Hace ya casi 2 años, el movimiento Occupy Wall Street se identificó con un lema, “1% vs. 99%”,
que fue acogido como propio por los movimientos “indignados” a escala
internacional. En cierto modo, el lema era heredero de uno de los
objetivos históricos de la estrategia revolucionaria en el siglo XX: la
revolución social necesita el apoyo de la “inmensa mayoría”.
Miguel Romero, editor de VIENTO SUR
1. Desde su nacimiento, hace ya casi dos años, el movimiento Occupy Wall Street se identificó con un lema, “1% vs. 99%”, que fue acogido como propio por los movimientos “indignados” a escala internacional. En cierto modo, el lema era heredero de uno de los objetivos históricos de la estrategia revolucionaria en el siglo XX: la revolución social necesita el apoyo de la “inmensa mayoría”. Precisamente, la capacidad atribuida entonces a la clase obrera de agrupar tras de sí a esa “inmensa mayoría” era lo que le confería el carácter de “clase dirigente” del proceso revolucionario.
La reaparición ahora, bajo una nueva forma, de ese objetivo se corresponde con las condiciones de dictadura de mercado, establecidas tras la victoria capitalista en esta primera fase de la crisis del 2007: a saber, por una parte, una extrema oligarquización del poder, concentrado en una reducida elite financiera internacional (el “1%”). Ésta es sin duda la clase que dirige la política y sociedad, gracias a una inmensa acumulación de poder en la economía, el Estado y la comunicación. Pero no es clase dirigente, en el sentido de que está quebrantada su hegemonía social, la cual tiene, además, una función subalterna en sus actuales mecanismos de dominación.
Por otra parte, una gran mayoría social (el “99%”) que ha dejado de creer en la capacidad y la voluntad presente y futura del sistema para satisfacer sus necesidades y expectativas, pero no cuenta ni con instrumentos de organización y articulación social y política, ni con objetivos de ruptura compartidos y confianza en alcanzarlos, imprescindibles para constituirse como clase dirigente alternativa al poder establecido. Aunque llamar a esta mayoría social “99%” es una hipérbole que difumina la complejidad de los conflictos y divisiones en las sociedades actuales, puede considerarse una imagen-denuncia de las radicales desigualdades existentes.
Así hemos llegado a una situación de lucha de clases exacerbada, en la cual sólo la elite tiene “conciencia de clase” y medios para lograr sus fines. Por eso me parece razonable el planteamiento de Raúl Sánchez Cedillo en la mesa redonda organizada por nuestra revista (que se publica en el nº 128 actualmente en circulación) cuando interpreta el lema de Occupy como “un proyecto de constitución de clase”, dentro de la “estrategia del 99%” en se resumiría en una reapropiación de lo público por “la sociedad entera”, representada en ese 99%. Hay aquí elementos que pueden servir de base para un debate renovado sobre temas de orientación general.
Pero los problemas están más cerca y más abajo: en las políticas del 99%, entendiendo “99%” en el sentido matizado anteriormente y “política” en su sentido genuino, como acción social para cambiar la realidad concreta, que es condición necesaria para construir una estrategia que sirva, no sólo para establecer objetivos generales, sino sobre todo como guía para la acción.
2. Una conjunción de hechos y valoraciones diversas –desde la aparición de Syriza en mayo de 2012 como un referente internacional hasta la experiencia de que un período prolongado de movilizaciones de amplia extensión social no conseguían logros significativos ni aquí, ni en ningún otro país de la UE- ha ido conformando lo que podemos considerar un “estado de opinión” ampliamente compartido en la izquierda social y política sobre la necesidad de construir una alternativa política unitaria, con un programa de “mínimo común denominador” y un instrumento electoral con voluntad y capacidad de ganar y formar gobierno; como ocurre siempre, las situaciones en Euskal Herria, Galiza y Catalunya tienen importantes aspectos específicos (y que afectarán a debates cercanos, entre otros, sobre las elecciones europeas) en los que no entraré en esta nota.
La viabilidad del éxito de esa alternativa se refiere frecuentemente a “datos” de sondeos de opinión, siempre problemáticos. Las encuestas se han convertido en un nuevo género periodístico que cada fin de semana suministra retratos preelectorales muy cocinados (primero, por los propios institutos de opinión, en muchos casos entidades low cost, que trabajan en condiciones tan precarias como sus valoraciones; segundo, por los medios de comunicación que titulan a toda página sus mensajes, extrapolando los propios datos del sondeo). Cuando se realizan mucho tiempo antes de unas elecciones (más de dos años de las generales) y la mitad de los encuestados no se pronuncian, las conclusiones son las de quienes las cocinan. Así, su mayor utilidad es destacar tendencias coincidentes, cuando las hay.
En el caso español, hay claramente una tendencia, pero no es la que suele resaltarse como el “fin del bipartidismo”. Lo que se muestra realmente en la gran mayoría de las encuestas publicadas (especialmente, en las del CIS, que son las más que cuentan con datos más sólidos) es la posibilidad de una derrota del PP por una alianza entre el PSOE e IU, en la que el PSOE sería la fuerza mayoritaria e IU crecería, pero quedando muy lejos del sorpasso: digamos, un escenario “a la andaluza”, de “bipartidismo reformado”, pero en ningún caso una alternativa que tenga la voluntad y la capacidad necesarias para responder a las demandas de la mayoría social.
Esta interpretación es un argumento suplementario para un objetivo que no necesita basarse en encuestas, sino que es una conclusión clara de la experiencia del sistema de partidos existente: sólo un nuevo instrumento electoral, en el cual IU debería ser la fuerza mayoritaria, pero no dominante, puede ser útil para la mayoría social, lo que exige en primer lugar poner fin a la mayoría electoral del PSOE en la oposición a la derecha.
En las condiciones actuales, “útil” significa crear expectativas de que pueden ganarse unas elecciones y, contando con la movilización popular que alentaría esas expectativas, ganarlas efectivamente. Pero, ¿qué significa “ganar”?.
3. No es lo mismo ganar en sentido electoral (obtener una mayoría electoral que permita formar gobierno), ganar en sentido político (tener las capacidades y los medios para poner en práctica el programa de gobierno) y ganar en sentido social (contar con una movilización activa de la mayoría social que oriente, controle e impulse la acción de gobierno y socialice la política). Admito que estas categorías están simplificadas, y que además no son entidades autónomas, sino interrelacionadas, y en la fuerza de esta interrelación se basan las posibilidades de éxito del proyecto emancipatorio; pero me parecen útiles para los propósitos de esta tribuna.
Para ganar unas elecciones, en países como el nuestro, se necesita entre un 35 y un 40% de los votos expresados, es decir, el voto de una minoría ciudadana electoralmente mayoritaria y cuyo compromiso con la candidatura elegida se limita, en general, a votarla. Ahora mismo, alcanzar ese resultado es un objetivo muy lejano para una nueva alianza de izquierda (cualquiera que sea su nombre) y costaría un enorme esfuerzo; basta comprobar las dificultades de Syriza para mantener expectativas de voto en torno al 25%.
Pero en todo caso, esa victoria electoral no significaría por si misma haber ganado en sentido político. Hasta la más moderada de las versiones de los “programas de mínimos” que proponen las diferentes iniciativas unitarias existentes provocarían choques inmediatos, desde la misma noche de la victoria electoral, no sólo con los aparatos de Estado y el poder económico y mediático que está bajo las órdenes del “1%;” contaría además con la hostilidad activa de una parte importante de la sociedad, de “los de abajo” o “el 99%”, sometida a mecanismos de sumisión de probada eficacia.
Por tanto, ganar en sentido social es la condición de cualquier otra victoria. Y para ello haría falta una mayoría social suficientemente organizada, articulada entre componentes que serán muy diversos, solidaria entre sus diversas demandas y capaz de asumir la calidad de soberanía popular frente a los obstáculos legales y materiales que se interpongan en su camino. No será el 99%, ni el 80%, ni el 70%... esas dimensiones sólo pueden entenderse como un objetivo a largo plazo; durante un largo período habrá una dura lucha por la hegemonía, también entre “los de abajo”.
Sin pretender entrar en batallas de nombres, no me convencen las expresiones “bloque sociopolítico” o “bloque histórico”, pertinentes en sentido estratégico, para describir los objetivos que están a nuestro alcance a corto y medio plazo.
Me parece más razonable pensar en algo parecido a lo que sería una articulación permanente de las mareas y plataformas existentes, con formas de coordinación y representación flexibles y mecanismos de toma de decisión ágiles y democráticos, en la que se puedan incluir “aliados frágiles”, como podrían ser algunos sindicatos, y sobre todo, se incluyan las expresiones en las nacionalidades de las lucha y movimientos sociales.
A nadie se le oculta que este objetivo es mucho mas difícil de alcanzar que un acuerdo electoral unitario. No habría que establecer un orden de prioridades entre ellos, primero uno, después el otro, porque cada uno tiene sus tiempos y sus agentes. Pero hay que trabajar simultáneamente en los dos espacios, buscar la comunicación, los puentes de doble dirección y las experiencias que vayan construyendo confianzas mutuas. Creo que si no es así, los mejores “programas mínimos” estarían escritos en una barra de hielo y el 99% no sería más que un eslogan. Como dice Francisco Louça, en un artículo bastante leído, pero menos de lo que merece http://www.vientosur.info/spip.php?article7944, “El slogan es inútil y no sustituye a la preparación detallada de respuesta a los problemas económicos y sociales. El slogan es una bandera. Es legítimo hacer política con una bandera. Pero una bandera no hace un gobierno”.
Miguel Romero, editor de VIENTO SUR
1. Desde su nacimiento, hace ya casi dos años, el movimiento Occupy Wall Street se identificó con un lema, “1% vs. 99%”, que fue acogido como propio por los movimientos “indignados” a escala internacional. En cierto modo, el lema era heredero de uno de los objetivos históricos de la estrategia revolucionaria en el siglo XX: la revolución social necesita el apoyo de la “inmensa mayoría”. Precisamente, la capacidad atribuida entonces a la clase obrera de agrupar tras de sí a esa “inmensa mayoría” era lo que le confería el carácter de “clase dirigente” del proceso revolucionario.
La reaparición ahora, bajo una nueva forma, de ese objetivo se corresponde con las condiciones de dictadura de mercado, establecidas tras la victoria capitalista en esta primera fase de la crisis del 2007: a saber, por una parte, una extrema oligarquización del poder, concentrado en una reducida elite financiera internacional (el “1%”). Ésta es sin duda la clase que dirige la política y sociedad, gracias a una inmensa acumulación de poder en la economía, el Estado y la comunicación. Pero no es clase dirigente, en el sentido de que está quebrantada su hegemonía social, la cual tiene, además, una función subalterna en sus actuales mecanismos de dominación.
Por otra parte, una gran mayoría social (el “99%”) que ha dejado de creer en la capacidad y la voluntad presente y futura del sistema para satisfacer sus necesidades y expectativas, pero no cuenta ni con instrumentos de organización y articulación social y política, ni con objetivos de ruptura compartidos y confianza en alcanzarlos, imprescindibles para constituirse como clase dirigente alternativa al poder establecido. Aunque llamar a esta mayoría social “99%” es una hipérbole que difumina la complejidad de los conflictos y divisiones en las sociedades actuales, puede considerarse una imagen-denuncia de las radicales desigualdades existentes.
Así hemos llegado a una situación de lucha de clases exacerbada, en la cual sólo la elite tiene “conciencia de clase” y medios para lograr sus fines. Por eso me parece razonable el planteamiento de Raúl Sánchez Cedillo en la mesa redonda organizada por nuestra revista (que se publica en el nº 128 actualmente en circulación) cuando interpreta el lema de Occupy como “un proyecto de constitución de clase”, dentro de la “estrategia del 99%” en se resumiría en una reapropiación de lo público por “la sociedad entera”, representada en ese 99%. Hay aquí elementos que pueden servir de base para un debate renovado sobre temas de orientación general.
Pero los problemas están más cerca y más abajo: en las políticas del 99%, entendiendo “99%” en el sentido matizado anteriormente y “política” en su sentido genuino, como acción social para cambiar la realidad concreta, que es condición necesaria para construir una estrategia que sirva, no sólo para establecer objetivos generales, sino sobre todo como guía para la acción.
2. Una conjunción de hechos y valoraciones diversas –desde la aparición de Syriza en mayo de 2012 como un referente internacional hasta la experiencia de que un período prolongado de movilizaciones de amplia extensión social no conseguían logros significativos ni aquí, ni en ningún otro país de la UE- ha ido conformando lo que podemos considerar un “estado de opinión” ampliamente compartido en la izquierda social y política sobre la necesidad de construir una alternativa política unitaria, con un programa de “mínimo común denominador” y un instrumento electoral con voluntad y capacidad de ganar y formar gobierno; como ocurre siempre, las situaciones en Euskal Herria, Galiza y Catalunya tienen importantes aspectos específicos (y que afectarán a debates cercanos, entre otros, sobre las elecciones europeas) en los que no entraré en esta nota.
La viabilidad del éxito de esa alternativa se refiere frecuentemente a “datos” de sondeos de opinión, siempre problemáticos. Las encuestas se han convertido en un nuevo género periodístico que cada fin de semana suministra retratos preelectorales muy cocinados (primero, por los propios institutos de opinión, en muchos casos entidades low cost, que trabajan en condiciones tan precarias como sus valoraciones; segundo, por los medios de comunicación que titulan a toda página sus mensajes, extrapolando los propios datos del sondeo). Cuando se realizan mucho tiempo antes de unas elecciones (más de dos años de las generales) y la mitad de los encuestados no se pronuncian, las conclusiones son las de quienes las cocinan. Así, su mayor utilidad es destacar tendencias coincidentes, cuando las hay.
En el caso español, hay claramente una tendencia, pero no es la que suele resaltarse como el “fin del bipartidismo”. Lo que se muestra realmente en la gran mayoría de las encuestas publicadas (especialmente, en las del CIS, que son las más que cuentan con datos más sólidos) es la posibilidad de una derrota del PP por una alianza entre el PSOE e IU, en la que el PSOE sería la fuerza mayoritaria e IU crecería, pero quedando muy lejos del sorpasso: digamos, un escenario “a la andaluza”, de “bipartidismo reformado”, pero en ningún caso una alternativa que tenga la voluntad y la capacidad necesarias para responder a las demandas de la mayoría social.
Esta interpretación es un argumento suplementario para un objetivo que no necesita basarse en encuestas, sino que es una conclusión clara de la experiencia del sistema de partidos existente: sólo un nuevo instrumento electoral, en el cual IU debería ser la fuerza mayoritaria, pero no dominante, puede ser útil para la mayoría social, lo que exige en primer lugar poner fin a la mayoría electoral del PSOE en la oposición a la derecha.
En las condiciones actuales, “útil” significa crear expectativas de que pueden ganarse unas elecciones y, contando con la movilización popular que alentaría esas expectativas, ganarlas efectivamente. Pero, ¿qué significa “ganar”?.
3. No es lo mismo ganar en sentido electoral (obtener una mayoría electoral que permita formar gobierno), ganar en sentido político (tener las capacidades y los medios para poner en práctica el programa de gobierno) y ganar en sentido social (contar con una movilización activa de la mayoría social que oriente, controle e impulse la acción de gobierno y socialice la política). Admito que estas categorías están simplificadas, y que además no son entidades autónomas, sino interrelacionadas, y en la fuerza de esta interrelación se basan las posibilidades de éxito del proyecto emancipatorio; pero me parecen útiles para los propósitos de esta tribuna.
Para ganar unas elecciones, en países como el nuestro, se necesita entre un 35 y un 40% de los votos expresados, es decir, el voto de una minoría ciudadana electoralmente mayoritaria y cuyo compromiso con la candidatura elegida se limita, en general, a votarla. Ahora mismo, alcanzar ese resultado es un objetivo muy lejano para una nueva alianza de izquierda (cualquiera que sea su nombre) y costaría un enorme esfuerzo; basta comprobar las dificultades de Syriza para mantener expectativas de voto en torno al 25%.
Pero en todo caso, esa victoria electoral no significaría por si misma haber ganado en sentido político. Hasta la más moderada de las versiones de los “programas de mínimos” que proponen las diferentes iniciativas unitarias existentes provocarían choques inmediatos, desde la misma noche de la victoria electoral, no sólo con los aparatos de Estado y el poder económico y mediático que está bajo las órdenes del “1%;” contaría además con la hostilidad activa de una parte importante de la sociedad, de “los de abajo” o “el 99%”, sometida a mecanismos de sumisión de probada eficacia.
Por tanto, ganar en sentido social es la condición de cualquier otra victoria. Y para ello haría falta una mayoría social suficientemente organizada, articulada entre componentes que serán muy diversos, solidaria entre sus diversas demandas y capaz de asumir la calidad de soberanía popular frente a los obstáculos legales y materiales que se interpongan en su camino. No será el 99%, ni el 80%, ni el 70%... esas dimensiones sólo pueden entenderse como un objetivo a largo plazo; durante un largo período habrá una dura lucha por la hegemonía, también entre “los de abajo”.
Sin pretender entrar en batallas de nombres, no me convencen las expresiones “bloque sociopolítico” o “bloque histórico”, pertinentes en sentido estratégico, para describir los objetivos que están a nuestro alcance a corto y medio plazo.
Me parece más razonable pensar en algo parecido a lo que sería una articulación permanente de las mareas y plataformas existentes, con formas de coordinación y representación flexibles y mecanismos de toma de decisión ágiles y democráticos, en la que se puedan incluir “aliados frágiles”, como podrían ser algunos sindicatos, y sobre todo, se incluyan las expresiones en las nacionalidades de las lucha y movimientos sociales.
A nadie se le oculta que este objetivo es mucho mas difícil de alcanzar que un acuerdo electoral unitario. No habría que establecer un orden de prioridades entre ellos, primero uno, después el otro, porque cada uno tiene sus tiempos y sus agentes. Pero hay que trabajar simultáneamente en los dos espacios, buscar la comunicación, los puentes de doble dirección y las experiencias que vayan construyendo confianzas mutuas. Creo que si no es así, los mejores “programas mínimos” estarían escritos en una barra de hielo y el 99% no sería más que un eslogan. Como dice Francisco Louça, en un artículo bastante leído, pero menos de lo que merece http://www.vientosur.info/spip.php?article7944, “El slogan es inútil y no sustituye a la preparación detallada de respuesta a los problemas económicos y sociales. El slogan es una bandera. Es legítimo hacer política con una bandera. Pero una bandera no hace un gobierno”.
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