- La capital kurda de la Anatolia ve el alto el fuego como la última oportunidad para la paz.
- La guerrilla kurda del PKK proclama el alto el fuego con Turquía.
- El alcalde de un distrito de Diyarbakir tiene un hijo en la guerrilla kurda. Otro ha sido reclutado por el Ejército turco.
José Miguel Calatayud, desde Diyarbakir. En ElPais.com
Fotos: Varios momentos de la celebración del Nevruz, año nuevo kurdo y persa, en la ciudad turca de Diyarbakir el 21 de marzo. (AP)
"Hemos llegado a un punto en que no es fácil vivir juntos con los turcos”, dice Vedat mientras ataca una sartén con huevos fritos y carne de cabra. “Nadie tiene ya paciencia, ni siquiera la gente mayor con hijos en la cárcel, ya no queda paciencia”, comenta Kadir, que come ensalada y pedazos de queso. Pequeños vasos de té rojizo completan el desayuno tradicional kurdo, similar al que podrían tomar dos jóvenes turcos. Vedat tiene 30 años y trabaja en un bar. Kadir tiene 29 y es profesor de filosofía en un instituto. Prefieren no dar sus apellidos y piden que no se mencione el nombre de esta cafetería de Diyarbakir, la principal ciudad kurda, en el sureste de Turquía.
“[El conflicto entre Turquía y los kurdos] está en nuestras leyes, en nuestro arte, en nuestra música, hablamos de ellos durante el desayuno, durante la comida… siempre acabamos hablando de política, ¡incluso soñamos con ello!”, dice Vedat.
“En mis sueños, yo me uno a la guerrilla en las montañas…”, interviene Kadir. “Soy cobarde para hacerlo en realidad, quizá por eso sueño con ello”. Kadir se refiere al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK, en kurdo), que en 1984 se alzó en armas contra el Estado turco y hoy tiene sus bases en las montañas de Qandil, en el norte de Irak. El conflicto ha costado la vida a más de 40.000 personas, la mayoría militantes kurdos y población civil.
En Turquía viven unos 15 millones de kurdos, sobre todo en el sureste del país, que representan el 20% de la población. Tras la caída del Imperio Otomano, la actual República de Turquía se fundó en 1923 bajo un nacionalismo turco que no reconoce otras identidades nacionales y que no permite el uso de idiomas diferentes del turco.
La lucha del PKK es la versión más reciente y violenta de un conflicto en el que los kurdos llevan más de un siglo exigiendo el reconocimiento de sus derechos sociales y políticos. Pero la historia podría estar acercándose a su fin. La semana pasada, cientos de miles de personas se congregaron en Diyarbakir para celebrar el Nevruz, el año nuevo kurdo y persa, que coincide con la llegada de la primavera y que los kurdos turcos celebran como fiesta nacional.
Este año era aun más especial. Dos políticos kurdos leyeron una carta de Abdalá Ocalan, líder del PKK en prisión desde 1999, en la que este pidió a los militantes que dejaran las armas y abandonaran el territorio turco. Este alto el fuego es un paso clave en un proceso de paz que ha extendido un cauto optimismo en Turquía desde que el Gobierno reveló en diciembre que llevaba unos meses en conversaciones con Ocalan.
Mientras acaban el desayuno, Vedat y Kadir dicen que este proceso es la última oportunidad para la paz y que ahora es el turno de Ankara. “Si no, entonces volverá la guerra, y será peor, llegará a las ciudades, a estas calles”. No sería la primera vez. Entre marzo y abril de 2006, Diyarbakir vivió dos semanas de protestas y enfrentamientos con la policía tras el funeral de varios guerrilleros del PKK. La gente levantó barricadas por las calles y quemó edificios gubernamentales. El ejército entró con vehículos de combate. Al menos 13 civiles murieron, entre ellos 3 niños menores de 10 años.
La historia reciente de Diyarbakir es la historia del conflicto. Tras el establecimiento de la actual república, la ciudad se convirtió en capital de provincia y en el centro político de la minoría kurda. Durante los años ochenta y noventa, la población de la ciudad y su área metropolitana creció muy rápido al atraer a cientos de miles de personas desplazadas por la violencia. El Ejército destrozó y quemó poblados enteros. Actualmente, Diyarbakir tiene una población estimada de cerca de un millón de habitantes y está completamente politizada por el conflicto.
En el centro de la ciudad se alza otro episodio clave de esta historia: la prisión. “La celda medía unos 2 x 2,5 metros. En la mía estábamos 14 personas, en una esquina había un agujero como retrete, sin puerta ni nada, que los guardas habían bloqueado. En la celda la mierda llegaba a unos 20 centímetros de altura. Cuando dormíamos, unos sobre otros, la única parte que teníamos fuera de la mierda era la cabeza”. Así empieza a describir su estancia de tres años en esta cárcel Ahmed, que hoy tiene 50 años y que tampoco quiere dar su apellido.
El Gobierno militar que surgió del golpe de Estado de 1980 reprimió con dureza a los movimientos políticos y grupos armados que habían desestabilizado el país durante la década anterior. Y entre ellos al PKK, que se había creado en 1978. La cárcel de Diyarbakir fue convertida en prisión militar y albergó a miles de reclusos. Ahmed fue arrestado en marzo de 1982, acusado de “promocionar el PKK entre la sociedad”. Hoy relata con indignación las torturas y vejaciones que sufrió. Se levanta, se sienta, gesticula con expresividad. Dice que sufrían palizas indiscriminadas, falta de agua y comida, que los colgaban de las muñecas con los brazos detrás de la espalda, que les daban descargas eléctricas en las orejas, la lengua, los labios, el pene. Dice que les elevaban las piernas y les golpeaban las plantas de los pies con palos, que los desnudaban y obligaban a reclinarse y les apaleaban las nalgas. “Vais a ser buenos turcos o vais a morir”, les decían los soldados. Y les obligaban a aprenderse de memoria decenas de canciones nacionalistas en turco, un idioma que algunos de los presos ni siquiera hablaban bien.
En 1984, el año en el que la guerrilla se alzó en armas, y ya de nuevo bajo un Gobierno democrático en Turquía, las autoridades mejoraron las condiciones en la prisión. Entonces se convirtió de nuevo en una cárcel civil que hoy sigue operativa. En ella están cientos de los presos por el llamado caso KCK.
La Unión de las Comunidades del Kurdistán (KCK por sus siglas en kurdo) es una organización considerada el ala política y urbana del PKK. Gracias a la ambigüedad de las leyes antiterroristas turcas, desde 2009 unas 8.000 personas han sido arrestadas y encarceladas como parte de este proceso. La mayoría son periodistas, activistas, abogados y políticos, muchos pertenecientes al Partido para la Paz y la Democracia (BDP, en turco), el principal partido legal prokurdo.
Zubeyde Zumrut, la presidenta del BDP en Diyarbakir, también ha pasado temporadas en la cárcel. Cuenta que hay tantos procesos abiertos en su contra que ya no sabe cuántos son, aunque calcula que se enfrenta a unos 250 años de cárcel en total. “No me da miedo, me han arrestado y me han torturado muchas veces, en una ocasión estaba embarazada de tres meses y perdí a mi bebé, otra vez estuve siete meses en la cárcel”, narra con absoluta tranquilidad, sentada en su despacho en la sede del BDP.
“El PKK y el señor Ocalan han dado ya su paso, ahora el Gobierno tiene que actuar lo más pronto posible”, continúa antes de enumerar las reivindicaciones que se repetirán en cada entrevista: liberación de los presos políticos, derechos del pueblo kurdo recogidos en la nueva Constitución y educación en el idioma kurdo.
Zumrut, de 46 años, nació en la provincia de Bingol y su familia fue una de las decenas de miles que resultaron desplazadas por la violencia. “¿Qué puedes hacer si desde siempre hay gente que te oprime? Cuando era joven, pensé en unirme al PKK, pero no soy lo suficientemente fuerte, así que preferí expresarme en política”.
En Diyarbakir, son muchos los que antes o después se plantean uno u otro camino, la política o las montañas, los despachos o el PKK. “Fue en mayo de 2009, me acababan de condenar a dos años y un mes”, comienza a contar Abdulla Demirbas, el carismático e hiperactivo alcalde del distrito de Sur. “Ese día mi hijo, que tenía 16 años, vino y me dijo: ‘Si hacéis política, este es el resultado. Si hacéis política, el Estado nunca os dará la libertad, solo sabe escuchar a las armas’. Diez días después se marchó [a Qandil a unirse al PKK]. A veces, cuando estoy en casa y oigo los F-16, no puedo dormir porque sé que van a bombardearlos”, continúa el regidor.
Otro de sus hijos, de 25 años, debe incorporarse en dos meses al servicio militar obligatorio. El Ejército turco no duda en usar a estos reclutas en la guerra contra el PKK. Si se rompiera el alto el fuego, o si durante una eventual retirada de los guerrilleros del territorio turco se reavivaran las tensiones, como ya ha ocurrido en el pasado, los dos hermanos podrían llegar a enfrentarse.
Demirbas, de 47 años, era profesor de filosofía en un instituto, cargo que compatibilizó con la alcaldía durante tres años. Pero en 2007 perdió ambos trabajos por defender el derecho a usar el idioma kurdo en la escuela y en la administración. Más tarde, en las elecciones locales de marzo de 2009, ganó incluso con más votos. A finales de ese año también fue arrestado dentro del caso KCK. Logró la libertad unos meses más tarde por razones médicas pero ese y otros procesos en su contra siguen pendientes. “Hay más de 70 casos abiertos contra mí y en total las penas suman más de 400 años”, dice con una sonrisa.
Organizaciones defensoras de los derechos humanos, como HRW y Amnistía Internacional (AI), han acusado repetidamente a Turquía de usar las leyes, y en especial las antiterroristas, para perseguir a activistas y políticos turcos. Demirbas cuenta cómo en muchas ocasiones los cargos contra él rozan lo ridículo. “Una vez estaba enfrente del juez por haber usado las letras x y w [que existen en kurdo pero no en turco] y le dije: ‘Usted comete este mismo crimen todos los días’. ‘¿Cómo puede ser eso?’, me dijo él. ‘Porque cada día escribe www cuando usa Internet’. El juez se rió y me dijo: ‘Bueno vamos a dejar eso aparte”. Al hablar del actual proceso de paz, Demirbas se vuelve a poner serio. “Estamos ante una oportunidad histórica para solucionar el conflicto, si no nos conceden nuestros derechos, las esperanzas se romperán y no quiero ni pensar en lo que podría pasar entonces”.
“La sangre que ya se ha derramado es suficiente, ni guerrilleros ni soldados turcos, nosotras no queremos que nadie más muera, nosotras solo somos madres”, dice Perihan Karayil, de 62 años, sentada junto con otras dos mujeres en un sofá en un piso casi vacío que hace de sede de Madres por la Paz, una organización que defiende el fin de la violencia y pide justicia por las víctimas del conflicto.
Estos días se cumple un año de la muerte de 15 guerrilleras del PKK en enfrentamientos contra el ejército en Bitlis. Las tres mujeres, envueltas en velos blancos, están pendientes del viejo televisor, en el que un canal kurdo, de los varios que emiten por satélite desde Europa, está ofreciendo un programa conmemorativo. Una de las milicianas que murió aquel día era una de las hijas de Karayil, Fatma, que se había unido al PKK en 1999, con 19 años.
Para Turquía, las acciones militares contra el PKK están justificadas como parte de un conflicto armado con un grupo que también está considerado como terrorista por la Unión Europea (UE) y Estados Unidos. Además de enfrentarse a Policía y al Ejército, sus militantes también han cometido atentados suicidas, secuestros y asesinatos de representantes de las autoridades y también de kurdos que se oponían al PKK o que eran acusados de colaborar con el régimen. En ocasiones, también secuestraron a turistas.
En Diyarbakir, cuesta encontrar a alguien que diga una mala palabra sobre la guerrilla, aunque sí hay gente en la calle que, simplemente, prefiere no contestar sobre estos temas. “Turquía, la UE y Estados Unidos pueden decir lo que quieran, pero se equivocan: el PKK es una organización que salió de nuestra sociedad para defender los derechos de los kurdos”, responde Ercan, de 37 años y también sin apellido, fuera de su pequeño establecimiento de comida rápida turca. “Si esta vez no resuelven el problema, creo que nunca lo resolverán”, resume Ercan. “Y entonces la guerra no se limitará al sureste, habrá guerra en toda Turquía”.
Más tarde, ya de noche y mientras la gente llena las calles de Diyarbakir aprovechando el buen tiempo que ha traído la primavera, se oye el sonido de un caza turco F-16. Abajo en la ciudad, la gente espera que las voces de la política apaguen el ruido de aviones como este.
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