimiento este cuadro inédito de impresentable “normalidad” nacional: “La acción, y no la ausencia del Estado es lo que produce y reproduce el fenómeno de la inseguridad en el estado y el país. Que la respuesta militarizada a los problemas sociales es parte del problema, no la solución. Que el desplazamiento del Estado en provecho de las corporaciones que operan a sus anchas en la geografía nacional, sin rendir cuentas a nadie, acarreó una crisis de organización territorial-administrativa que redundó en bancarrota jurídica de las entidades federativas. Que la desposesión patrimonial en marcha trae consigo la desposesión de derechos fundamentales, como el derecho básico a la seguridad personal y familiar. Que este abandono se traduce en una gestión a menudo imperfecta de poblaciones marginales, y un deterioro socioespacial sin precedentes. Que esta disminución de “gubernamentalidad” es parte de un cálculo que transfiere todos los costos políticos y sociales a los segmentos poblacionales más desprotegidos” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/09/veracruz-violencia-e-inseguridad.html).
Dos casos recientes, de extraño alcance noticiario en la prensa nacional e internacional, dan cuenta de esta barbárica normalidad: Tlatlaya e Iguala.
La masacre de Tlatlaya
En estas intermitentes tramas de nula gubernamentalidad, los remedos de gobiernos se convierten en fábricas de producción de canallas o mediocres sin voluntad. Y aunque este no es el principal problema, ni la razón que explica las atrocidades, sin duda contribuye a elucidar el espectro de la época: “la normalidad democrática” es un estado canallesco, caldo de cultivo de pusilánimes. El régimen premia a los más corruptos e incompetentes. Esta triste regla aplica para toda la cadena de mando político, desde los gobernadores hasta el ejecutivo federal. (¿Acaso alguien se atrevería a objetar esta infame realidad?). E incluso comprende a personal directivo de organismos descentralizados. Por ejemplo, el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, el mismo que repudió a las autodefensas michoacanas al afirmar que “no hay ninguna justificación (¡sic!) para que grupos de personas armadas en las calles pretendan hacer justicia por mano propia”, y que ahora se ocupa de entorpecer las averiguaciones en torno a los hechos de Tlatlaya, retardando más de tres meses el inicio de la investigación, y falseando flagrantemente la evidencia. Hace tan sólo unos días expresó: “Lo único que teníamos hasta ahora es que se había suscitado… un enfrentamiento entre elementos del Ejército y las personas que se encontraban dentro de la bodega” (La Jornada 02-X-2014). Las evidencias físicas y la reconstrucción pericial de la escena del crimen dan cuenta de otra versión radicalmente distinta. El director de la organización Human Rights Watch desentraña el fondo del asunto con más criterio: “[Si se confirman las pruebas y testimonios] nos encontraríamos frente a una de las más graves masacres ocurridas en México” (La Jornada 20-IX-2014).
Cabe hacer notar que no fue la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) ni el ejecutivo federal ni la CNDH los que ordenaron en un primer momento la investigación para determinar la verdad jurídica del caso. La recomendación vino de fuera, de la prensa y gobierno de Estados Unidos. Pero a pesar de la presión internacional, en México el desahogo de pruebas se ciñe obstinadamente a un plan de acción inconfesable: rescatar la legitimidad del Ejército en un contexto de creciente participación de las fuerzas castrenses en tareas de seguridad (219 mil 378 patrullajes en este año, con la actuación de 91 mil 547 efectivos), y exonerar o evitar el costo político a la Sedena y al comandante en jefe de las fuerzas armadas, Enrique Peña Nieto (Proceso 27-IX-2014).
Existen suficientes elementos con valor probatorio para desestimar la tesis de un “enfrentamiento” entre personal militar y presuntos delincuentes, en el que “incidentalmente” murieron los 22 integrantes de la supuesta banda criminal y ningún efectivo castrense. Aún así van a tratar de ocultar la verdad hasta donde alcancen los recursos políticos y la “gestión” contorsionista de la información. Y cuando el fuero político y la impunidad acusen agotamiento, sencillamente se ampararán en el deslindamiento de responsabilidades, excusando desobediencia e indisciplina de los soldados rasos que abrieron fuego, e ignorando palmariamente la cadena de comando que involucraría a las autoridades civiles.
Hoy sabemos que los hechos en Tlatlaya apuntan a un asesinato colectivo. Que eso que ahora llaman eufemísticamente “exceso de fuerza” o “abuso de autoridad” no es una excepcionalidad como pretenden hacer creer: es el modus operandi habitual de una institución naturalmente violenta cuya actuación debiera estar terminantemente reservada a la defensa del país en circunstancias de agresión extranjera. Si se nos permite la analogía: si una persona tuviera un perro de raza pitbull, adiestrado para matar, lo más natural es que dispusiera la permanencia del animal afuera de la casa, al cuidado de la propiedad o de cualquier intento de vulneración domiciliaria. Sólo a un imbécil se le ocurriría introducir el perro a la casa, y dejarlo pasear libremente por las habitaciones sin vigilancia alguna. Si se incurriera en tal acto de imbecilidad, sólo cabrían dos explicaciones: o el dueño es francamente estúpido, o bien se ha propuesto exterminar a su familia. En el caso del Estado mexicano, sospechamos, con base en una extensa evidencia empírica, que la segunda explicación es la más plausible. Y lo único que hemos presenciando en las últimas semanas es un recrudecimiento de esta embestida premeditada contra la población.
Yerra el titular de la secretaría de Gobernación, Osorio Chong, cuando sostiene: “Si sucediera que hay algo que señalar respecto a la actuación de este grupo de miembros del Ejército Nacional, será la excepción (sic), porque tenemos un gran Ejército, y por eso tenemos que trabajar, para que si sucede este tipo de cuestiones se pueda observar que es sólo una acción aislada y no el comportamiento de nuestro gran Ejército y de la Marina Armada de México” (La Jornada 26-IX-2014).
La guerra fría de la dictadura perfecta cedió su lugar a una guerra de alta intensidad en el marco de la “nueva dictadura”. El escalamiento de la violencia es una prueba fehaciente de esta nueva modalidad de guerra de clases.
La próxima semana se abordará el caso de los normalistas de Ayotzinapa y los crímenes de Estado en Iguala. Por ahora sólo basta decir que el 2 de octubre está más vivo que nunca.
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