La situación surrealista que domina Bangkok desde hace una semana
–parálisis gubernamental como consecuencia de la ocupación de varios
ministerios por los manifestantes, que han entrado incluso, el martes 3 de
diciembre, en el complejo que alberga las oficinas de la primera ministra,
Yingluck Shinawatra– es el reflejo político de una crisis profunda que enfrenta
a dos Tailandias e ilustra sobre la “fractura social” que polariza las fuerzas
antagonistas de un reino cada vez más dividido.
Bruno Philip, corresponsal en Bangkok. En Europe solidaire sans frontières. Traducción: Faustino Eguberri para VIENTO SUR
Lo
que quieren los manifestantes, dirigidos por Suthep Thaugsuban, viceprimer
ministro en el gobierno precedente, es tan simple como radical: la dimisión de
Yingluck Shinawatra. Ésta está acusada de presidir un gobierno corrupto cuyas
decisiones son teledirigidas por la bestia negra de los opositores, su hermano
mayor Thaksin Shinawatra, que fue jefe de gobierno entre 2001 y 2006 antes de
ser derrocado por un golpe militar. Desde su exilio de Dubai, donde se refugió
para escapar de las acusaciones de corrupción, al antiguo hombre fuerte del
país dirigiría bajo cuerda los asuntos, hasta el punto de ser calificado por
sus adversarios de ser un primer ministro de hecho.
“Amarillos”
contra “rojos”
La
crisis actual se cristaliza alrededor del antagonismo entre, de un lado, los
“amarillos”, partidarios radicales de la monarquía, élites conservadoras y
clases medias urbanas y, del otro, los “rojos”, que representan la voz de los
más pobres y de los campesinos que apoyan al gobierno, y sobre todo a Thaksin.
Cuando
estaba en el poder, este brillante capitalista, dueño de una fortuna colosal,
había aplicado políticas sociales destinadas a la elevación del nivel de vida
de los campesinos más desfavorecidos, en particular en las provincias del
noreste, las más pobres del país. Para estos últimos, a los que Thaksin había
concedido en particular subvenciones con fines de desarrollo de los pueblos o
la casi gratuidad de la salud, sigue siendo un héroe. Las cifras del Banco
Mundial muestran que la renta media de las familias del noreste del país
aumentaron un 46% durante la era Thaksin.
Pero
es una verdadera crisis repetida la que perdura desde el golpe de estado de
2006: poco después del golpe, el nombramiento sucesivo de dos gobernadores pro
Thaksin, llegados al poder como consecuencia de alianzas parlamentarias, habían
provocado la emergencia de sus adversarios “amarillos” que llegaron, en 2008,
hasta a ocupar durante un tiempo los dos aeropuertos de Bangkok para obligar a
los primeros ministros de entonces a dimitir, uno tras otro.
En
2010, cuando fue nombrado un gobierno anti Thaksin, llegó el turno de los
“camisas rojas”, cuya fuerza de choque seguía viniendo del campo, para ocupar
durante dos meses el centro de negocios de Bangkok exigiendo la vuelta de
Thaksin y la dimisión del primer ministro de entonces. Esos “rojos” encarnan un
movimiento que abrigaba diversas facciones de antiguos comunistas, campesinos y
socialdemócratas liberales. El movimiento fue ahogado en sangre, después de que
el ejército hubiera recibido la orden de dispersar a los manifestantes a tiros.
Más de 90 personas murieron.
Posteriormente,
un nuevo gobierno dirigido por la hermana de Thaksin, Yingluck Shinawatra, fue
elegido en verano de 2011. Es a ella a quien corresponde ahiora hacer frente a
la revuelta de los opositores. Hay un sentimiento de déja-vu en
la política tailandesa, que parece confirmar la apreciación popular de que son
los mismos con distintos collares.
Si
el callejón sin salida político es total, es porque se enraíza en la animosidad
entre las élites urbanas y las masas campesinas, las capas inferiores
urbanizadas y la clase media de las ciudades. Esta última, que adquirió mayor
poder en el curso del período del milagro económico tailandés, en los años 1980
y 1990, se inclina más bien por unstatu quo político cuya figura
tutelar sería el rey.
Se
inquieta cuando ve que los campesinos quieren hacer oír ruidosamente su voz a
través de la emergencia del movimiento “rojo”, después de haber doblado el
espinazo durante mucho tiempo, sometidos por el respeto debido al orden
monárquico y a la autoridad tradicional. Aunque Yingluck Shinawatra ha
multiplicado los compromisos y concesiones hacia la alianza entre el palacio
real y el ejército, que regenta desde hace lustros los asuntos del reino, la
primera ministra encarna ese movimiento que está hoy del lado del poder.
Marginados por el desarrollo
Los
desequilibrios sociales y económicos explican el rencor de esos habitantes de
las provincias, que tienen el sentimiento de que el desarrollo les ha dejado de
lado: el gobierno dedica el 70% de su presupuesto a Bangkok y sus alrededores.
El noreste, cuya población representa un tercio de los 70 millones de
tailandeses, no recibe más que el 6%.
“Tailandia
está aún bajo la dominación de un nacionalismo monárquico. Muchos piensan que
la virtud del rey está en guiar la democracia. El ascenso de las gentes del
campo, convertidos en una fuerza política, es percibido como una amenaza para
la autoridad moral de la ’gente honrada’”, observaba el historiador
Thongchai Winichkul, citado en Thaïlande, aux origines d’une
crise publicado en 2010 por el Institut de recherche sur l’Asie du
Sud-Est contemporaine (Irasec).
Es
claramente lo que se deduce del discurso del movimiento “amarillo” o incluso de
la oposición más moderada: en su opinión Tailandia es “diferente”, y el sistema
democrático a la occidental está “mal adaptado” al país. La elección por
sufragio universal no puede más que confiar las riendas del poder a
“oportunistas” y a “corruptos”. De ahí la idea, vaga y extraña, de los jefes de
fila del movimiento antigubernamental de estas últimas semanas, de hacer elegir
un “Consejo del pueblo” por los representantes de las corporaciones, con el
objetivo de paliar las deficiencias de gobiernos elegidos por el sufragio
popular... Una visión paternalista y conservadora de un modo de gobierno que
tiene pocas posibilidades de ver la luz.
Tanto
más cuando las fallas comienzan a agrietar la unidad de la oposición. Ciertas
élites políticas y medios de negocios se inquietan al ver prolongarse la
prosecución de esta movilización y esta inestabilidad que amenazan los logros
económicos de Tailandia.
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