Alejandro Fierro, Periodista, miembro de la Fundación CEPS
El principal interrogante sobre el proceso de transformación de
Venezuela es si éste puede continuar sin Hugo Chávez. Dicho de otra
forma: ¿existe un chavismo sin Chávez? Responder a esta cuestión es la
tarea más urgente a la que se enfrenta la parte de la sociedad
venezolana –mayoritaria, como se ratifica elección tras elección– que
quiere seguir adelante con el proceso iniciado en 1998.
La oposición
venezolana, de fuerte inspiración neoliberal, se ha apresurado a
anunciar un ‘fin de época’. Según el relato opositor, el chavismo sin
Chávez es imposible. Sería como “una arepa (torta de maíz, base de la
dieta venezolana) sin relleno”, en palabras de Henrique Capriles
Radonski, contendiente de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales
del 7 de octubre y ahora nuevo aspirante de la derecha a la Presidencia
el próximo 14 de abril. La Revolución Bolivariana empezaría y
finalizaría con su hiperliderazgo.
La oposición habla
abiertamente de iniciar una ‘transición’. Sugiere así que Venezuela no
es una democracia y que habría que iniciar un proceso de recuperación de
las libertades marcado por el consenso y la negociación una vez
desaparecido el presidente. Capriles Radonski incluso ha comparado la
situación de Venezuela con la del Chile de Pinochet. El inmenso dominio
que la derecha venezolana tiene de los medios de comunicación –posee más
del 85%- y la complicidad de la prensa internacional le permite
extender esta peculiar tesis que no se aplica a otros sistemas
democráticos cuando el jefe de Estado fallece o renuncia (no deja de ser
paradójico y hasta cierto punto sonrojante escuchar a los periodistas
venezolanos expresar libremente cada día su queja de que en el país no
hay libertad de expresión).
Sin embargo, un somero análisis
político, económico y social de la evolución de Venezuela en estos
catorce años y de la situación actual dibuja un escenario radicalmente
opuesto al que describe la oposición.
Democracia secuestrada
El
derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958 dio paso a
un sistema democrático formal que, en realidad, no era más que un
decorado que encubría el reparto del poder y las riquezas del país,
especialmente el petróleo, entre un grupo de familias. El Pacto de Punto
Fijo de ese mismo año sancionó el dominio oligárquico, al comprometerse
los partidos que sustentaban a esas familias a aislar y excluir del
poder a cualquier opción de izquierda.
Empezó así una larga
noche para el pueblo venezolano. La oligarquía se enriquecía hasta
extremos obscenos a costa de unas masas populares que se hundían cada
vez más en la miseria. La disidencia era reprimida duramente. De hecho,
en Venezuela hubo desaparecidos mucho antes que en Argentina o Chile (se
trata de una historia muy poco conocida que sólo ahora, bajo el
Gobierno de Hugo Chávez, se ha empezado a desvelar; el número de
desaparecido se acerca a los 3.000; los últimos casos tuvieron lugar en
la década de los 90).
En los 80 el país se convirtió en otro
banco de pruebas del neoliberalismo. El 27 de febrero de 1989 hubo un
levantamiento popular contra las medidas económicas dictadas por el
Fondo Monetario Internacional e impuestas por el gobierno de Carlos
Andrés Pérez. El Ejército llevó a cabo una brutal represión que se saldó
con más de 300 asesinatos, según cifras oficiales, aunque informaciones
de agencias internacionales elevan el número hasta los 3.500 muertos.
El
‘Caracazo’, como se conoció al levantamiento y la posterior represión,
supuso el punto de no retorno definitivo para un trasunto de democracia
que era incapaz de ofrecer la más mínima satisfacción de derechos y
necesidades a la mayoría de la población pero que, por el contrario,
hacía que una élite continuara acaparando todos los beneficios. La
década siguiente vio la progresiva degradación e implosión final del
sistema. El certificado de defunción lo puso la victoria electoral en
1998 de un joven teniente coronel que seis años antes se había
convertido en la esperanza de buena parte del pueblo venezolano al
encabezar un golpe de estado contra aquel sistema corrupto.
Aquella
Venezuela de 1998 que Hugo Chávez debía gobernar se asemejaba a un
estado fallido. El 80% de sus veinte millones de habitantes vivía en la
pobreza y el 58% en la pobreza extrema. El 70% de la población estaba
subalimentada. Este porcentaje llegaba casi hasta el 100% en las zonas
rurales. El 83% de los venezolanos carecía de servicios esenciales. Más
de ocho millones de personas se hacinaban en asentamientos chabolistas o
de infraviviendas. Había 3,5 millones de niños y niñas pobres. Las
diferencias de renta eran escandalosas: el 75% de la población manejaba
tan sólo el 36% de los ingresos, mientras que un 25% acaparaba el 64%
restante…
Un país mejor
Venezuela es hoy un país
mucho mejor que aquel que heredó Chávez. Bajo su gobierno se pusieron en
práctica medidas de redistribución de la riqueza que han elevado
sensiblemente la calidad de vida de la mayoría de la población. Los
ingresos del petróleo se han orientado a la satisfacción de las
necesidades de las clases populares. Las políticas económicas y sociales
se han complementado con impulsos a las políticas educativas,
culturales, de género, etc.
Según la Comisión Económica para
América Latina y el Caribe (Cepal), Venezuela es el país donde la
desigualdad más ha disminuido en los últimos diez años. Por su parte, el
Programa para Asentamientos Humanos de Naciones Unidas señala que se
trata, junto con Uruguay, del estado menos desigual de todo el
subcontinente.
Todos los indicadores socioeconómicos han
mejorado sustancialmente. En 1998, más del 80% de la población no podía
hacer tres comidas al día; en la actualidad, el 96% de los habitantes
realiza tres o más comidas diarias. La pobreza se ha reducido al 28% y
la pobreza extrema al 7%, Se ha erradicado la mortalidad infantil y
también el analfabetismo (en 2005, la Unesco declaró a Venezuela
territorio libre de analfabetismo). El país ocupa el quinto lugar del
mundo en cuanto a matrícula universitaria. El Producto Interior Bruto
crece a un ritmo superior al 5%. El desempleo está en el 5,9%, su mínimo
histórico…
A estos logros concretos hay que sumar otros de
carácter simbólico pero no por ello menos importantes. Sin duda, el
principal es el empoderamiento de las clases populares. El pueblo
venezolano ya es consciente de que es el sujeto protagónico del proceso
histórico actual y, como tal, reclama sus derechos legítimos. La
política, por tanto, está obligada a ponerse al servicio de la sociedad,
recuperando de esta forma su sentido primigenio. Ya no es una actividad
exclusiva de las élites y orientada en su propio beneficio. Basta con
darse una vuelta por los barrios populares de Caracas para comprobar que
la política centra buena parte de las conversaciones.
Este
proceso ha sido ampliamente ratificado en las urnas. Desde 1998 se han
celebrado 17 elecciones y referendos, de los cuales el chavismo ha
ganado 16, incluidos cuatro comicios presidenciales. El último tuvo
lugar el 7 de octubre de 2012. Hugo Chávez ganó por más de diez puntos
de diferencia, una distancia impresionante tras catorce años en el poder
(Barack Obama venció por tan sólo dos puntos a Mitt Romney; Hollande
aventajó en tres puntos a Sarkozy, la misma distancia que logró el
chileno Sebastián Piñera en 2009; el pasado mes de julio, Enrique Peña
Nieto alcanzó la Presidencia de México con seis puntos de diferencia
sobre Manuel López Obrador).
El legado
La ausencia
de Hugo Chávez se produce en un contexto muy diferente al de 1998.
Venezuela tiene hoy un proyecto sólido que es apoyado por millones de
personas y que concita mayor respaldo popular que la alternativa que
propone la oposición, tal y como demuestran las elecciones. Es absurdo
pensar que este movimiento, al que se ha convenido en llamar ‘chavismo’,
se desmoronará con la desaparición de su líder e inspirador. Si se
considera esta posibilidad de derrumbe inmediato es porque la derecha ha
logrado instalarla en el debate público gracias a su enorme poder
mediático. Paradójicamente, la izquierda europea asume esta posibilidad,
ya que corrobora sus prejuicios históricos sobre los liderazgos y su
mal disimulado poso colonial.
Sin embargo, los datos demuestran
justamente lo contrario. El chavismo es hoy la principal identidad
política de Venezuela y tal vez el fenómeno ideológico más importante de
estos inicios del siglo XXI. Es evidente que surge en torno a Hugo
Chávez, pero llegado un punto comienza a trascender su figura. Estamos
asistiendo al momento en el que el ‘chavismo con Chávez’ se termina de
transmutar en ‘chavismo sin Chávez’.
Las elecciones regionales
del 16 de diciembre de 2012 fueron un buen test para comprobar esta
hipótesis. Chávez, aquejado de fuertes dolores provocados por el cáncer,
según revelaría más tarde, no participó en la campaña. Ninguno de los
23 candidatos a otras tantas gobernaciones pudo tener su respaldo en
mítines y actos electorales, como había ocurrido en anteriores
ocasiones. Los candidatos tuvieron que defender sus propuestas por sí
mismos. Incluso, el presidente ya se encontraba en Cuba en la última
semana de campaña, así como el mismo día de los comicios.
A
pesar de la ausencia del ‘hiperlíder’, los candidatos chavistas ganaron
en veinte estados, mientras que la oposición tan sólo venció en tres
(anteriormente, la proporción era de quince a ocho). Este rotundo
triunfo demuestra no sólo que el chavismo es la opción política
mayoritaria entre el pueblo venezolano, sino que es la única que
vertebra todo el territorio. Mientras que la presencia de la oposición
en muchos estados es completamente testimonial –en varios no llega al
20% de los votos y en alguno, como Portuguesa, ni siquiera fue la
segunda fuerza más votada-, el chavismo tiene una implantación sólida en
todo el país, incluidos los tres estados en los que perdió, donde su
porcentaje de voto superó el 40%.
Tras catorce años, el chavismo
es ya una corriente consustancial al mapa político de Venezuela. Podrá
ganar o perder elecciones, pero su centralidad –no sólo institucional,
sino sobre todo social- es indiscutible. En pocos sistemas democráticos
del mundo se da la circunstancia de que la principal opción política sea
abiertamente anticapitalista. Esto garantiza al pueblo venezolano que
conceptos como la igualdad, la justicia social o la redistribución de la
riqueza estén en primera línea de la agenda política. Ningún partido
puede aspirar al poder en Venezuela si no da una respuesta satisfactoria
a estas cuestiones. De hecho, en las pasadas elecciones presidenciales
la derecha no tuvo ningún reparo en disfrazarse de ‘izquierda’,
consciente de que no podía mostrar su verdadera naturaleza. A diferencia
del resto del mundo, en Venezuela el marco hegemónico discursivo no lo
impone el neoliberalismo, sino la izquierda anticapitalista. Romper este
enclave autoritario –el “gobierno de las palabras”, como señala Juan
Carlos Monedero- ha sido otro gran logro del chavismo que no habría sido
posible si éste no hubiera estado firmemente imbricado en el tejido
social.
El socialismo del siglo XXI nacido en Latinoamérica
apela a la flexibilidad y la ausencia de dogmatismos para diferenciarse
de los experimentos socialistas fallidos de la Europa del siglo pasado.
El chavismo sufrirá mutaciones, se reinventará, habrá disensos y
acuerdos, avances y retrocesos, victorias y crisis. Vendrán nuevos
liderazgos para otras generaciones que requerirán soluciones distintas
para problemas diferentes que en el fondo son siempre los mismos. La
senda se abrió hace catorce años. Ahora hay que seguir transitándola y
hacerla cada vez más ancha para que quepan todos aquellos países que
quieran –y puedan- incorporarse. Buena parte de Latinoamérica ya ha
franqueado el umbral. La Europa del Sur puede ser la siguiente, si la
tradicional miopía de su izquierda no le impide ver que existe una
salida.
(Artículo publicado en el boletín de marzo de 2013 Ocote Encendido de los Comités Óscar Romero, bajo licencia Creative Commons. Tomado de rebelion.org.)
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