martes, 11 de abril de 2017

A 98 años del asesinato de Emiliano Zapata, algunas reflexiones estratégicas

El día de ayer se cumplieron 98 años del asesinato a traición del dirigente del Ejército Libertador del Sur, Emiliano Zapata. 

Irving Radillo Murguía, militante de la OPT y miembro de la Coordinadora Socialista Revolucionaria


Muchos han reclamado para sí la icónica figura del revolucionario. En primer lugar, Zapata fue confiscado por el régimen salido del triunfo de Álvaro Obregón, el cual, para legitimarse ante las masas que habían hecho la revolución tuvo que echar mano de sus principales figuras, elevándolas a los altares y ofreciéndoles incienso en cada conmemoración anual: las celebraciones del 10 de abril por parte de la Confederación Nacional Campesina, organismo dependiente del Partido Revolucionario Institucional, es un ejemplo de ello. Afortunadamente, como revancha plebeya a esta manipulación de la historia, Zapata es fuente de inspiración para un sinnúmero de organizaciones, coordinadoras, comités, colectivos y asambleas conformadas para defender el territorio, el patrimonio público y los derechos amenazados; el ejemplo más conocido es el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Pero más allá del martirologio revolucionario o de las frases inspiradoras, pensar en Zapata es reflexionar sobre el papel que jugó durante la revolución de 1910 como representante de la clase social más numerosa y explotada de entonces, la campesina, con el fin de sacar lecciones de la historia que nos den pistas para una praxis transformadora a la altura de los retos actuales. Las siguientes líneas, escritas a vuela pluma, son fruto de esta reflexión y del diálogo con diferentes autores que han dejado por escrito sus interpretaciones del importante papel jugado por el zapatismo en esos años de aceleración histórica y apertura a los posibles.
Emiliano Zapata nació en el estado de Morelos, región que a fines del siglo XIX y principios del XX, vio cómo de manera apresurada las tierras comunales se convertían en haciendas cañeras que proporcionaban la materia prima para saciar la sed de un mercado en expansión. Las Leyes de Reforma abrieron la puerta, pero Porfirio Díaz otorgó el impulso necesario para que el país se desarrollara  de manera plena un capitalismo de extracción dependiente de Estados Unidos y Europa. El despojo obligó a los campesinos sin tierra a alistarse como peones en las haciendas, trabajando en condiciones de semi-esclavitud.

En este contexto, Zapata figuró como uno de los principales líderes de las luchas por la restitución de las tierras a sus dueños originarios, razón por la cual se sumó al llamado de Madero en 1910, alentado por la promesa que éste hizo en su Plan de San Luis. En 1911, las fuerzas maderistas consiguieron la renuncia y el exilio de Porfirio Díaz, por lo que llegaron a acuerdos con los porfiristas para desarmar al resto de los ejército rebeldes y dar por concluida la lucha armada. La insurrección campesina del sur, con Zapata al frente, se negó a entregar las armas, pues el reparto agrario no se había realizado, fue entonces cuando lanzó el Plan de Ayala como programa de lucha.
Tras el asesinato de Madero por parte de Huerta, y el fracaso del gobierno dictatorial de éste último, las fuerzas de Zapata se encontraron con las de Francisco Villa en 1914 durante la Convención de Aguascalientes, la cual reconoció al Plan de Ayala en lo general y repudió a Venustiano Carranza como presidente, ya que representaba los intereses de los terratenientes del norte. Impulsados por las masas campesinas que encontraron en Villa y Zapata a sus dirigentes naturales, tomaron la capital del país el 6 de diciembre de 1914. Sin embargo, la falta de resolución para asestar el golpe final contra Carranza y las dificultades que tuvieron para organizar un proyecto político a nivel nacional, les dieron oportunidad a sus enemigos para reponerse y contraatacar, obligando a los zapatistas a retirarse hacia Morelos, en donde organizaron una experiencia de autogobierno basado en los pueblos campesinos. Finalmente, resuelto a exterminar la insurrección campesina, Carranza encomendó al coronel Jesús Guajardo el asesinato de Zapata, el cual se llevó a cabo como resultado de una emboscada. La burguesía había triunfado políticamente sobre el campesinado rebelde.
¿Qué lecciones nos deja la experiencia de Zapata al frente de miles campesinos que proclamaban con armas en la mano que “la tierra es de quien la trabaja”?
En primer lugar, el Plan de Ayala pasó a la historia como uno de los documentos revolucionarios más importantes de nuestro país por su carácter radicalmente transformador, pues estipulaba que el reparto agrario se debía hacer durante el proceso revolucionario y no después, sin indemnización en la mayoría de los casos y defendido por los mismos campesinos en armas. Esto era un golpe mortal al sistema económico sobre el que descansaba el país en esa época, basado en la acumulación de la tierra en pocas manos. Por eso el combate a muerte contra el zapatismo por parte de las fracciones burguesas de la revolución representadas por Madero, Huerta y Carranza.
El campesinado era la clase social que cargó el peso de la modernización capitalista porfirista. Fueron las comunidades campesinas las que fueron despojadas de sus tierras con el objetivo de abrir vías de ferrocarril y establecer plantaciones dedicadas a la exportación, obligando a sus legítimos dueños a convertirse en peones o a emigrar a las ciudades para ofrecerse como obreros en la industria naciente. No es de extrañar entonces que fueran ellos el ala radical de la Revolución Mexicana, en ausencia de una clase obrera numerosa y organizada.
La invitación hecha a los magonistas en 1914 para editar el periódico Regeneración en territorio zapatista y la carta de Zapata a Jenaro Amezcua en 1918 saludando a la Revolución Rusa se pueden interpretar como la intención de acercarse a la clase trabajadora urbana y a sus expresiones políticas más avanzadas. La alianza obrero-campesina fue una de las condiciones para el triunfo de la Revolución de Octubre, su ausencia fue una de las causas del fracaso (o de la “interrupción”, como señala Adolfo Gilly) de la Revolución Mexicana. En medio de la ofensiva neoliberal contra los trabajadores, los campesinos y los pueblos originarios de México, el Congreso Nacional Indígena y el EZLN proponen una candidatura indígena como detonante de la organización popular. Zapata nos enseña que sin un programa que incluya las reivindicaciones de los sectores más combativos de los trabajadores urbanos, como el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) o la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), será muy difícil organizar un proyecto político de alcance nacional que ayude a superar el aislamiento y la resistencia por la resistencia hacia una victoria contra los que oprimen y explotan.
La experiencia zapatista muestra también que la burguesía, por más democrática o progresista que se presente, siempre responderá en última instancia a sus intereses de clase. Madero se apoyó en las masas para derrocar a Porfirio Díaz bajo el lema de “sufragio efectivo, no reelección”, pero una vez en el poder, utilizó al mismo ejército de la dictadura para sofocar a la única facción revolucionaria que no se contentó con la igualdad política ante la ley: el ejército de Zapata. Madero no podía cumplir con el reparto inmediato y radical de tierras, pues él representaba a los propietarios norteños relegados del banquete porfirista que se habían levantado en armas para acceder al poder político desde el cual acrecentarían su poder económico; además, los acuerdos con los mandamases de la dictadura los obligaban a respetar la propiedad de los grandes terratenientes. Ante esta imposibilidad, solo una cosa quedaba por hacer: tomar las riendas de la historia y lograr con sus propias manos la justicia social. De no ser por Zapata, el proceso revolucionario se hubiera cerrado en 1911.
En el México de hoy, una fracción de la burguesía relegada por los tecnócratas y los empresarios ligados al capital extranjero, se ha presentado como la salvadora del sistema puesto en entredicho por una crisis política, económica y social que se profundiza. Esta fracción, representada por Andrés Manuel López Obrador, ha lanzado una campaña de unidad nacional en contra del régimen corrupto de los partidos tradicionales, aglutinando tanto a sectores campesinos y asalariados como a miembros importantes de la patronal y militantes de los partidos culpables de la crisis. Después de tantas traiciones y derrotas históricas nos ha quedado claro: la burguesía, aunque se diga nacionalista u honesta, no dudará en echar el peso de la crisis sobre nuestras espaldas si la correlación de fuerzas le es favorable, tampoco titubeará a la hora de reprimir a los sectores populares cuando estos se rebelen exigiendo más de lo que ella está dispuesta a conceder.
Por último, la negativa de Zapata a rendir las armas nos enseña que esa desconfianza en la burguesía debe concretarse en una experiencia de autoorganización al margen del Estado. La independencia de programa, cuyo ejemplo es el Plan de Ayala, y la independencia organizativa, materializada en el autogobierno de “los pueblos” en Morelos y en su brazo político-militar, el Ejército Liberador del Sur, son condiciones indispensables para una praxis consecuente que sortee las mistificaciones y las trampas de los explotadores.
Su alianza con el ejército de Villa y su mano tendida al partido de los Flores Magón muestran que esta autonomía no debe ser sectaria, sino que tiene que construir puentes hacia las otras expresiones revolucionarias. En un México con escasa tradición de organización obrera independiente, con una amplia mayoría de sindicatos “charros”, son los pueblos campesinos y originarios quienes han construido las expresiones más claras de autogobierno. El SME, en medio de la heroica lucha librada contra el decreto privatizador de Felipe Calderón, hizo conciencia de esta necesidad y llamó en 2010 a todos los movimientos sociales y organizaciones políticas consecuentes con una transformación profunda a conformar la Organización Política del Pueblo y los Trabajadores (OPT) y a construir la Nueva Central de Trabajadores, como espacios de organización y acción política independientes del Estado.
Emiliano Zapata, a pesar de su trágica muerte, sigue viviendo en lo profundo del imaginario colectivo. Como apunta Daniel Bensaïd, “fallidas o traicionadas, las revoluciones no se borran fácilmente de la memoria oprimida”. La tenacidad de Zapata, su voluntad irreductible de autonomía y su rechazo contundente a toda componenda o resignación ante lo “realmente posible” inspiran las resistencias al capitalismo del siglo XXI, que en su versión neoliberal, ha ido acabando con las conquistas sociales de la Revolución Mexicana, a la vez que acelera el proceso de despojo de lo público; inspiran también a aquellos proyectos políticos que no se contentan con un cambio cosmético o con el relevo de un partido por otro en el gobierno. Zapata encarna lo mejor de aquella experiencia histórica en la que las masas decidieron irrumpir violentamente en la construcción de su propio destino. La popular consigna “Zapata vive, la lucha sigue” es más que una frase agitadora, es una tarea militante que nos recuerda la urgente labor de construir una alternativa a la altura de los problemas que ahora enfrentamos. Cumplámosla.

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