El presente texto fue publicado originalmente en el núm. 134, de junio 2014 de la revista Viento Sur. Presentamos aquí una versión ligeramente corregida.
Martín Mosquera, de Democracia Socialista (Argentina). Foto: Ariel Feldman.
I
El fenómeno político del kirchnerismo constituyó una experiencia de fuerte impacto en la historia argentina contemporánea. Surgido en el contexto de la crisis de hegemonía de 2001, y con el mandato histórico de reestablecer la gobernabilidad amenazada por la fuerte movilización popular de ese entonces, supo articular algunos elementos que lo proyectaron como una experiencia política de largo alcance. Trabó, por un lado, compromisos estratégicos con el desarrollo del agro-negocio y de un modelo económico extractivo (aunque desviando parte de la renta agraria para el estímulo de algunas industrias de ensamble local), a la vez que otorgó ciertas concesiones sociales y democráticas a los sectores populares. Medidas, estas últimas, con rasgos progresivos que consiguieron seducir a vastos sectores de la población, de las organizaciones populares y las sensibilidades de izquierda. Un fenómeno político de esta naturaleza, populista o nacionalista, portador de ciertas dosis de reformismo social, significó siempre un importante desafío para la izquierda anticapitalista, como lo atestigua la experiencia del peronismo y el desencuentro histórico de la clase trabajadora con la cultura y las organizaciones de la izquierda marxista.
Actualmente, sin embargo, se ha tornado evidente que la Argentina está trascurriendo el final de este ciclo político. Desde el año pasado están en desarrollo distintos procesos que auguran un retorno de la inestabilidad política y, posiblemente, de la lucha social. En primer lugar, la imposibilidad de re-reelección presidencial para Cristina Fernández que ha disparado (ante la ausencia de un sucesor leal como pudo ser Dilma en relación a Lula en el Brasil del PT) la fuerza centrífuga de la lucha política por la sucesión. Actualmente está en curso, a su vez, un giro económico decididamente conservador por parte del gobierno, en el contexto de un fuerte desgaste de las variables económicas internas. Adaptarse a las demandas de las clases dominantes supone la expectativa, por parte del elenco gubernamental, de conseguir el favor del establishment para terminar el mandato presidencial sin grandes sobresaltos. Fruto de la restricción externa y la falta de dólares, se dio cauce a principio de año a una fuerte devaluación de la moneda (la más importante en doce años) que profundizó la ya elevada inflación (la cual se proyecta por encima del 30% anual). Evidentemente, ya no estamos en el “país kirchnerista” que conocimos durante la última década, sino a las puertas de un giro político significativo. Avanzamos hacia una nueva etapa, probablemente más compleja, caracterizada por una derechización del conjunto de la superestructura política (por dentro y por fuera del Gobierno), y el debilitamiento del acuerdo tenso entre las clases que representó la “forma-estado” forjada durante la última década.
II
En el campo de la militancia anticapitalista se desenvolvió durante la última década una creciente delimitación entre “dos izquierdas”. Por un lado, una izquierda “tradicional” que, a diferencia de los 60/70, no está representada por el PC o el PS (ambos de nula incidencia en el campo de la militancia). Ante los ojos de las nuevas camadas militantes, la “vieja izquierda” remite a las fuerzas fuertemente sectarias y ortodoxas del trotskismo local, las cuales hegemonizaron el campo de la militancia anticapitalista durante la última etapa.
Por otro lado, el proceso de ascenso de las luchas que comenzó a fines de los años noventa tuvo una de sus manifestaciones en un conjunto de experiencias organizativas de la izquierda social e “independiente” (tal fue la equívoca denominación que recibió este espacio) que se desarrollaron al margen de los partidos de la izquierda tradicional. Esta “nueva izquierda” no llegó a configurar una unidad política en torno a un proyecto estratégico sino, más bien, un inestable espacio político en proceso abierto de conformación. El rasgo compartido, en principio, se redujo a la elección de un trayecto común: el de apostar a convertir a la militancia social desarrollada durante el último periodo en el embrión de una nueva experiencia política. Los rasgos identitarios y las coordenadas comunes que se produjeron en este trayecto fueron imprecisos y en general referidos a cuestiones metodológicas o de cultura política, que solo intuitivamente contenían definiciones estratégicas. La apuesta por la auto-actividad de las masas, la crítica al vanguardismo sectario o burocrático, la reivindicación del “socialismo desde abajo”, la aspiración a recuperar y dialogar con diversas identidades plebeyas latinoamericanas, fueron algunos de los elementos comunes de este campo político emergente.
La “nueva izquierda” argentina es, entonces, heredera directa del proceso de recomposición de las clases subalternas que se inició a fines del siglo pasado. Esta primera fase de ascenso popular debió lidiar con un contexto marcado por el más amplio desarme político y organizativo de los sectores populares, producto de la derrota histórica que sufrió la clase trabajadora en las últimas décadas de contra-ofensiva neoliberal. En los inicios de esta etapa, el surgimiento de las luchas sociales más elementales, de movimientos que recomponían una cultura y un habitus combativo entre los sectores populares, constituyeron una genuina forma de lucha política para un momento en que lo prioritario pasaba por la regeneración del tejido social y organizativo. Luego de un momento inicial donde los nuevos movimientos fueron hegemonizados por tendencias neo-libertarias o anti-políticas, las tesis del tipo “cambiar el mundo sin tomar el poder” envejecieron rápidamente. Al nuevo activismo surgido a principios de siglo se le aplicaba cabalmente la caracterización formulada por Daniel Bensaïd:
En un primer tiempo, como sucede después de las grandes derrotas (como ha ocurrido en la década de 1830 bajo la Restauración), se produce lo que yo llamo un momento utópico, un momento de fermentación, de experimentación, un momento de tanteos. Es lo que ha ocurrido a fines de los años ’90, especialmente en el movimiento altermundista: una efervecencia utópica necesaria, pero acompañada de un discurso simplificador que contrapone el “buen” movimiento social a la “sucia” política.
Sin embargo, esto empezó a cambiar ante la frustración de las expectativas más ambiciosas desarrolladas al calor de las movilizaciones de 2001/2002. Los movimientos intentaron empezar a estructurarse políticamente, y la forma que se encontró pasó por generar relaciones horizontales entre las nuevas agrupaciones sectoriales, dando lugar a corrientes “multisectoriales” con fuertes rasgos federativos que procuraban respetar el tiempo y el protagonismo del conjunto de la militancia de base. Este proceso constituyó un momento importante en el proceso de recomposición organizativa de la izquierda anticapitalista. Sin embargo, las limitaciones de este espacio iban a ponerse en evidencia cuando éste se propusiera completar el recorrido entre ser una izquierda social que aborda la lucha sectorial en torno a acuerdos metodológicos, y convertirse en una izquierda política que enfrenta la lucha de clases alrededor de un proyecto estratégico. La convivencia de proyecciones políticas disímiles, la ausencia de delimitaciones estratégicas fuertes y las limitaciones para superar cualitativamente las formas organizativas heredadas (forjadas en la militancia social y, principalmente, en los movimientos de trabajadores desocupados) fueron algunos de los rasgos que inhibieron la proyección política de este espacio.
Estos “dos izquierdas” (las tradiciones sectarias del trotskismo local y la “nueva izquierda” proveniente de la militancia social) fueron sectores relativamente dinámicos durante el último periodo. Y, en tanto tales, llegaron a las elecciones legislativas del año pasado, que se constituyeron en una bisagra para la etapa política. Las elecciones se desenvolvieron en un marco donde se evidenció el progresivo cierre del “ciclo kirchnerista” y donde se abrió un espacio político para la izquierda radical. En este contexto, numerosos movimientos del universo de la “nueva izquierda” comenzaron a discutir la posibilidad de intervenir en el terreno electoral y empezar a proyectarse más decididamente en el terreno político. Sin embargo, el intento de afrontar nuevas tareas (que implicaban también reabrir viejos debates que habían quedado relegados en la fase social-movimientista precedente: como el papel del Estado, el marco de alianzas, etc.) puso en evidencia las enormes limitaciones que contenían estas jóvenes construcciones. El resultado fue que el sector que más decididamente intervino en lo electoral lo hizo al precio de dilapidar cualquier perfil novedoso y radical (en un frente con un viejo referente de la centro-izquierda local), y el resto de los movimientos quedaron estancados en debates internos, sin capacidad para enfrentar las nuevas tareas de la etapa. Luego de las elecciones, la novel “izquierda independiente” quedó fuertemente herida, desorientada y en crisis de proyecto e identidad.
Por su lado, la izquierda tradicional representada en el FIT (Frente de Izquierda y de los Trabajadores, compuesto por tres organizaciones trotskistas, PO, PTS e IS), estuvo mucho mejor posicionada para capitalizar la situación política. Contar con una larga trayectoria en la lucha electoral, con implantación nacional y referentes instalados en la opinión pública y con el capital político de haber conformado una lista electoral unitaria, le permitieron estar en mejores condiciones para capitalizar la situación que se abría.
III
Los resultados del FIT durante las últimas elecciones no solo fueron sorprendentes por los porcentajes obtenidos, sino por el alcance nacional, logrando grandes desempeños en provincias tradicionalmente conservadoras. El FIT recogió 1.250.000 (sobre un total de 1.400.000 votos para listas de izquierda radical, cerca del 6% a nivel nacional), destacando algunas elecciones en provincias: como el resultado en Salta donde el PO salió primero en la Capital y tercero a nivel provincial con el 20 %, Mendoza con el 14% para el FIT, Santa Cruz con el 11%, entre otros ejemplos similares.
Las razones que explican este fenómeno electoral posiblemente sean múltiples. En primer lugar el desencanto de algunos sectores progresistas de la sociedad con las limitaciones y el curso del Gobierno Nacional. Esto significa que hubo una porción del electorado que venía apoyando al kirchnerismo y que, desencantada, optó por la izquierda. No se trata, sin embargo, de que la “clase obrera haya saltado el cerco del peronismo”, como se apresuró en declarar un referente del FIT, ni de que haya sectores significativos del movimiento de masas en proceso de radicalización. Más bien, el espacio electoral abierto se parece más al habitual crecimiento de la izquierda ante el fin de un ciclo político (tal como sucedió en 1983, 1989 y 2001).
El segundo elemento que parecería explicar este desempeño electoral es el retroceso o la virtual desaparición de las variantes de centroizquierda o progresistas del escenario electoral, por la súbita derechización de la política de alianzas y el perfil de las organizaciones de ese espacio político (Proyecto Sur de Pino Solanas, Libres del Sur y el Partido Socialista se aliaron con la vetusta UCR en una coalición opositora de orientación, en la mejor de las hipótesis, social-liberal). Estos movimientos de toda la superestructura política hacia la derecha abrieron una vacancia político-electoral que el FIT logró aprovechar.
Una tercera razón que explica el crecimiento del FIT es, paradójicamente, la reforma de la ley electoral que instrumentó el gobierno desde 2011 y que fue denunciada por proscriptiva por el conjunto de la izquierda. Esta reforma exige alcanzar un piso de votos en las Primarias obligatorias para participar de las elecciones generales (este piso del 2,5%, estaba muy por encima de los desempeños electorales de la izquierda durante el último periodo). Esto obligó a la izquierda tradicional a unificarse en una sola lista a los fines de superar ese obstáculo, opción resistida hasta último momento por muchos de sus componentes. Por ejemplo, el Partido Obrero (PO), la principal corriente del FIT, tuvo inicialmente la táctica de intentar conquistar un “voto útil” de izquierda, que le permitiera superar individualmente las primarias. Ante los desastrosos resultados electorales que tuvieron en las primeras elecciones provinciales de 2011, giraron su política hacia la de conformar un frente “trotskista” bajo su dirección. El premio fue doble: la nueva ley electoral, ofrece significativas cuotas publicitarias obligatorias para todas las listas, muy superiores a las posibilidades históricas de la izquierda en ese terreno.
Un último aspecto del éxito electoral radica en un fuerte acierto por parte de estas fuerzas. El resultado conseguido fue facilitado por la capacidad que demostraron para organizar su campaña electoral en torno a reivindicaciones sentidas por los sectores populares, superando el declaracionismo abstracto y el maximalismo que había caracterizado históricamente a estas corrientes.
Mirado de conjunto, pareciera que el frentismo actual no es la superación del sectarismo precedente, sino su continuación por otros medios. Las conquistas electorales actuales, resultado de esta política unitaria, no parecieran alterar las coordenadas políticas previas, sino más bien confirmarlas. Ahora estas corrientes profesan una autoproclamación sectaria reforzada por más de un millón de votos. La situación es fuertemente paradójica: corrientes históricamente no frentistas, terminan representando en la escena política nacional el papel de la izquierda unitaria. Lamentablemente, no pareciera haber signos de que esto fuera a cambiar. El FIT no avanzó de conjunto en la construcción sectorial ni en el movimiento obrero, ni abrieron locales como frente, ni sumaron a ninguna de las otras corrientes (la mayoría trotskistas) que piden incorporación, ni permiten la afiliación directa al FIT por parte de militantes independientes. Más bien, todo indica que se va a perpetuar el carácter de “cartel electoral”, altamente rentable para sus integrantes en términos de auto-construcción partidaria.
IV
Por su parte, la “nueva izquierda” luego de las elecciones precedentes pareciera debatirse entre las opciones de hierro del oportunismo electoral o el basismo anti-político. Esta dicotomía se reforzó por el hecho de que la reciente “politización” de este espacio se haya desarrollado vinculada al riesgo de la adaptación oportunista, presente en el perfil de campaña que tuvo el frente Camino Popular en la Ciudad de Buenos Aires (entre la organización más grande de este espacio, Marea Popular, y un sector de la centro-izquierda de procedencia sindical). Esto tendió a asimilar a la nueva izquierda a una variante más de la “vieja” centro-izquierda que, ya sea en su perfil populista-peronista o social-demócrata, ha mostrado históricamente su tendencia a la subordinación a proyectos que no van más allá de una versión suave del neoliberalismo. El resto del espacio, por su lado, todavía adolece de fuertes reservas sectarias y basistas, tiende a rechazar la lucha electoral y, más en general, la dimensión propiamente política de la lucha de clases. Estas dos desviaciones se refuerzan mutuamente y no sólo en el sentido evidente de que el error de uno apuntala el error simétrico del otro. Una concepción basista de la lucha de clases puede eventualmente aceptar elevarse al terreno político, pero a condición de subordinarlo completamente a la construcción social y al trabajo de base, desconociendo toda eficacia y singularidad propia de la lucha política. Paradójicamente esto puede funcionar secretamente como justificación de la peor real-politik y dar lugar a un nuevo riesgo: la eventual conciliación de una retórica basista y radical respecto a la lucha social, con un oportunismo electoral o político ilimitado, amparado en la excusa de que la política superestructural es “lo otro” de la construcción social genuina. Algo de esto pudo encontrarse, años atrás, en un sinfín de experiencias autogestivas, de perfil autonomista, que empalmaron “desde abajo” con el kirchnerismo sin mayores inconvenientes. La política superestructural puede ser sumamente pragmática y oportunista en la medida en que se la entienda como un complemento exterior a la construcción social y de base.
V
El reciente rendimiento electoral del FIT demuestra que persiste con peso no insignificante una cultura de izquierda en nuestro país, proveniente de diferentes tradiciones e identidades y que es una base de apoyo interesante para la posible construcción de una alternativa política anticapitalista. Como expresión de ello, al FIT se le ha presentado la posibilidad histórica de promover un gran movimiento político anticapitalista, independiente del peronismo y de la centroizquierda. Para ello, sin embargo, debería ampliar su convocatoria y dotarse de instrumentos organizativos – más dúctiles, democráticos y abiertos a la participación militante – que estén en condiciones de dar lugar a un frente social y político persistente, que vaya más allá de un exitoso desempeño electoral. Esta enorme posibilidad podría desarrollarse si estas fuerzas superasen, al menos en parte, sus asentados rasgos sectarios y auto-proclamatorios y sus limitaciones históricas para desarrollar una influencia real en el movimiento de masas. No descartamos que la presión de la lucha de clases y de las circunstancias permitan evoluciones políticas hoy impensables. Sin embargo, son pocos los elementos actuales para el optimismo.
Por su parte, la denominada “nueva izquierda” debe afrontar su crisis de identidad y proyecto dando un salto de calidad político-organizativa y evitando las vías muertas del oportunismo electoral y el sectarismo basista. El riesgo de que el capital político acumulado en el periodo de luchas precedentes se destiña o bien en nuevas fuerzas centroizquierdistas o bien en un archipiélago de movimientos barriales sin proyección política, es una posibilidad fuerte. Revertir esa tendencia requerirá actuar con inteligencia, reforzando el debate estratégico y enfrentando los conservadorismos y sectarismos que toda organización naturalmente reproduce.
El escenario político que se abre ante el cierre del ciclo kirchnerista tal vez inaugure un nuevo ciclo de luchas, tal como posiblemente se haya preanunciado en el enorme paro docente que sacudió a la provincia de Buenos Aires hace pocos meses (donde reaparecieron niveles interesantes de combatividad y auto-organización por fuera de las burocracias sindicales) y en la huelga general del pasado 10 de abril (la segunda y la más grande en diez años de gobierno kirchnerista). Esto puede ofrecer un segundo aliento a esta nueva izquierda radical que emergió en nuestro país, para reconstruirse sobre nuevas bases. Está por verse si esté espacio político logra sobreponerse a sus limitaciones, hecha raíces duraderas en el movimiento popular, y dirime si representa un movimiento orgánico de consecuencias duraderas y alcance histórico, en términos de Gramsci, o un simple movimiento de “coyuntura”. En el seno de una cultura política polarizada entre el populismo peronista y las tradiciones sectarias del trotskismo local, está en juego la posibilidad de establecer el punto de partida de una nueva tradición política: una izquierda anticapitalista amplia, democrática, no sectaria, intelectualmente abierta y compleja. Depende de la lucha.
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