martes, 4 de marzo de 2014

Venezuela: La derecha aprendió el arte de la insurrección

En este artículo se analizan las razones que habrían llevado a la derecha venezolana a adoptar «el arte de la insurrección» históricamente unido a fuerzas de izquierda. La situación económica del país, cierta pérdida de liderazgo del Gobierno venezonalo y, a nivel exterior, la debilidad del proceso de integración en la Región, son las que destaca el periodista uruguayo.

Raúl Zibechi, periodista. En Naiz

El periodista Rafael Poch describe el despliegue de fuerzas en la plaza Maidan de Kiev: «En sus momentos más masivos ha congregado a unas 70.000 personas en esta ciudad de cuatro millones de habitantes. Entre ellos hay una minoría de varios miles, quizá cuatro o cinco mil, equipados con cascos, barras, escudos y bates para enfrentarse a la policía. Y dentro de ese colectivo hay un núcleo duro de quizás 1.000 o 1.500 personas puramente paramilitar, dispuestos a morir y matar, lo que representa otra categoría. Este núcleo duro ha hecho uso de armas de fuego». (“La Vanguardia”, 25 de febrero de 2014)

Esta disposición de fuerzas para el combate de calles no es nueva. A lo largo de la historia ha sido utilizada por fuerzas disímiles, antagónicas, para conseguir objetivos también opuestos. El dispositivo que hemos observado en Ucrania se repite parcialmente en Venezuela, donde grupos armados se cobijan en manifestaciones más o menos importantes con el objetivo de derribar un gobierno, generando situaciones de ingobernabilidad y caos hasta que consiguen su objetivo.

La derecha ha sacado lecciones de la vasta experiencia insurreccional de la clase obrera, principalmente europea, y de los levantamientos populares que se sucedieron en América Latina desde el Caracazo de 1989. Un estudio comparativo entre ambos momentos, debería dar cuenta de las enormes diferencias entre las insurrecciones obreras de las primeras décadas del siglo XX, dirigidas por partidos y sólidamente organizadas, y los levantamientos de los sectores populares de los últimos años de ese mismo siglo.

En todo caso, las derechas han sido capaces de crear un dispositivo «popular», como el que describe Rafael Poch, para desestabilizar gobiernos populares, dando la impresión de que estamos ante movilizaciones legítimas que terminan derribando gobiernos ilegítimos, aunque estos hayan sido elegidos y mantengan el apoyo de sectores importantes de la población. En este punto, la confusión es un arte tan decisivo como el arte de la insurrección que otrora dominaron los revolucionarios.

Es evidente que esos pequeños núcleos militantes, en ocasiones de carácter abiertamente fascistas, cuentan con el apoyo de poderosos grupos que los financian y entrenan. El Gobierno de los Estados Unidos, directa o indirectamente a través de fundaciones, parece estar jugando un papel decisivo en el despliegue de estos dispositivos como el que triunfó, en una primera instancia, en la plaza de Kiev.

Sin embargo, este modo de derribar gobiernos solo puede exitoso cuando se enfrenta a estados débiles o debilitados por gobiernos vacilantes, en sociedades divididas y enfrentadas. En junio de 2013 hubo enormes manifestaciones en más de 300 ciudades brasileñas, en las que hubo fuerte represión de la Policía militar y violencia puntual de pequeños grupos de manifestantes. Sin embargo, pese a los millones que ocuparon las calles la estabilidad y la gobernabilidad nunca estuvieron en juego. En el caso de Venezuela, el Estado muestra signos de debilidad pese al importante apoyo que tiene el Gobierno de Nicolás Maduro.

Encuentro tres razones para apoyar esa afirmación. La primera es que el país está dividido y que el apoyo al Gobierno ha ido menguando desde los primeros años del proceso bolivariano. En ciertos momentos esa división se traduce en polarización, sobre todo cuando se enfrentan dificultades económicas. La derecha trabaja cómoda fomentando la polarización, pero en no pocas ocasiones el propio Gobierno la ha potenciado con discursos que tienden a considerar como enemigos a todos los que presentan diferencias con el proceso.

La segunda cuestión es la compleja situación económica. En 2013 la inflación fue del 56%, algo que inevitablemente genera malestar y disconformidad. Escasean algunos productos básicos como harina, leche, azúcar, lo que tiende a convertir el malestar en indignación. Luego de quince años el proceso bolivariano no consiguió resolver algunas cuestiones importantes. La dependencia de las exportaciones de petróleo, que ya era enorme cuando Hugo Chávez llegó al Gobierno en 1999, siguió creciendo hasta un increíble 96% de las exportaciones totales. 



Por lo tanto, casi todo se importa, la capacidad de producir alimentos sigue siendo muy baja y lo mismo sucede con el grueso de los productos no alimenticios. Una parte de las empresas estatizadas no funcionan y naufragan entre la ineficiencia y la corrupción. La importante reducción de la pobreza y de la desigualdad chocan con límites coyunturales porque los beneficiarios deben dedicar parte de su tiempo a conseguir alimentos cuyos precios crecen más aún que la inflación promedio. En la medida que no se han producido cambios estructurales, esos avances dependen de la reorientación de la renta petrolera hacia los sectores populares.

La dependencia de la renta petrolera es un factor decisivo a la hora de comprender la fragilidad de los estados que, inevitablemente, se vuelven rentistas con la consiguiente ausencia de una cultura del trabajo y la producción. En el largo plazo este es el talón de Aquiles del proceso bolivariano, aunque en el corto plazo la agresión externa apoyada en las clases medias sea la que está provocando los mayores problemas.

En tercer lugar, la dirigencia poschavista enfrenta mayores dificultades ya que aparecen fisuras dentro de un gobierno con menor capacidad de liderazgo y mayores problemas a resolver. La cohesión de las bases del proceso bolivariano está siendo puesta en cuestión por las dificultades internas como la inflación y la escasez, más aún que por la agresión de la derecha, que suele favorecer la unidad.

La cuarta dificultad es exterior al proceso bolivariano y se relaciona con el mal momento por el que pasa la integración regional. El Mercosur está paralizado. La reunión del Consejo se viene postergando desde diciembre, con serias dificultades en las relaciones entre Argentina y Brasil y cuestionamientos permanentes de los socios menores como Paraguay y Uruguay. También aquí tiene su peso la hegemonía de extractivismo. Los cuatro países fundadores del Mercosur exportan los mismos productos a los mismos mercados, en tanto el comercio intrazona es demasiado bajo como para convertirse en motor de la integración.

Llama la atención que mientras la OEA (siempre orientada hacia los intereses de Washington) se mostró dispuesta a intervenir en la situación venezolana, la Unasur y el Mercosur no han tomado iniciativas hasta el momento. Las declaraciones y gestiones están siendo de carácter bilateral, con un llamativo silencio por parte de Brasil, que cuenta con la más experimentada diplomacia de la región. En tanto, las apaciguadas relaciones entre Venezuela y Colombia volvieron a deteriorarse al denunciar el gobierno de Maduro la injerencia del expresidente Alvaro Uribe en la situación interna venezolana.

Sobre este escenario actúan pequeños grupos de la oposición que cuentan con el activismo de los estudiantes universitarios para crear un clima de caos. Todo indica que en el corto plazo el gobierno está siendo capaz de frenar la escalada desestabilizadora con convocatorias como la Conferencia Nacional por la Paz. Pero si no se resuelven los tres problemas de fondo mencionados (la polarización interna, la extrema dependencia del petróleo junto a la pobre gestión económica, y el debilitamiento del liderazgo bolivariano), situaciones como las que se desencadenaron desde el 12 de febrero volverán a repetirse. Y cada vez serán más amenazadoras.

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