domingo, 7 de julio de 2013

Egipto: cómo evitar decir "golpe de estado". Palestina siempre pierde

Derrocamiento del gobierno islamista, preocupación por la decisión del Ejército, destitución del presidente son los términos empleados por el gobierno de Washington para referirse al Golpe de Estado en Egipto. 

Marta Haserrea, de IA

Y es que después de cuatro días de conversaciones con el Ministro de Defensa Abdel Fatah Al-Sisi, como ellos mismos han reconocido, el término golpe de estado es algo muy feo para usarlo entre socios.

Se puede decir de muchas otras maneras, pero cada una de ellas es la salvaguarda de la continuidad de los 1.300 millones de dólares que el gobierno estadounidense entrega cada año al ejército egipcio.

Por un lado, es dinero para impulsar la industria armamentística estadounidense pero por otro, también es consecuencia del plan de paz cerrado en 1979 entre Israel y Egipto. Cambiar el término para referirse a los hechos es una argucia relativamente sencilla, sobre todo cuando el anuncio de la noticia es recibido con desesperado júbilo por un pueblo estrangulado por la necesidad, la esperanza y la decepción continua.

"Los mismos que dicen defender la libertad y la democracia e invitaron a mi padre al diálogo por la mañana son los que le han detenido por la tarde", denunció el hijo de Saad Katatni, presidente del brazo político de los Hermanos Musulmanes, el Partido Libertad y Justicia (PLJ).

Mursi respondió en el último momento antes de que expirara el ultimátum del ejército. A las 5 de la tarde, el presidente de Egipto emitió un comunicado ofreciendo un Gobierno de unidad nacional y la elección de un primer ministro de consenso hasta la convocatoria de nuevas elecciones. Sin embargo, el golpe de estado, que hasta entonces se había justificado por el mutismo del gobierno ante las demandas populares, se lleva a cabo ya al descubierto y la hoja de ruta pactada entre el ejército y los líderes de la oposición, de la que tanto nos han hablado estos días con la estrategia de difuminar el término golpe de estado, se incumple antes de comenzar a ejecutarse. Los militares disuelven el Parlamento, crean un consejo presidencial y suspenden la Constitución.

El ejército asegura que iniciará un proceso de transición de entre nueve y doce meses durante el cual se redactará una nueva Constitución que será sometida a referéndum antes de la celebración de nuevas elecciones y dice garantizar la libertad de expresión y de reunión. Pero sobran los motivos para dudar de estas intenciones, habida cuenta de que la composición del actual gobierno interino participó en la dictadura de Mubarak durante 30 años de impunidad, tomó parte en los asesinatos y torturas a miles de detractores en las protestas del 2011 y el propio Al-Sisi reconoció que miembros del ejército habían sometido a la prueba de virginidad a mujeres detenidas en marzo de ese año en la plaza Tahrir de El Cairo. Es difícil creer que vayan a cumplir sus promesas cuando en tan solo unas horas de control del país cerraron tres cadenas de televisión y comenzaron con la detención de los principales líderes islamistas, muchos de ellos se encuentran en paradero desconocido.

Pero la represión y la amenaza de ilegalización a la que están siendo sometidos ahora los Hermanos Musulmanes no hará sino azuzar su victimismo y les abrirá la vía para espiar sus faltas hasta el extremo de salir impolutos. Los Hermanos Musulmanes accedieron democráticamente al poder pero no olvidemos nunca que ejercieron un uso no democrático del mismo. Alegando su victoria en las urnas, Mursi promovió un decreto que le daba poderes especiales por encima del poder jurídico y aprobó una nueva Constitución que incluía la sharía como fuente del derecho.

Bajo su halo de propalestino y antioccidental, Mohamed Mursi no tuvo ningún problema en contentar a EEUU y a Israel con un fiel cumplimiento de los acuerdos de Camp David. Siguiendo con la práctica intimidatoria del ejército en el Sinaí, los Hermanos Musulmanes esgrimieron todo tipo de excusas para cerrar el paso de Rafah cuando lo creyeron conveniente y ordenaron la destrucción y el sellado de multitud de túneles, los túneles que comunican Egipto con Gaza y que permiten que Gaza sobreviva al bloqueo al que está sometida desde la victoria de Hamas en 2006.

La movilización en Egipto, mayoritariamente socialista y laica, se ve atrapada en esta falsa dicotomía, ya que ambas opciones, ejército o islamismo, son en realidad representaciones del mismo régimen opresivo e injusto. A Egipto sólo le queda por tanto abrir su propio camino.
De la misma forma que en el Estado Español nos asfixia el bipartidismo al servicio de la troika y urge la propuesta de una nueva alternativa articulada desde la ruptura con el capital, la farsa de la transición y las instituciones que los gestionan y defienden, Egipto debe abrir su camino de libertad y justicia para que el resultado de sus próximas elecciones lo ponga en el camino de la democracia social.

Para esto es imprescindible que la clase trabajadora egipcia tome el timón político proponiendo una sociedad alternativa a través de unas medidas de transición que lleven a la República social. Los intentos del ejército de nombrar a Al Baradei como primer ministro pretenden canalizar la presión social hacia una democracia que sólo contemple como máximo una serie de derechos civiles y sociales pero que nunca lesione los intereses de la burguesía egipcia. El ejército -su cúpula y su cadena de mando- ha dado el golpe de estado para preservar al país de una potencial revolución social intentando mostrar al ejército como el defensor de la democracia cuando su exclusiva intención es ser el cortocircuito de la revolución social.

A pesar de las denuncias de conspiración y de la indudable manipulación de la revolución egipcia, lo cierto es que la movilización en Egipto, primero contra Mubarak y luego contra Mursi, surgió de un modo natural y legítimo.

La ONU, EEUU y la UE siempre se han sentido cómodos con los que hincan la rodilla al imperialismo, pero el islamismo no consiguió el control del pueblo y fue entonces cuando el Pentágono pensó que era mejor rentabilizar las revueltas y garantizar su parte del pastel que perder el control de un enclave geoestratégico.

El imperialismo occidental, que jamás se ha avergonzado de caer en aparentes contradicciones por garantizar sus intereses, no escatima en “considerar justificable” una dictadura militar en Egipto pero tacha de terrorismo la dictadura militar en Siria, régimen del que era aliado hasta hace escasos días, cuando Al Asad aún era capaz de imponerse en todo el país.

El jueves por la tarde, sólo 24 horas después del Golpe de Estado, los bulldozers egipcios comenzaron a demoler los túneles. Nuevamente. Al parecer, los bulldozers llegaron a Rafah días atrás protegidos por vehículos militares pero no comenzaron la demolición hasta el jueves. El paso fronterizo lleva varios días cerrado y, como es sabido, Israel no permite que circulen todos los víveres necesarios a través de sus checkpoints con Gaza. Según la población palestina y el propio ministro de Sanidad, el combustible se acabará en pocos días. Gaza afronta un futuro incierto.

El mundo mira estos días a Egipto, desacertadamente más atónitos que preocupados, como si lo que está ocurriendo no pudiera explicarse dentro del proceso histórico o como si lo que ocurre en Egipto no influyera en nuestra propia política y no fuera también consecuencia de ella. Hemos leído estos días comentarios censuradores al pueblo egipcio como si la lucha por abrir un proceso revolucionario fuera un camino liso y sin obstáculos, como si pudiéramos hablar dando ejemplo desde el continente que generó dos guerras mundiales en menos de 40 años, o desde un Estado con las cunetas plagadas de fosas comunes y los nietos de los verdugos que las llenaron dando lecciones de “democracia”.

No me cabe la menor duda de que el pueblo egipcio tiene coraje y capacidad de llegar a la victoria. Después de dos años, hemos vuelto al principio, pero un pueblo que derroca a dos tiranos no ha dado un paso atrás. 

Egipto, cuna milenaria de la civilización, allí se dio la revolución neolítica cuando en Europa estábamos aún en la prehistoria, es el actual embrión geográfico de la ola de movilizaciones que cruza el planeta. Su lucha es la nuestra.

El digno reclamo de “Pan, libertad y justicia social” del pueblo es hoy más necesario que nunca. Para Egipto, para occidente y para la esperanza del pueblo palestino.
Ni Mubarak, ni Mursi, ni Al-Sisi. Palestina siempre pierde. Y sólo la revolución que comenzó en sus vecinos árabes y que pelea por extenderse en el viejo continente puede salvarla.
Madrid, 7 de julio, 2013

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